29/07/2025
Como he dicho tantas veces, el dolor qué más nos cuesta aceptar es el dolor ajeno, del ser querido, de la familia o los amigos, de la pareja.
Nos cuesta aceptar que el otro decidió ser el otro que nos muestra algo que debemos sanar, y muchas veces interpretamos que se trata de "sanar-l@", cuando muchas veces su renuencia o eso que entendemos como rebeldía solo nos está pidiendo respeto, respeto por su historia, por sus procesos, por sus limitaciones. Y ni siquiera nos damos cuenta de que sus limitaciones supuestas nos gritan "déjame ser, acéptame como soy" aunque no te quedes conmigo... permitirme estar siendo esto que necesito para llegar a un lugar más sano, más íntegro, más "elevado".
Pero claro, el bendito "ego espiritual" se deleita en nuestra mirada de lástima por el otro, cuando la verdadera lástima la siente nuestra alma, porque seguimos escuchando viejos dogmas obsoletos, que nos dicen que es digno sacrificarse "por el otro" mientras nos golpeamos el pecho como si fuésemos los buenos y elevados...los especiales (y eso el ego le encanta)... pero el alma, el alma sigue esperando.
Quizás, en ese reconocimiento de la verdad del otro radique el oro de nuestra propia verdad: reconocer que somos impotentes, que no tenemos poder ni derecho de decirle a alguien que hacer con su vida, y eso ESTA BIEN, porque no solo empodera al otro para que, al atravesar su camino, se descubra y crezca, sino que nos libera de la carga de llevar mochilas ajenas qué nos pesan... y no saben de provisiones nuestras. Y entonces, cuando descubrimos esto y lo vivimos, cuando pasamos por el cuerpo el dolor de no saber, y la valentía de aceptar lo desconocido, surge el milagro. Sentimos que la vida nos respeta, porque estamos respetando. Sentimos que los espacios de descanso aumentan, porque nos permitimos ceder el intento de control de algo que jamás controlamos.
Y entonces, solo entonces. Podemos mirar nuestra vida, nuestros sueños, transitar nuestro camino tanto tiempo ignorado... y podemos enriquecer la existencia desde nuestro nuevo y vulnerable lugar humano, con la mirada en el cielo, pero los pies profundamente en la tierra, y hasta a veces, en el barro.
El puente siempre fue la libertad.
El camino siempre fue la honestidad.
La sanación siempre nació de dentro, incomoda, dolorosa, a veces más cariñosa y paciente. Pero propia y respetuosa siempre.
¿Por qué otra razón ni Dios interferiría en nuestro libre albedrío?