
07/23/2025
Después de la muerte de mi esposo, todo en casa me parecía hueco. El silencio se sentía como un eco constante de su ausencia. Llevábamos veintisiete años casados, y aunque discutíamos como cualquier pareja, él era mi compañero de vida… mi sombra.
Fueron semanas grises. Me levantaba, me bañaba por rutina, comía lo justo. Hasta que una tarde, sin saber por qué, sentí un impulso raro, como una necesidad que no entendía. Me puse los zapatos, tomé el bolso y salí. Terminé en una veterinaria donde daban en adopción a cachorros abandonados. No sé cómo llegué ahí. Solo… llegué.
Entre todos los perritos que estaban, uno me miró directo a los ojos. Era el más pequeño de todos, una bolita de pelos cafés y blancos, con una manchita sobre el ojo izquierdo. Cuando me acerqué a la jaula, movió la cola y se tiró de pancita, como esperando que le rascara. Me reí, sin pensar, sin dolor. Fue la primera vez que sonreí desde que perdí a mi esposo.
—¿Ese quieres? —me preguntó la chica del refugio.
—No lo sé… creo que él me eligió a mí —respondí.
Lo llevé a casa y lo llamé “Tito”, así le decía yo de cariño a mi esposo cuando quería molestarlo. Era una broma entre nosotros. Esa misma noche, mientras preparaba mi té como siempre lo hacía, Tito se sentó frente al sillón donde mi esposo solía leer y me miró, serio, como si esperara que le pasara el control remoto. Me reí, otra vez.
Pero al pasar los días, empezó a hacer cosas… raras. Pequeñas cosas que solo él hacía.
Como por ejemplo, dormir del lado derecho de la cama, justo donde mi esposo siempre dormía. O el modo en que empujaba con su patita la puerta del baño cuando me tardaba mucho… igualito que lo hacía él, con el mismo ritmo, la misma insistencia.
Y una noche, mientras yo estaba llorando en la cocina, recordando nuestras cenas juntos, Tito se me acercó y me tocó con la patita la pierna. No ladró. Solo me miró, con esos ojitos profundos, y suspiró. Igualito a como suspiraba mi esposo cuando no encontraba palabras. Me quebré. Me arrodillé y lo abracé tan fuerte… y él no se movió. Se quedó quietecito, como si me entendiera.
Esa fue la primera noche que dormí tranquila desde su partida.
Pero eso fue solo el comienzo.
Empecé a notar cosas más específicas.
Una mañana, preparé café y, como siempre hacía con mi esposo, serví dos tazas por costumbre. Me reí sola de mi torpeza, pero dejé la segunda taza sobre la mesa, por nostalgia. Fue entonces que Tito, en lugar de ir a su plato, se sentó frente a esa taza, y me miró. No hizo un solo ruido. Solo… me miró con esos ojos tristes, como reclamándome que estaba frío el café, igual que mi esposo cuando se lo servía tarde.
Otro día, se me cayó una chancla bajo la cama, y cuando fui por ella, Tito ya la tenía en el hocico. Pero no era cualquier chancla: era la misma que mi marido usaba para andar en casa. La guardé después de su muerte, sin darme cuenta que se había salido de la caja. Tito me la trajo y la puso a mi lado… como diciendo: “Aquí estoy”.
Y lo más fuerte ocurrió una noche de tormenta.
A mi esposo le daban miedo los truenos. No era algo que le gustara admitir, pero cada vez que había tormenta eléctrica, se quedaba cerca de mí, en silencio, tocándome la pierna o agarrándome la mano, como si eso lo calmara.
Esa noche, los truenos sacudían la casa. Me tapé con la sábana hasta la cabeza, recordando los años en los que él me abrazaba fuerte. Entonces sentí un peso sobre mi pierna. Era Tito, que se había subido a la cama sin que lo notara. Se recostó exactamente donde él solía hacerlo. Y se quedó ahí… toda la noche.
Yo ya no podía ignorarlo. No eran simples coincidencias.
Era él. De alguna manera, él había vuelto a mí.
Y aunque suene absurdo, desde ese momento dejé de llorar por las noches. Porque, en el fondo, sabía que no estaba sola.