25/01/2025
"Los Cuatro Tesoros de la Infancia"
“Samuel, Rafaella, vengan, les voy a contar una historia especial de cuando yo era niño. Es sobre los cuatro tesoros más grandes que tuvimos para jugar: las canicas, los tazos, el trompo y el carro de rulimanes.”
Los dos se acercaron rápido, con esas miradas llenas de curiosidad que tanto me encantan. Me acomodé bien y empecé.
“Cuando tenía su edad, en las tardes después de la escuela, todos los niños del barrio nos reuníamos en la plaza. No había teléfonos ni consolas; nuestros juegos eran simples, pero mágicos. Cada uno de nosotros llevaba algo especial, pero pocos podían dominar los cuatro tesoros.”
La Pantera de las Canicas
“En los juegos de canicas, yo tenía una canica legendaria: la Pantera. Era negra con líneas brillantes como si tuviera relámpagos atrapados dentro. Para ganar, había que apuntar bien y golpear las canicas de los demás, haciéndolas salir del círculo. Todos querían ganarme la Pantera, pero yo siempre la cuidaba con tanto cariño que parecía que tenía suerte. Recuerdo un día que gané tantas canicas que apenas podía cargarlas. ¡Fue como encontrar un tesoro escondido!”
Los Tazos Voladores
“Los tazos eran otro mundo. Había tazos de dibujos animados y hasta de personajes mágicos. Mi favorito era uno con un águila dorada. En los torneos, debías lanzar tu tazo contra los de los demás y lograr voltearlos. Había un truco: si lo lanzabas con el borde justo y la fuerza adecuada, podías voltear más de uno a la vez. Una tarde gané tantos tazos que me convertí en el campeón del barrio… por una semana, porque después perdí casi todos. ¡Así era el juego!”
El Trompo Guerrero
“Ahora, el trompo era especial. Yo tenía uno de madera que mi abuelo talló con sus propias manos. Lo pintó de rojo y le puso una punta de metal que brillaba al girar. En los duelos, dibujábamos un círculo grande en la tierra, y el objetivo era lanzar tu trompo para empujar al de los otros fuera del círculo. Mi trompo se llamaba ‘El Guerrero’, porque siempre aguantaba los golpes y seguía girando. ¡Qué emocionante era verlo bailar en la tierra!”
El Carro de Rulimanes
“Y luego estaba el carro de rulimanes. ¡Ah, esa sí era una aventura! Construíamos los carros con madera, clavos y las ruedas de rulimanes viejos. El reto era lanzarnos cuesta abajo por las calles del pueblo. Entre más rápido ibas, más divertido era, aunque también más peligroso. Una vez, mi carro chocó contra una roca y terminé todo polvoriento, pero ¿saben qué? Fue el mejor día de mi vida. Todos los niños me ayudaron a arreglar el carro, y después seguimos jugando hasta que la noche nos cubrió con su manto.”
Me detuve un momento y miré a Samuel y Rafaella, que estaban completamente atentos.
“¿Y qué pasó con esos tesoros, papá?” preguntó Rafaella.
“Bueno, aún los recuerdo como si los tuviera aquí conmigo. Pero lo más importante no eran los juegos, sino las risas, los amigos y las aventuras que vivimos juntos. Esos momentos me enseñaron que no necesitas cosas caras para ser feliz; solo necesitas imaginación y buenos amigos.”
Samuel sonrió y dijo: “Papá, ¿podemos hacer un carro de rulimanes contigo?”
“Claro que sí, hijo. Tal vez podamos construirlo este fin de semana. Y quién sabe, quizás un día les enseñe cómo girar un trompo o jugar a las canicas. Pero primero, tendrán que encontrar su propia Pantera.”