15/10/2025
Aunque la lluvia es sagrada —porque del cielo viene y la tierra la espera—, hay veces que cae con coraje, como si tuviera cuentas pendientes con uno.
Así fue aquel temporal.
El cielo amaneció plomizo, las nubes negras como queriendo tragarse el cerro. Y antes de que diera tiempo de recoger la cosecha, se soltó el aguacero. No fue lluvia de bendición, fue tormenta con rencor.
El agua caía con tanta furia que hasta los surcos parecían llorar. El maíz que ya estaba seco se empapó otra vez, las mazorcas se hincharon, se pusieron negras, y al tercer día ya olían a podredumbre.
El río, que antes bajaba manso, se salió de su cauce y corrió llevándose cercas, gallinas y esperanzas.
Yo, parada en medio del lodazal, veía cómo flotaban las hojas del maíz, y sentía que se me iba el alma junto con ellas.
Créamelo, se lo juro por Diosito santo, me quedé ahí, con los brazos cruzados, con el corazón deshecho, mirando lo que tanto trabajo nos costó sembrar.
No hay dolor más grande que ver perder lo que uno cuida con tanto esfuerzo.
Y como si no bastara el temporal, la chamaca empezó con esa tos fea, de esas que parecen que le arrancan el alma.
De noche, se me despertaba asustada, buscando aire, abriendo la boca como pez fuera del agua.
Yo la abrazaba fuerte, sobándole la espalda, rezando bajito para que no se me fuera en los brazos.
Los médicos del pueblo dijeron que era asma, que si los polenes, que si la humedad, que si los bichos del campo.
Yo nomás pensaba en el aparato ese que echa humo, “nebulizador” le dicen, que costaba más que todo lo que teníamos junto.
Y ancina fue como me vio la gente del pueblo, caminando bajo la llovizna, con el rebozo empapado y los pies llenos de lodo, rumbo a la botica de doña Minerva.
—Por favorcito, déjeme fiadas las medicinas —le supliqué—. Mire que mi niña se me ahoga, le juro por ella que se lo pago en cuanto vendamos alguito de lo que quedó de la cosecha.
Ella, toda empolvada y perfumada, con los dedos llenos de anillos, me miraba como quien ve un perro mojado en la puerta.
Negaba con la cabeza y ni siquiera me dejaba hablar.
Y mientras me daba la espalda, me soltó, con esa lengua que no conoce la compasión:
—Yo no sé para qué traen hijos al mundo si no tienen dinero para criarlos.
Sentí que se me rompía algo por dentro. Me ardió el alma.
No sé si fue la vergüenza o la impotencia, pero me temblaban las manos.
Ahí me quedé, con mis trescientos pesos arrugados y los ojos llenos de lágrimas que no quise soltar frente a ella.
Salí caminando despacito, con el alma partida.
Pensaba en mi niña, con sus ojitos hinchados de tanto toser, mirándome desde la cama, preguntando si ya iba a poder respirar bien.
Pensaba en mi marido, que se levanta cuando todavía cantan los gallos, con el machete al hombro y la esperanza en la mirada.
Pensaba en cómo la gente juzga sin saber lo que cuesta mantener la dignidad cuando se es pobre, pero honrado.
Esa noche, mientras afuera el agua seguía cayendo y el viento silbaba entre las rendijas de la casa, mi niña me decía bajito:
—Mamá, ya no quiero que llueva… me duele el pecho.
Y fue entonces que mi marido se levantó del petate, con la mirada firme y los puños cerrados.
—Ahorita vengo —me dijo—. Voy a vender el b***o o la yegua, aunque me quede sin ellos pa trabajar.
Salió con la ropa húmeda, cubriéndose con el sombrero, rumbo al pueblo.
El lodo le llegaba a las rodillas, pero no se detuvo.
Llegó con don Ramón, el panadero, ese hombre bueno que siempre huele a harina y café de olla.
—Cómprame el b***o, don Ramón. Ocupo pa las medicinas de mi hija. Doña Minerva no me quiso fiar y se me muere la chamaca del asma.
Don Ramón lo miró, se limpió las manos en el delantal y suspiró hondo.
—No, compadre, el b***o no se vende. —Le puso la mano en el hombro—. Aquí tiene lo que ocupa. Y que Dios le sane pronto a su niña.
Mi marido regresó con el b***o, con la yegua y con el dinero justo pa comprar el aparato.
Yo lloré sin decir palabra.
Fui de nuevo a la botica, con el dinero en la mano y la dignidad más alta que nunca.
Y cuando me vio entrar, doña Minerva bajó la mirada. Yo no.
Porque ser probe no es vergüenza. Vergüenza es tenerlo todo y no tener corazón.
Esa noche, cuando encendimos el aparato y mi niña respiró tranquila por primera vez en días, el cielo se aclaró.
La luna salió entre las nubes y se reflejó en los charcos, como si nos guiñara un ojo.
Yo la miré y le dije bajito:
—Gracias, Diosito… no por el dinero, sino por la gente buena que todavía queda.
Porque ser probe no es cuestión de dinero.
A veces es cuestión de alma…
y en eso, nosotros somos rico.
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