26/06/2025
El Juramento de Carepa Antioquía
El año 2000. Urabá. Un nombre que se clavaba como una espina en el alma. Yo era apenas un cabo segundo, recién salido de la escuela con mi flamante título de enfermero de combate, y la tierra que pisaba estaba empapada de sangre y desesperación. Cada patrulla era un salto al vacío, cada ráfaga de fusil un recordatorio de lo frágil que era la vida.
Pero fue en el alto Carepa donde la guerra tomó un rostro diferente, uno que me desgarró por dentro y me reconstruyó. Mi botiquín, ese pequeño cofre de esperanzas, era mi único consuelo mientras caminaba entre las ruinas de vidas destrozadas. Los enfermos, con sus cuerpos consumidos por la malaria o el miedo, y los desplazados, con el terror grabado en sus ojos, eran mi única misión.
Recuerdo una tarde, el sol tiñiendo de un rojo cruel el horizonte, cuando una anciana, con la piel curtida como pergamino y la voz apenas un susurro, me tomó la mano. Me llamó "doctor", y en esa palabra, en esa mirada de súplica y fe, sentí el peso de un juramento no escrito. "¿Doctor?", le respondí, con la garganta apretada. "Soy solo un enfermero... uno que trata de hacer lo que puede."
Pero en mi interior, algo más profundo se movía. No era solo un enfermero; era una promesa, un bastión de humanidad en un in****no. Cada herida que limpiaba, cada fiebre que lograba bajar, no era solo un acto médico; era un desafío a la brutalidad, un grito silencioso de que la vida, a pesar de todo, se aferraría. Mis manos temblaban a veces, sí, pero nunca dudaban. Porque en Carepa, bajo el cielo implacable de Urabá, descubrí que mi verdadero grado no estaba en mi uniforme, sino en la compasión que me negaba a dejar morir.