12/07/2025
"Hay imágenes que uno no se borra nunca de la cabeza. A mí, hay una que vuelve cada vez que me pongo la camiseta de la Selección o de cualquier club donde me toque jugar. Y es la de mi vieja, pedaleando.
Yo era un nene. Tenía seis, siete años. Y cada mañana, sin falta, ella me subía a esa bicicleta vieja, con el asiento gastado y el timbre roto, y recorría más de una hora para llevarme a entrenar a la sede de Rosario Central. Lloviera, hiciera frío, calor o lo que fuera, ella estaba ahí, firme, dándolo todo. Yo iba atrás, con mi bolsito colgado al hombro, abrazándola por la cintura, sintiendo cómo su cuerpo se esforzaba para no parar, para no rendirse.
Mi papá trabajaba todo el día cargando carbón. No alcanzaba para el colectivo. Y mi vieja, en lugar de decir "no se puede", agarró la bicicleta y decidió que sí se podía. Que su hijo iba a entrenar igual. Que ese sueño —que todavía era sólo eso, un sueño de pibe— merecía ese sacrificio.
Y al regreso, otra hora de vuelta, con las piernas cansadas pero la mirada fuerte. Como si nada la pudiera detener.
Yo sé que el fútbol me lo dio todo. Me dio la posibilidad de conocer el mundo, de jugar con los mejores, de representar a mi país, de salir campeón, de tener una gran calidad de vida y haberle brindado también una mejor a los míos. Pero antes que todo eso, el fútbol fue mi vieja. Fue su bicicleta. Fueron sus piernas sosteniendo las mías, sus manos guiando el manubrio cuando yo todavía no podía hacerlo solo.
Hoy, cada vez que piso una cancha, lo hago por ellos. Por mi familia. Pero sobre todo por ella, por mi mamá. Porque gracias a ese esfuerzo silencioso, invisible para muchos, yo pude vivir mi sueño. Porque ella creyó en mí antes de que nadie supiera mi nombre.
Nunca me voy a olvidar de esa bici. Nunca me voy a olvidar de ese amor"
- Angel Di Maria