01/01/2024
Sentado en la banca de aquel parque, Mr. Bean recordó la serie de pequeñas pesadillas que fueron minándole el sueño, la noche anterior, y la anterior, y la anterior. Antes de salir a la calle se había visto en el espejo y su semblante era otro, había cambiado, sus ojos habían perdido brillo.
Miró su ropa, siempre la misma, miró a su osito Teddy y francamente le pareció que tener un osito a su edad, -una edad en la que era mejor mirar sus niveles de colesterol, sus ritmos cardíacos y pensar en un seguro de gastos médicos mayores- era algo bastante lastimero. Un p**o oso de felpa ahora ya no le hacía nada de gracia, pero lo cierto es que Teddy había sido su único amigo, su gran compañero de viajes, el único ser que había estado con él en cada Navidad, en cada nochevieja, en cada Añonuevo. Pero era triste. Ese oso había acumulado más polvo y bicjos que nada, los ojos se le habían caído, daba más lástima que ternura. Vaya mi**da.
Mr. Bean pensó, taciturno y callado, que aquel sitio donde llevaba viviendo más de treinta años era patético, triste, gris. Ridículo.
¿Qué habías hecho con tu vida, Mr. Bean?, pensaba. ¿Adónde has llegado con todo esto? De pronto se animaba pensando en que era un personaje conocido por todo el mundo. Qué bien se había sentido cuando aquellas personas de la TV un día tocaron a su puerta y le propusieron grabar su vida, qué bien se sentía. Su vida en 15 episodios. Era una celebridad, sin duda, pero estaba solo.
Se sintió como el im***il más grande del mundo al recordar que millones de personas miraron a través de sus televisores la manera de cómo perdía a Irma, el más grande amor de su vida. Y vaya que la gente se reía, aunque no con algún dejo de lástima.
Mr. Bean, llevas más de treinta años dando risa... Y lástima.
Quiso incursionar como policía, incluso como agente del Servicio Secreto Británico, y lo logró, pero después se dio cuenta de que ese logro no era más que otro bodrio televisado para mostrarle al mundo su torpeza.
Constantemente pensaba en Irma, su sonrisa, sus detalles e indiscutibles señales de amor incondicional; tan incondicional, que era capaz de aguantar todas y cada una de sus estupideces, sin mencionar sus rancias astillas de egoísmo.
Fuiste un egoísta con ella, Mr. Bean, pensaba.
Y muchas noches pensó en buscarla. Mientras su popularidad subía como la espuma como el im***il del pueblo, ella decidió casarse -muy probablemente- con la persona que -apenas- le pudiese brindar un poco de cariño. Lo último que supo es que tuvo dis hijos, se divorció y estuvo acudiendo a un centro para alcohólicos.
Podrías buscarla, Mr. Bean, pensaba.
Pero, ¿qué le dirías?, nunca has sido un hombre que use las palabras.
El tiempo había transcurrido cruelmente.
La noche anterior encontró en la TV, después de haber cenado solo, como en todas las noches viejas, los 15 capítulos de tu juventud maltrecha: la cita con el dentista, tus vacaciones en aquel hotel, las compras en tiendas con ofertas de año nuevo, los juegos de golf, el bebé que te acompañó al parque de diversiones, tus idas a la piscina, etc., etc., etc.
Todas esas cosas que daban risa, y que a él lo hicieron llorar hasta que se quedó dormido.
Tal vez busque a Irma, piensa.
Tal vez.
De pronto llega un hombre al mero estilo inglés y se sienta a un lado, y sacando un paquete, un sándwich, manifiesta que tomará su lunch.
Mr. Tiene todos los ingredientes -metidos en su chaquetón- para armarse un buen bocadillo de anchoas.
Pero en lugar de ello, Mr. Bean dice: "Ya basta", y saca una petaca metálica, la abre y le da un trago, es Whisky. Le ofrece al compañero de banca que, con los ojos casi desbordados en llanto, le dice: Gracias.
Todo mundo aplaude.
-----Alejandro Barron