
23/09/2025
Una mujer puede perdonarte mil veces, tragarse tu indiferencia como si no le doliera, guardar silencio frente a tus desplantes, llorar en silencio por las faltas de respeto, aprender a dormir con la frialdad de tus abrazos que ya no abrigan. Ella se puede convencer, una y otra vez, de que tal vez mañana cambies, de que quizás regreses a ser aquel hombre que un día le prometió el mundo con una mirada.
Pero llega un punto en el que ya no puede más. Llega un día en el que se mira al espejo y se da cuenta de que esperar tanto la está matando por dentro, de que su sonrisa ya no es suya, de que su fuerza se está gastando en sostener lo insostenible. Y cuando ese día llega… no hay marcha atrás.
Ahí ya no importan tus promesas vacías, tus disculpas repetidas, ni tus intentos de bajarle el cielo y ponérselo en las manos. Porque ella entiende que las estrellas no se mendigan, que el amor no se ruega, que la dignidad no se negocia.
Una mujer que soportó todo, que aguantó más de lo que cualquiera hubiera aguantado, cuando decide irse, no lo hace por capricho, lo hace por supervivencia. Y cuando se va… se va de verdad. Y aunque le llores, aunque le supliques, aunque te arrodilles con la luna en las manos… no va a volver. Porque entendió que su vida vale más que esperar a alguien que nunca supo estar.
Y esa es la mayor lección: que un día, sin previo aviso, una mujer cansada se convierte en una mujer libre. Y una vez que prueba esa libertad, jamás vuelve atrás.