09/09/2025
Rutas Tucumanas
El motor de mi auto ronroneaba con un sonido sordo, la única compañía en la oscuridad absoluta que me envolvía. Recorría la autopista de Tucumán, una herida de asfalto que corta a través de una llanura desolada donde la civilización parece haber retrocedido. Eran pasadas las 10 de la noche, y fuera de mi burbuja de luz tenue, el mundo era un vacío impenetrable. No había una casa, no una luz distante, no nada. Solo la negrura y el zumbido fantasmal del viento silbando a través de las grietas del parabrisas.
Fue en el tramo más solitario, donde la ruta se sumerge en una hondonada, cuando mis faros barrieron dos figuras inmóviles en la calzada. Una sacudida instintiva me recorrió la espalda. No era un lugar para detenerse, ni para caminar siquiera.
Reduje la velocidad, casi sin querer. La luz los bañó de lleno, y la imagen se me grabó a fuego en la mente. Eran dos, un hombre y una mujer, de pie como estatuas malditas, con una rigidez que no era humana. Sus ropas, oscuras y polvorientas, colgaban de sus cuerpos como pieles muertas. Pero eran sus rostros los que helaron la sangre en mis venas.
Sus pieles tenían el color y la textura de la cera vieja, grisácea y tensa. Y sus labios... Dios, sus labios. Estaban completamente resecos, agrietados en una telaraña de surcos blanquecinos y profundos, como la tierra de un erial en plena sequía. Parecían no tener humedad alguna, como si nunca hubieran probado el agua.
Y entonces, mis ojos se encontraron con los de ellos. Unos ojos que no parpadeaban, que no se inmutaban con la luz cegadora. Eran de un morado oscuro, casi negro, profundo y antinatural. No tenían brillo, ni vida, ni emoción. Solo un vacío húmedo y violáceo, como el de un cadáver que ha comenzado a pudrirse por dentro. No eran ojos de zombie de película; eran algo peor, algo real y antiguo, cargado de una maldad silenciosa e inmóvil.
Pasé junto a ellos a un ritmo agonizantemente lento. Ellos no giraron la cabeza. No hicieron el más mínimo gesto. Solo permanecieron allí, plantados, observando fijamente la nada con esos ojos de pesadilla. Una oleada de puro terror, visceral e irracional, me inundó. ¿Qué eran? ¿Por qué estaban ahí?
El instinto de huir, de poner la mayor distancia posible entre esas cosas y yo, fue abrumador. Pisé el acelerador y el auto avanzó con un brinco. El corazón me martilleaba en el pecho como un animal enjaulado. No podía sacar esa imagen de mi cabeza: los labios agrietados, los ojos morados.
La necesidad de confirmar que me alejaba, de ver que se quedaban atrás, fue más fuerte que el miedo. Con un temblor incontrolable en la mano, ajusté el retrovisor. La luz roja de mis stop iluminó el camino detrás de mí, encontrando el asfalto vacío.
No había nadie.
La ruta estaba desierta. Completamente vacía. No había figuras, no había sombras, no había rastro alguno.
No habían tenido tiempo de esconderse. No había dónde hacerlo. Simplemente… habían desaparecido.
Y en ese momento, el verdadero horror, frío y absoluto, se apoderó de mí. No era el miedo a lo que había visto, sino el terror a lo que esas cosas eran capaces de hacer. Y la aterradora, la incontestable pregunta que aún hoy me persigue en cada oscuridad:
Si ya no estaban allí… ¿dónde estaban ahora?
