
06/07/2025
Por Atarrayo Olaya
La creciente del río Magdalena no solo desbordó su cauce: desbordó también la capacidad institucional para anticipar, gestionar y mitigar sus impactos.
Desde el mes de abril, el IDEAM había emitido alertas tempranas sobre un incremento significativo en los niveles de precipitación en la región andina y en la cuenca alta del río Magdalena, asociado a la persistencia del fenómeno de La Niña. Entre abril y junio, el departamento del Huila registró acumulados pluviométricos entre un 30 % y un 40 % por encima del promedio histórico, lo que provocó una saturación progresiva del perfil del suelo y redujo su capacidad de infiltración, que también se atribuye a una variabilidad climática extrema en el marco del cambio climático. Al iniciar julio, los suelos se encontraban en un estado de saturación hídrica crítica, con escasa capacidad de retención adicional. Esta condición generó un aumento considerable en los escurrimientos superficiales hacia el sistema hidrográfico. El río Magdalena, como eje articulador de una densa red de afluentes provenientes de las cordilleras Central y Oriental, recibió la carga hídrica acumulada de múltiples subcuencas, incrementando su caudal hasta alcanzar niveles hidrológicamente críticos.
No obstante, el río Magdalena presenta características morfológicas e hidrológicas que lo distinguen de otros cursos fluviales de menor escala. A diferencia de las cuencas hidrográficas de pendiente pronunciada, corta extensión y morfología encañonada, propensas a crecidas súbitas, el Magdalena posee una cuenca de gran extensión, con valles amplios, curvas naturales en su cauce y zonas de inundación que, en condiciones naturales, le permiten autorregularse. En su estado natural, el río mantiene un equilibrio ancestral con el paisaje: crece, inunda, se retira, fertiliza. Su capacidad de autorregulación depende de su libertad para fluir, expandirse y respirar.
Sin embargo, ese equilibrio fue roto. Con la construcción de las represas de Betania y El Quimbo, el Magdalena fue transformado en un sistema de contención y descarga, sometido a decisiones técnicas operadas por Enel Colombia. Los embalses regulan el caudal no en función de los ritmos ecológicos del río, sino de la demanda energética nacional. Al regular el caudal con criterios energéticos, económicos y no ecológicos, los embalses modifican los pulsos naturales del río, disminuyen su capacidad de amortiguación y amplifican los efectos de lluvias extremas, especialmente cuando deben liberar agua de forma repentina. Lo que antes era una creciente natural, ahora se convierte en una emergencia.
En este contexto, ambos embalses alcanzaron el 100 % de su capacidad operativa durante el pico invernal. Ante el riesgo de colapso estructural, Enel Colombia decidió abrir compuertas para liberar presión, lo cual incrementó súbitamente el caudal del Magdalena aguas abajo. Aunque la operación fue técnicamente “controlada”, sus consecuencias fueron inmediatas: desbordamientos, evacuaciones, pérdida de viviendas, cultivos y animales en municipios como Aipe, Campoalegre, Gigante, Hobo y Neiva.
Uno de los hechos más graves fue la falta de coordinación entre la empresa y las autoridades locales. A pesar de que el incremento de lluvias ya había llevado los embalses a su máxima capacidad, la apertura de compuertas se realizó sin alertas tempranas efectivas ni articulación previa con las poblaciones aguas abajo. El caudal liberado, aunque “seguro” para la infraestructura, no lo fue para la gente. En la práctica, se trató de una descarga hídrica que priorizó la protección de la represa sobre la seguridad de las comunidades ribereñas. Esto es especialmente grave si se tiene en cuenta que el Huila es el único departamento del país con dos represas consecutivas en la misma cuenca, El Quimbo y Betania consideradas como “infraestructura estratégica” para la generación de energía: son también potenciales amenazas y no existen planes de contingencia. Según los relatos de comunidades ribereñas, el río Magdalena no había alcanzado niveles tan altos en la historia reciente, ni siquiera en crecientes pasadas. Esto indica que la presencia de las represas influyó en la magnitud de la emergencia, al haber alterado el flujo natural del río.
La creciente también evidenció la debilidad estructural del aparato institucional. Aunque existen comités de gestión del riesgo y mapas de amenaza, la falta de recursos, coordinación y acción anticipada convirtió la emergencia en una catástrofe. La Gobernación del Huila y los municipios activaron sus protocolos cuando el agua ya estaba dentro de las casas. No hubo una estrategia integral de monitoreo, prevención y respuesta, ni una política clara de corresponsabilidad con las empresas hidroeléctricas. Los sistemas de monitoreo existen, pero no están conectados de forma efectiva con las comunidades. La reacción fue tardía, fragmentada y enfocada más en contener daños que en evitarlos. Lo ocurrido demostró que el sistema institucional no está preparado para actuar con eficacia ante eventos previsibles. ¿Quien responde?
La creciente del río Magdalena no fue solo una emergencia climática. Fue una advertencia. No fue el río el que se desbordó, sino nuestra capacidad de comprenderlo y de convivir con él. El río sigue su curso, como siempre lo ha hecho. Pero durante décadas lo hemos intervenido en nombre del desarrollo: alteramos sus ciclos, bloqueamos sus pulsos naturales, fragmentamos su cauce e invadimos las zonas que necesita para expandirse, regularse y sostener la vida. Lo transformamos en una máquina, olvidando que es un ecosistema. Un llamado urgente a repensar nuestra relación con el agua, con el territorio y con los límites que impone la naturaleza cuando la ignoramos.