
09/09/2025
El último abrazo 🥲
Corría el invierno de 2008 en la penitenciaría de Villa Devoto, en Buenos Aires. Los muros de la celda 17 del pabellón B parecían absorber todo rastro de vida. Allí, Ramiro Santoro, un hombre de 34 años, despertaba cada mañana con el frío atravesando su cuerpo y la sensación de que el tiempo se había detenido. Durante doce años había vivido así, atrapado en la rutina de los guardias, los ruidos metálicos de las rejas y el silencio que aplastaba cualquier intento de esperanza.
Al principio había luchado. Envió cartas que quedaron sin respuesta, contrató abogados que prometieron más de lo que podían cumplir, y habló con jueces y oficiales con la convicción de su inocencia. Pero la decepción se convirtió en compañera, y Ramiro, poco a poco, aceptó la soledad de su celda.
El único motivo para seguir respirando era Luna, su pastora alemana. La había encontrado siendo apenas un cachorro abandonado en un rincón del barrio de Villa Lugano, y desde entonces se habían vuelto inseparables. Era su amiga, su confidente, su familia. Ella representaba todo lo que el mundo le había quitado.
El 15 de julio de 2008, un guardia del penal se acercó con un documento que había llegado desde la dirección: el alcaide quería saber cuál sería su último deseo antes de cumplir la condena. Ramiro bajó la mirada. Sus compañeros esperaban la típica petición: una comida especial, un ci******lo, tal vez un permiso para salir un rato. Pero él respondió con voz apenas audible:
— “Quiero ver a Luna… una última vez.”
Al principio los oficiales se miraron entre sí, incrédulos. ¿Un perro? ¿En serio? Pero la petición fue aceptada, quizás porque, incluso en un lugar donde la humanidad parece extinguirse, algo de compasión sobrevive.
Cuando el día llegó, lo llevaron al patio central. El sol de invierno caía con fuerza, iluminando las paredes grises y dejando largas sombras sobre el suelo de cemento. Luna estaba atada con una correa, pero en cuanto divisó a su amo, se soltó de golpe y corrió hacia él.
Ramiro cayó de rodillas, y en un instante sintió que el mundo volvía a existir. El frío del cemento desapareció bajo el calor del cuerpo de Luna, y todas las lágrimas que había contenido durante más de una década brotaron sin aviso.
— “Mi niña… mi compañera… mi familia…” murmuró, abrazándola con todas sus fuerzas.
Luna gimió suavemente, apoyando su cabeza sobre su hombro, como si entendiera que aquel sería un reencuentro efímero, pero necesario. Por unos minutos, el tiempo pareció detenerse, y Ramiro volvió a sentir que no estaba solo, que el amor verdadero todavía podía tocarlo, incluso tras los años más oscuros de su vida.
Y entonces, algo ocurrió. Ramiro levantó la vista, y en los ojos de los guardias vio un brillo que no supo interpretar. Un susurro, un movimiento, una decisión inesperada… algo que cambió todo, pero que quedó oculto tras los muros de Villa Devoto.
Ramiro y Luna se miraron, como si entendieran que lo que vendría a continuación no dependía solo de ellos. Y en ese instante, el mundo pareció contener la respiración, dejando a todos preguntándose: ¿qué sucedió después?