16/08/2025
LA NOCHE QUE CHILE HUMILLÓ A BRASIL
Chile escribió uno de sus versos más gloriosos esa noche.
El 15 de agosto del 2000, la Roja se paraba frente al hasta ese entonces tetracampeón del mundo.
Un Brasil con Dida en el arco, Roberto Carlos en la banda y Rivaldo como estandarte.
Imposible, decían todos.
Pero en Chile había jugadores que no le temían a ninguna camiseta amarilla, porque estaban al mismo nivel —o incluso más arriba.
Puede sonar alucinante, pero Zamorano y Salas eran top mundiales. Y esa era la noche que lo demostrarían.
El inicio fue trabado.
Hasta que Marcelo Salas, como un poeta, comenzó a recitar las líneas que nos llenarían de gloria.
Encaró por la derecha a un tal Roberto Carlos,
se lo paseó, centró y Estay reventó el palo.
El Nacional se ilusionaba.
Al parecer esa noche no habían versos tristes.
Como en toda hazaña chilena, apareció el imprevisto: se lesiona Villaseca.
Entra un joven David Pizarro.
Ese cambio, que parecía accidente, se convirtió en bendición.
El rebelde volante manejó los tiempos, y con Rodrigo Tello formaron una sociedad que bailó al mediocampo brasileño.
De Pizarro para Tello, Tello para Salas y Marcelo, en un soliloquio, lanzó un sombrerito, un autopase mágico,
como si estuviera pichangueando en los barrios de Temuco.
Toque corto, pase a Estay… ¡y gol!
1-0 Chile.
El Nacional se venía abajo.
La Roja presionaba como una máquina.
Estay robó arriba, metió centro, y apareció una vez más Marcelo.
Pero esta vez sin tocarla, dejó pasar la pelota con la grandeza de los cracks, habilitando, para que detrás suyo llegara Zamorano, el capitán, para doblarle una vez más la mano al destino y conseguir lo imposible.
2-0. La dupla “Za-Sa” probaba que podía mirar de arriba a los campeones del mundo.
La dupla ZA-SA estaba en la zona, ese estado al que solo llegan los futbolistas de élite.
Y ese fuego se contagió: cada chileno aumentó su nivel al lado de esos gigantes.
El “Murci” Rojas anuló a Roberto Carlos con garra y oficio,
Nelson Tapia se jugó la vida en los mano a mano,
Chile parecía un depredador que jugaba con su presa. O, más bien, era la historia repetida de David contra Goliat.
Y ahí apareció nuestro David, el Fantasista:
como sacado de un libro de cuentos, Pizarro imaginó una jugada de fantasía.
Centro perfecto, Salas amortiguó,
y con la zurda mágica que lo llevó a la Lazio sentenció una noche gloriosa.
3-0. El Estadio Nacional temblaba de emoción.
Sesenta mil almas celebraban la agonía de 170 millones de brasileños que veían a su selección humillada.
La noche terminó con un gesto irreverente:
Pizarro, ya dueño de la cancha, se dio el lujo de darle un manotazo a la pelada de Roberto Carlos.
Roja directa, pero daba igual.
La epopeya ya estaba escrita.
Chile había derribado a Brasil.
Y en el banco sonreía ese hombre, tantas veces incomprendido, tantas veces ninguneado: Don Nelson Bonifacio Acosta.
El charrúa que nos enseñó que los astros no estaban tan lejos,
que la Roja no debía escribir solo noches tristes,
sino versos gloriosos.
Don Nelson, que cambió lágrimas por orgullo,
derrotas por proezas,
y que nos recordó, en la más inolvidable de las noches,
que Chile también tiene estrellas en el cielo.