
13/08/2025
Hoy 13 de Agosto se celebra el Día del Zurdo. Un día que, para muchos, es solo una curiosidad, pero para otros es un recordatorio de una lucha silenciosa que empezó en su infancia.
El padre de Mateo nació en 1953, en un pueblo donde las campanas marcaban el inicio de la jornada escolar y las paredes de la escuela olían a tiza y madera húmeda. Desde pequeño, descubrieron que todo lo hacía con la mano izquierda: dibujar, comer, lanzar una piedra… y sobre todo, escribir.
Pero en aquella época, eso no era bien visto.
Ser zurdo era, para muchos, un defecto que había que corregir.
El primer día de escuela, la maestra, una mujer estricta de moño apretado, lo observó mientras escribía su nombre con una caligrafía torpe pero orgullosa.
—No, no, no, niño —dijo frunciendo el ceño—. Con esa mano no.
—Pero… es mi mano buena, señorita —respondió él, confundido.
—Aquí se escribe con la derecha. La izquierda es la mano del diablo.
Mateo, que entonces tenía 6 años, miró sus dedos como si acabara de descubrir que había algo malo en ellos.
Los días siguientes fueron un tormento. Cada vez que intentaba escribir con la izquierda, la maestra lo golpeaba suavemente en los nudillos con una regla de madera. Hasta que un día, decidió ir más lejos: le ató la mano izquierda a la espalda con un pañuelo.
—Así aprenderás —dijo con voz fría.
Él trataba de formar las letras con la mano derecha, pero las palabras salían torcidas, bailando como si quisieran escapar del cuaderno.
—Eres torpe, Mateo. ¡Más esfuerzo! —repetía la maestra.
En casa, su padre, un hombre de pocas palabras, lo observaba en silencio. Una noche, mientras cenaban, Mateo se animó a hablar:
—Papá… en la escuela no me dejan usar esta mano. Dicen que está mal.
El hombre dejó el tenedor, lo miró a los ojos y, con una voz grave, le dijo:
—Hijo, no hay mano mala si es la que te dio Dios. Ellos no entienden, pero tú no dejes que te roben lo que eres.
A escondidas, por las noches, Mateo practicaba con la izquierda, dibujando letras en la tierra del patio, iluminado por la luz amarilla de una lámpara de queroseno. Allí, sin que nadie lo juzgara, sus palabras fluían limpias y seguras.
Pasaron los años. Mateo aprendió a escribir con ambas manos: la derecha para el mundo, la izquierda para su verdad. Pero nunca olvidó la sensación de tener la mano atada, como si hubieran intentado atar también su espíritu.
Hoy, cada vez que ve a su nieta escribir libremente con la izquierda, sonríe y le acaricia los dedos.
—¿Sabes? —le dice con una voz que mezcla orgullo y melancolía—. Antes, a los zurdos nos querían enderezar… pero algunos de nosotros aprendimos a escribir con el alma, no con la mano.
(Esta historia va dedicada a mi padre Antonio, quien me contó la historia de cuando iba al colegio… y que fue un gran jugador de frontón gracias a su zurda.)