05/03/2025
El niño que olvidó apuntar al corazón.
Hace aproximadamente treinta años nació un niño con prisa. No hubo tiempo para preguntas ni para entender el mundo; apenas abrió los ojos y ya debía correr. Desde pequeño, vio la herida en las cosas, la fragilidad en los días, y en su pecho empezó a crecer el enojo, la ira, la desesperación. A veces, era un grito contenido; otras, un vacío inmenso.
Quiso entenderse, pero no halló respuestas. Su interior se enredó como raíces apretadas, y sin saberlo, aprisionó su fuerza. A ciegas, lanzó flechas al vacío, sin saber a dónde apuntar. La presión de no detenerse lo hizo seguir adelante de forma impulsiva y no sabia, olvidándose de sí mismo. Trabajó sin descanso por todos menos por él, sin mirar las estrellas. Su mente y su corazón se llenaron de sombras, navegó en aguas turbias, en egos y miedos, convencido de que algo en él siempre estaba roto.
Hasta que un día, agotado y con miedo, decidió entrar en su interior. Soltó el control y volvió a nacer. Esta vez sin vergüenza, con una soledad, pero también con gratitud. En su pecho ardía un fuego nuevo, y una pequeña vela le daba esperanza. Descendió hasta sus raíces, hasta su linaje.
En lo más hondo, la selva le reveló su magia. Vio a los espíritus de los animales y comprendió la dualidad de la luz y la oscuridad. Sintió la fortaleza, la paciencia, el amor propio. Entendió su naturaleza.
Por un instante, miró de nuevo el camino de la oscuridad, pero esta vez no se quedó. Supo que parte de su historia se había sanado con solo mirar hacia el futuro sin repetir patrones.
Su arco nunca estuvo perdido. Solo no entendía de qué estaba hecha su flecha. Ahora lo sabe: su arco son sus emociones, su flecha es su intención. Y antes de disparar, contempla primero con el corazón.
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