20/10/2025
Entre lo real y lo virtual: conexiones que trascienden la pantalla.
Cuando navegamos por internet, más allá de los clics, los algoritmos y las pantallas luminosas, entramos en un universo paralelo donde las palabras se convierten en puentes invisibles. En ese espacio intangible, las distancias se acortan, los idiomas se mezclan y las diferencias parecen desvanecerse. Es un lugar donde uno puede ser quien quiera ser, sin miedo a los juicios ni a las miradas ajenas. Y a veces, en medio de esa inmensidad digital, surgen conexiones tan intensas que cuesta distinguir dónde termina lo virtual y comienza lo real.
No soy experta en el tema, pero sí una viajera de este océano sin orillas. Con el tiempo, he aprendido que detrás de cada avatar y cada mensaje hay una historia, una emoción, un intento de acercamiento. La red, que a simple vista parece fría y tecnológica, puede transformarse en un espacio profundamente humano. Recuerdo aquel partido de pool virtual que, sin saberlo, me presentó a quien hoy es mi mejor amiga. También fue en esas madrugadas de charla interminable donde conocí a uno de mis grandes amores. Porque, aunque muchos lo duden, a veces el alma también se reconoce a través de una pantalla.
Pero no todas las conexiones digitales son iguales. Algunas florecen desde la empatía, otras desde la necesidad de compañía y unas cuantas desde la ilusión. No todos quienes habitan la red lo hacen con segundas intenciones. Hay quienes simplemente buscan llenar un silencio, escapar por un rato de la soledad o encontrar alguien con quien compartir pensamientos sin miedo a ser rechazados. En el mundo virtual no hay rostros que delaten nervios, ni miradas que hieran. Solo palabras… y eso, a veces, basta.
Sin embargo, esta libertad tiene un precio. El riesgo de perder la noción de lo real. Porque lo virtual nos ofrece una versión idealizada del otro y también de nosotros mismos. Nos muestra solo fragmentos: los más amables, los más atractivos, los que elegimos mostrar. Y cuando el vínculo se fortalece, puede doler descubrir que detrás de esa conexión intensa no siempre hay una reciprocidad genuina. Hay quienes se aprovechan de esa vulnerabilidad, del deseo de ser vistos, escuchados o amados.
Aun así, sigo creyendo que internet no es el enemigo. Es un espejo del mundo, con sus luces y sus sombras. Nos enseña que la necesidad de conexión humana es tan fuerte que atraviesa cables, pantallas y fronteras. Que, en el fondo, todos queremos lo mismo: sentirnos comprendidos, acompañados, reales, aunque sea a través de un mensaje.
Apagar la computadora no siempre significa desconectarse del todo. A veces, lo que se encendió en la distancia sigue latiendo en la memoria. Porque hay vínculos que no necesitan presencia física para dejar huella. Quizás eso sea lo mágico —y lo peligroso— de las relaciones virtuales: que pueden ser tan reales como los sentimientos que despiertan.