07/09/2025
La Dama de las Tertulias
Capítulo I – La ciudad y sus sombras
Lima, 1821. La ciudad recién liberada respiraba entre incienso y pólvora. Las campanas de los conventos marcaban las horas, pero en los zaguanes se murmuraban otras campanas: las del oro, las del miedo, las de la incertidumbre.Ella, Mariana de los Ríos, hija de una familia criolla en decadencia, había aprendido a sobrevivir en medio de los salones perfumados donde se decidía el futuro del Perú. Allí las damas disimulaban su ambición bajo abanicos de encaje, y los caballeros brindaban con vino de Cádiz mientras conspiraban contra el hombre que había puesto pie en la capital: José de San Martín.El Libertador la miraba como quien reconoce a un espíritu afín, no por deseo carnal sino por esa complicidad que nace de la inteligencia. Mariana era sus oídos en las tertulias: le llevaba noticias, rumores, advertencias. Y en cada encuentro, la distancia entre ellos se llenaba de un respeto silencioso, como si ambos entendieran que en la revolución no había espacio para las debilidades del corazón. San Martín le hablaba poco; escuchaba más. Ella observaba el cansancio en sus ojos: no el de las campañas, sino el de la política que en Lima se envenenaba más rápido que el aire húmedo de la costa.
Capítulo II – Las facciones y sus máscaras
En las veladas del Cabildo, Mariana escuchaba lo que se tejía:- La aristocracia limeña, dueña de haciendas y esclavos, temía perder sus privilegios. Querían un príncipe europeo, un Borbón o cualquier noble que asegurara que nada cambiaría demasiado. Sus sonrisas eran dagas envainadas. - Los republicanos jóvenes, abogados y doctores, soñaban con un Perú conducido por peruanos. Riva Agüero repetía en voz baja que no toleraría un forastero gobernando su tierra. Ellos levantaban la palabra “república” como un estandarte, pero también como una excusa para ocupar los tronos vacíos.- Los realistas encubiertos, clérigos y comerciantes, aguardaban el momento de restaurar la autoridad del virrey desde el Cusco. Financiaban levantamientos en la sierra, predicaban en los púlpitos contra las reformas y esperaban que el ejército realista regresara como marea incontenible.- El clero alto, disfrazado de mansedumbre, se retorcía con cada medida laica: el fin de la Inquisición, la abolición del tributo indígena, la libertad de vientres.Mariana se deslizaba como un fantasma entre esos grupos, recogiendo frases, anotando gestos, distinguiendo qué era rumor y qué conspiración real. San Martín recibía sus informes en silencio, como un general que examina un mapa de guerra.Pero la guerra ya no estaba en los Andes ni en los cañones, sino en los corredores perfumados de Lima. Y allí, la disciplina del ejército valía menos que una mirada torcida en una tertulia.Monteagudo, ministro de San Martín, caía bajo el peso del odio limeño. El pueblo lo repudiaba, los notables lo despreciaban. Y al caer él, caía también la autoridad del Protector. Cada noche, Mariana veía crecer la soledad en el semblante del Libertador.
Capítulo III – El ocaso en Lima
El murmullo se hizo grito: “San Martín debe irse”. No lo decían en público, pero corría de boca en boca entre quienes jamás habían empuñado un sable.Mariana lo supo en una tertulia, cuando un caballero, con copa en mano, juró que prefería mil veces al rey de España antes que a ese “porteño disfrazado de monarca”. Otro replicó que Bolívar vendría desde el norte y sería el verdadero libertador del Perú. La conspiración ya no era sombra: era sentencia. Una tarde gris, en la Casa de la Gobernación, Mariana fue recibida por San Martín. Él, con gesto sereno, le dijo lo que ella temía escuchar: —He decidido renunciar. El Perú no me quiere como Protector. Bolívar terminará la obra. Ella no lloró; lo miró con esa mezcla de devoción y tristeza que guardan las mujeres que saben de la ingratitud de los pueblos. En su diario, escribió: “Hoy Lima pierde al hombre que quiso darle no solo independencia, sino libertad verdadera. Los señores han preferido su oro al sacrificio, sus títulos al pueblo. La revolución quedó a medias, como un lienzo abandonado en la penumbra. San Martín parte, y con él se va la posibilidad de una patria sin cadenas. Los que hoy celebran su partida no entienden que en el banquete de sus intrigas han servido, sin saberlo, el plato frío de la derrota moral.” San Martín embarcó hacia Guayaquil, luego al silencio de Europa. Mariana, entre abanicos y conspiraciones, quedó sola en la ciudad que había elegido la comodidad antes que la revolución total. Y así terminó, no la vida del héroe, sino la oportunidad de Lima de estar a la altura de su sacrificio.