09/05/2025
Una opinión que nadie pidió, pero que muchos deberían considerar
Aunque nadie me lo ha solicitado, me permito compartir una reflexión —quizás incómoda— sobre la situación que atraviesa nuestro querido y cada vez más irreconocible Salento.
Todos, en algún momento de nuestras vidas, hemos sentido el deseo de vivir temporalmente en otro lugar, ya sea por necesidad, placer o negocios. Y en ese otro lugar, por lo general, ya existe una comunidad que, con sus costumbres y ritmos propios, ha aprendido a vivir en equilibrio. Salento no ha sido ajeno a ese fenómeno. También nosotros, los salentinos, nos hemos visto desplazados, lentamente, por una transformación que pocos previeron, muchos celebraron y casi nadie supo manejar.
Lo que leerá a continuación puede incomodar a más de uno. Pero si no se siente aludido, no hay razón para tomárselo como un ataque personal. Lea, si le parece, y reflexione si aún está a tiempo de corregir el rumbo.
Todo cambio trae consigo tanto beneficios como perjuicios. Y en el caso de Salento, la alta llegada de foráneos a lo largo de los años ha producido una metamorfosis tan profunda como conflictiva. Para algunos, estos vientos trajeron progreso; para otros, fueron la antesala de la decadencia. En mi caso, reconozco que al principio vi con buenos ojos ciertos cambios, hasta que la marea rebasó el límite de lo saludable.
Hace unos años, señalábamos a los “hippies” —o mal llamados artesanos, sin querer menospreciar tan noble oficio— como responsables de traer consigo ciertos vicios, especialmente el consumo abierto de ma*****na, y con ello el relajamiento de normas sociales que antes regulaban, al menos simbólicamente, la convivencia. No se trata de negar que ya existía consumo, pero sí de advertir que con la llegada masiva de nuevas formas de vida, muchos jóvenes encontraron en esa cultura una excusa para abandonar los valores que alguna vez sus mayores intentaron inculcarles.
Después vinieron los extranjeros, los “inversionistas”, con sus hoteles, hostales, ecoalbergues y restaurantes. Llegaron al calor del auge turístico, sin consideración por la escala ni la identidad de nuestra comunidad. Su promesa de desarrollo terminó alterando nuestras costumbres y transformando el alma del pueblo. Muchos jóvenes de entonces —hoy adultos— se dejaron seducir por ese nuevo modelo de vida, lo adoptaron como propio y, en el proceso, perdimos más de lo que ganamos.
Mientras discutíamos sobre a quién culpar, dos fenómenos avanzaban en silencio. Por un lado, más y más extranjeros se apropiaban de nuestro terruño, disfrazando de progreso lo que era, en realidad, desplazamiento cultural. Por otro, empezamos a sentir los efectos de la crisis migratoria venezolana. Muchos hermanos del vecino país llegaron buscando una segunda oportunidad, y fueron bienvenidos. Pero no podemos ignorar que otros tantos —y esto es innegable— se sumaron a la cadena de deterioro que ya estaba en marcha, replicando aquí prácticas sociales ajenas a nuestra tradición. En conjunto, todos estos grupos llegaron, se establecieron, formaron familias, y con el tiempo, lograron un arraigo tan profundo que hoy muchos salentinos nos sentimos extranjeros en nuestra propia tierra. Casos hay muchos, pero basta recordar el más reciente conflicto con ciudadanos israelíes para dimensionar la magnitud del fenómeno.
A esto se suma un proceso político nacional que ha calado en lo más profundo de nuestra juventud. En paralelo con la transformación local, la retórica nacional —cada vez más populista, vacía y emocional— fue moldeando mentes vulnerables que absorbieron sin filtros discursos grandilocuentes, cargados de promesas imposibles. La juventud, ya influenciada por nuevas costumbres, adoptó esas ideas como si fueran propias, perdiendo conexión con la historia y el carácter de su propia comunidad.
Ese es, en buena parte, el drama actual de Salento: la imposición de costumbres que no son nuestras, que no sentimos como propias y que —aunque nos obliguen a tolerarlas— difícilmente arraigarán.
Gracias por leer este artículo. Pronto publicaré un nuevo y seguramente polémico escrito, que quizás le dé a algunos una excusa para llamarme “iletrado”. Lo asumo con gusto: prefiero la crítica sincera al silencio cómplice. Diego Fernando Lopez Papu Juan Diego Lozano Periodista Juan Carlos Berrio Galvez