Jeda Clavo Novelas

Jeda Clavo Novelas Creadora de novelas románticas y relatos cortos.

Cuando abrió los ojos, alguien dijo: "Su esposo está en camino."Ella no tenía esposo.Pero el mundo entero aseguraba lo c...
30/11/2025

Cuando abrió los ojos, alguien dijo: "Su esposo está en camino."

Ella no tenía esposo.
Pero el mundo entero aseguraba lo contrario.

El problema no era que la confundieran con otra mujer…
El problema era que no tenía forma de demostrarlo.

Y cuando quiso escapar, él la advirtió con voz baja y peligrosa:

—Si te vas, te quito hasta el derecho de respirar.

💍 La Esposa Equivocada del CEO
La mentira que se volvió destino.
El enemigo que se volvió deseo.

Disponible en Buenovela.

Mi padre me despreció… y ahora que soy famoso me busca. Jeda Clavo No sé en qué momento mi vida cambió.Tal vez fue el dí...
24/11/2025

Mi padre me despreció… y ahora que soy famoso me busca.

Jeda Clavo

No sé en qué momento mi vida cambió.

Tal vez fue el día en que toqué por primera vez una pelota y sentí que era lo único que me hacía libre. O a lo mejor fue mucho antes, cuando mi madre decidió no rendirse, aunque todos le dieron la espalda.

Me llamo Diego Ramírez, tengo dieciséis años, y hoy juego en el “Fútbol Club Barcelona”.

Cuando entro a la cancha y escucho el rugido del estadio, siempre pienso en ella: en mi madre, Fátima.

Porque si alguien merece los aplausos, es ella, no yo.

Mi madre tenía apenas 18 años cuando él apareció.

Ese “él” que después sabría que fue mi padre.

Ella siempre me contó su historia sin odio, pero con una tristeza que dolía más que cualquier insulto.

Me decía que era joven, ingenua, que creía en el amor y que él, “‘Pedro” así se llamaba mi progenitor, sabía exactamente qué palabras usar para calentarle la oreja.

Era un hombre mayor que ella por 10 años experimentados, de esos que saben envolver a una mujer con halagos.

Le decía palabras que destilaban dulzura, le llevaba flores, la buscaba todos los días al salir de sus clases y la llenaba de promesas.

Y ella, con el corazón abierto, terminó creyendo que había encontrado al hombre de su vida.

Salieron juntos por semanas. Y una noche, esa noche que mi madre recuerda como el principio y el fin de su inocencia, él le dijo que la amaba.

Ella, con la mirada brillante, le creyó.

Y al día siguiente, ya no volvió a buscarla.

Pasaron los días, luego las semanas, y la ausencia se hizo costumbre.

Hasta que una mañana, con náuseas y mareada, con el corazón acelerado, mi madre comprendió que algo crecía dentro de ella.

Era yo.

Me contó que temblaba mientras sostenía la prueba en sus manos, que lloró de miedo y esperanza al mismo tiempo. Y lo llamó.

Y cuando al fin él respondió, solo le dijo:

—Eso no es problema mío. Yo no tengo nada que ver contigo.

Y cortó.

Ella se quedó en silencio, mirando el teléfono.

No la buscó, no supo nada de él y desapareció.

Después vino el verdadero golpe: sus padres.

Le contó la verdad. Les dijo que estaba embarazada.

Y en lugar de apoyo, encontró rechazo.

Su padre, mi abuelo, le gritó que había deshonrado a la familia, que no podían cargar con su vergüenza.

Y aunque su madre lloró, pero no hizo nada por detenerlo.

Esa noche, mamá salió de la que había sido su casa con una maleta, un vientre pequeño y un corazón destrozado.

Tenía 18 años y ninguna certeza.

Pero me tuvo a mí.

Trabajó lavando ropa, limpiando casas, fregando pisos de día. Después encontró trabajo de mesera en un restaurante y de noche, seguía estudiando.

Dormía poco, comía menos.

A veces, me contaba, se acostaba con el estómago vacío, pero con la mano sobre su vientre, prometiéndome que todo iba a estar bien.

Y cumplió.

Cuando nací, me llamó Diego, “porque significaba fuerza y destino”, decía.

Y desde ese día, su vida giró en torno a mí.

Crecí viéndola luchar.

Nunca la escuché quejarse.

Ella es de esas mujeres que se rompen por dentro pero sonríen igual, como si nada doliera.

A los seis años, le pedí una pelota.

No podía comprarla.

Así que me trajo una hecha con medias viejas.

“Empieza con eso, campeón”, me dijo.

Y yo lo hice.

Jugaba en el patio, en la calle, en el lodo, en cualquier parte.

Los vecinos me apodaron “el rayo”, porque no paraba ni un segundo.

Ella me miraba desde la ventana, con una mezcla de miedo y orgullo.

Cuando cumplí diez años, una tarde cualquiera, un hombre que pasaba me vio jugar.

Era entrenador de una escuela local. Le pidió a mi madre permiso para inscribirme.

Ella no tenía dinero, pero el hombre le respondió.

—Este chico no necesita pagar. Solo necesita jugar.

Así empezó todo.

Entrenaba hasta el anochecer.

Corría descalzo a veces, pero con el alma encendida.

A los doce años, gané mi primer campeonato escolar.

Mi madre lloró tanto ese día que creí que no le quedaban lágrimas.

A los trece, un cazatalentos del Barcelona, me vio en un torneo juvenil. Y nos llamó.

Dijo que quería llevarme a España para probarme.

Mi madre pensó que era una broma.

Pero no lo era.

Cuando llegamos, lo recuerdo todo: el olor del césped, el peso de los tacos nuevos, el estadio gigante. Y el miedo.

El miedo de fallar. De fallarle a mi mamá.

Pero cada vez que me sentía pequeño, recordaba a mi madre con sus manos agrietadas por el jabón y el frío, doblando ropa hasta tarde para que yo pudiera estudiar y seguir adelante.

Ese pensamiento me daba alas.

A los quince años, tuve mi primer contrato profesional.

El más joven en hacerlo en mi categoría.

Cuando se lo conté, ella lloró en silencio, como mi madre, porque yo era menor de edad, firmó el contrato. Ese día apretó el documento entre los dedos.

—Sabía que lo ibas a lograr, hijo —me dijo.

Y yo le respondí.

—Esto es por y para ti, mamá. Todo.

Desde entonces, nuestra vida cambió.

De la habitación con goteras en nuestro país, pasamos a un apartamento pequeño, pero luminoso en Barcelona.

Podía llevarla a comer afuera, comprarle flores, y ella todavía se sonrojaba como una adolescente.

Y entonces, él volvió.

Una tarde, después de un entrenamiento, mi representante me dijo:

—Hay alguien esperándote afuera. Dice que es tu padre.

El corazón me dio un vuelco. Lo había escuchado nombrar tantas veces, pero nunca lo había visto.

Salí. Ahí estaba.

Cabello castaño tan parecido al mío, con algunas canas, mirada cansada, una sonrisa forzada.

—Hola, Diego —dijo con una voz que sonó extrañamente vacía—. Soy Pedro… tu padre.

Esa palabra me quemó. “Padre”. Qué fácil era decirla, y qué difícil ganársela.

Me contó que había sabido de mí por las noticias, por los programas deportivos.

Que se sentía orgulloso, que quería conocerme, recuperar el tiempo perdido.

Dijo que había cometido errores, que la vida le había enseñado.

Yo lo escuché en silencio. Y cuando terminó, le pregunté:

—¿Y dónde estabas cuando mi madre lloraba de hambre? ¿Cuándo decía que ya había comido solo para darme el pan completo a mi?

—Era joven, hijo, tenía miedo…

—¿Joven? Ella era mucho más joven que tú —reí amargamente—. ¿Miedo? ¿Crees que ella no lo tenía?

Él bajó la cabeza.

—Quiero pedirte perdón. Quiero ser parte de tu vida.

Me levanté despacio. Tenía dieciséis años, pero la rabia me hacía sentir más viejo.

—Tarde llegaste —le dije—. Cuando era niño, solo tuve una persona a mi lado, y no fuiste tú.

Él quiso decir algo, pero no lo dejé.

—No necesito un padre. Ya tengo todo lo que necesito.

Y lo señalé con el corazón.

—Tengo a la mujer que me dio la vida, que se ensució las manos para darme pan, que se partió el alma para que yo llegara hasta aquí. Ella fue madre y padre. Y tú… solo un desconocido.

El silencio se hizo largo.

Sus ojos se llenaron de lágrimas, pero ya era tarde. Porque el amor, cuando se abandona, no vuelve igual.

Me di la vuelta y entré al coche que me llevaría a casa. No miré atrás.

Cuando llegué a casa, mi madre estaba viendo un partido mío grabado en la televisión.

Al verme entrar, sonrió.

—¿Cómo te fue, campeón? —preguntó.

La abracé.

Sentí su olor a hogar, su calor, su amor infinito.

—Bien, mamá. Gané otra vez.

Ella rió sin entender el doble sentido.

Pero yo sí lo sabía.

Había ganado la batalla más grande: demostrar que no se necesita de quien te abandona para triunfar.

Esa noche, antes de dormir, la miré.

La vi sonriente, con la misma ternura de siempre.

Y me sentí orgulloso. Porque ella me enseñó que la sangre no hace familia.

Que la valentía no siempre se grita, a veces se cocina en silencio, entre lágrimas y esperanza.

Y que el amor más puro es el de una madre que elige quedarse, aunque todo la empuje a irse.

Hoy, cada vez que marco un gol, miro al cielo y pienso en eso.

En cómo de un rechazo nació una promesa.

En cómo de la soledad, nació mi fuerza.

Porque yo no tengo padre. Tengo a una mujer que fue capaz de levantarme del polvo con las manos vacías.

Y eso, para mí, vale más que cualquier apellido.


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 destacados
22/11/2025

destacados

"Ella es la tentación que puede destruir su apellido. Él es el peligro que puede destruir su mundo. Y aun así… no se sueltan.”

Los herederos de la mafia.
Disponible en Buenovela, Dreame, Novelago, PATREON y Wattpad.

No pueden perderse este estreno.
19/11/2025

No pueden perderse este estreno.

Próximamente

Sinopsis

Daliah Al-Badawi creía saber lo que era el amor.

El poderoso y enigmático Khalid Al-Sayeed, la había elegido a ella: la hija mayor, la tranquila, la elegante, la que nunca buscó llamar la atención.

Pero el amor no es suficiente cuando la envidia crece dentro de casa.

Su hermana menor, Amina, hermosa a primera vista y venenosa en el fondo, no soporta que Daliah tenga lo que siempre quiso.

Con ayuda de su madre, trama un engaño que termina destruyendo la noche de bodas, la confianza de Khalid y, finalmente, todo el futuro que Daliah soñaba.

Cuando Amina provoca la pérdida del hijo que Daliah esperaba… el mundo se derrumba.

Khalid, dominado por el dolor, la furia y la mentira, la repudia.

Rota y sin lugar donde ir, Daliah es salvada por Zaid Al-Fahim, el amigo más leal de Khalid, quien acepta casarse con ella para protegerla.

Un matrimonio sin caricias.
Sin exigencias.
Sin consumación.
Solo respeto.

Pero Zaid no esperaba enamorarse de la mujer que debía devolver.

Ni Khalid imaginó que perderla sería más doloroso que haberla repudiado.

Ahora ambos hombres luchan por ella.
Ambos la aman.

Ambos están dispuestos a destruirse por su corazón.

Y mientras la guerra entre ellos crece,
Amina continúa acechando en las sombras, decidida a impedir que su hermana sea amada por cualquiera de los dos.

En un mundo donde el honor pesa más que la verdad, donde un error puede condenar a una mujer para siempre,solo una decisión podrá cambiar el destino de todos.

¿Con quién se quedará Daliah?
Khalid, el amor ardiente que la marcó o
Zaid, la calma profunda que la sanó.

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Cuando el silencio grita Jeda Clavo. Parte 3.Vivir con Doña Elvira fue como aprender a respirar otra vez. A existir desd...
16/11/2025

Cuando el silencio grita
Jeda Clavo. Parte 3.

Vivir con Doña Elvira fue como aprender a respirar otra vez. A existir desde cero.

Yo tenía diez años cuando crucé la puerta de su casa temblando, con miedo hasta de mi sombra.

Ella me cuidó, me enseñó. Me dio un lugar en el mundo, pero nunca intentó reemplazar a nadie.

Nunca me dijo “hija”. Nunca me exigió nada, solo me dio algo que yo no nunca tuve: paz.

El proceso no fue rápido, ni fácil, porque las heridas viejas no sanan solo porque te vas de donde te hicieron daño, pero ella tenía una paciencia que yo no conocía. Y yo… yo tenía un miedo que ella tampoco conocía.

Los primeros meses la observaba como si fuera un animal acorralado.

No la dejaba acercarse demasiado, ni tocarme, ni hablarme en voz muy alta.

Si abría la puerta del cuarto sin avisar, yo saltaba.

Si tocaba mi hombro, me tensaba como una piedra.

—Aquí nadie va a hacerte daño —me repetía.

Yo quería creerle, pero creer es un acto de fe… y a mí hacía tiempo que me la habían roto.

Aun así, poco a poco, fui soltando los puños cerrados, la espalda rígida, las noches sin dormir.

Los años pasaron sin que me diera cuenta. Creí que nunca tendría algo parecido a una familia, pero ahí estaba: un techo, comida caliente, una cama, una mujer que me trataba como si yo sí importara.

Doña Elvira me enseñó a cocinar, a lavar, a planchar, a ahorrar monedas pequeñas “por si acaso”, a distinguir a la gente buena de la gente que huele a peligro.

Me enseñó cosas simples: cómo se tiende una sábana sin que se arrugue, cómo se corta una cebolla sin llorar demasiado, cómo se mira a los ojos sin bajar la cabeza.

A veces, cuando estaba muy concentrada enseñándome, yo la miraba y pensaba: “¿Esto será tener madre?” Pero me daba miedo decirlo en voz alta.

Yo tenía 15 años cuando su hijo regresó, había vivido esos años con su padre. Edgar, se llamaba, y ese fue el segundo cambio más grande de mi vida.

Lo recuerdo entrando con una sonrisa que parecía luz, una mochila al hombro, una maleta en la mano y una risa que llenó toda la casa.

Tenía ojos oscuros, vivos, y una voz cálida.

El primer día me miró como si yo fuera alguien interesante.

—¿Tú eres Brisa? —me preguntó.

Asentí.

No pude decir nada.

Él sonrió más.

—Mi mamá habla mucho de ti. Dice que la salvaste de la soledad.

Me quedé congelada. Nadie había dicho algo tan bonito sobre mí.

Desde entonces, Edgar empezó a buscarme.

A veces solo para conversar.

Otras veces, para ayudarme con algo que yo perfectamente podía hacer sola, pero que él insistía en hacer conmigo.

—No deberías cargar eso sola —decía, quitándome bolsas de la mano.

—No deberías andar descalza —me decía, dejándome unas sandalias nuevas.

—No deberías vivir sin música —río un día mientras me regalaba una pequeña radio.

Me dedicaba canciones. Canciones suaves, románticas, de esas que una niña de mi edad no entendía del todo… pero que hacen que el corazón le galope raro.

Y luego vinieron las cartas.

Cartas, con su letra fina, diciendo cosas como:

"Eres la sorpresa más bonita que encontré al volver."

"Me gusta cómo sonríes cuando no te das cuenta."

"No sé por qué, pero cuando hablo contigo, siento que el mundo se acomoda."

Yo nunca había recibido una carta.

Nunca me habían dicho cosas así, jamás había sido importante para nadie. Tampoco sabía cómo reaccionar a un hombre joven. No sabía qué parte de mí debía esconder. No sabía si debía correr o quedarme quieta.

Pero no corrí. Él me hablaba tan dulce, como si yo fuera su centro, como si tuviera derecho a ser algo más que una niña huérfana de madre viva. Me encantaban sus halagos, sus atenciones.

Además, estaba el esfuerzo de doña Elvira por unirnos, acrecentando más mi atracción por él.

— Edgar es buen muchacho. Él es trabajador.

Yo asentía en silencio. Pero diariamente eran constantes los elogios hacia su hijo.

—Brisa, yo no voy a durar para siempre. Tú no puedes quedarte sola. Tú necesitas a alguien que te quiera.

Así seguían pasando los días. Yo no buscaba un novio. No sabía lo que era eso.

Solo sabía que quería que Doña Elvira siguiera sintiéndose orgullosa de mí.

Y Edgar… Edgar sabía cómo llenar huecos.

—Tú mereces que te cuiden —me decía, acariciándome el pelo con ternura, acelerando los latidos de mi corazón.

Me decía palabras que me hacían sentir querida, especial.

Un día me trajo flores, flores de verdad, no recogidas del jardín. Flores compradas.

Para mí.

—Son para que sepas —me dijo— que alguien piensa en ti cuando no estás cerca.

Yo sentí ese temblor en el pecho que te dice que algo está cambiando.

Y cambió. Cuando cumplí 16, ya estábamos juntos.

O lo que yo entendía cómo estar juntos. Me tomaba de la mano. Me llevaba al parque. Me contaba sus sueños, me hablaba de un futuro donde yo no estuviera sola.

Y yo… yo me dejé querer. Porque no sabía que el amor podía tener dos caras.

Porque no sabía que la dulzura también puede esconder veneno.

Porque no sabía que las flores, a veces, terminan siendo la antesala de la espina.

Quedé embarazada de él antes de cumplir diecisiete.

Recuerdo el día exacto en que se lo dije. Estábamos sentados en el porche, él tocando una canción en la guitarra que decía que el amor todo lo puede.

Yo temblaba.

—Edgar —susurré—. Estoy embarazada.

Él dejó de tocar.

Me miró, primero sorprendido, luego confundido. Después… asustado, aunque no peligroso.

Se llevó las manos a la cabeza y dijo con voz cargada de emoción.

—Dios mío… Vamos a ser papás.

Y me abrazó, lloró, me prometió que me iba a cuidar. Que iba a trabajar más. Que tendríamos una casa y que mi hijo, nuestro hijo, nunca pasaría hambre.

Ese fue el día más feliz de mi vida.

Y también el principio del fin.

Doña Elvira lloró de emoción, me abrazó y me tocó la barriga contenta por su primer nieto.

Por unos meses, viví una ilusión, la ilusión más bonita y más cruel de todas cuando desperté a la realidad.

Edgar me traía comida que yo antojaba.

Me daba masajes en los pies cuando se me hinchaban.

Me llevaba al doctor cuando podía.

Me regalaba cartitas para “cuando el bebé naciera”.

Me decía cada noche.

—Voy a ser mejor que tu padrastro. No quiero ser tú, Rogelio. Solo quiero que seas feliz conmigo.

Yo le creí.

Porque necesitaba creerle.

Pero cuando nació la bebé… todo cambió.

Todo.

La noche en que la trajimos del hospital, Edgar estaba raro. Tenso.

Enojado sin razón. Como si la bebé le hubiera quitado algo.

A las pocas semanas empezó a gritar.

—¿Por qué llora tanto?

Yo me quedaba sorprendida por su reacción, parecía otro.

—¡Haz que se calle, Brisa! Tú no sabes hacer nada bien.

Luego vinieron los reproches.

—Me arruinaste la vida. Si no hubieras salido embarazada…

Quería refutarle, decirle que él fue quien estuvo detrás de mí, sonsacándome, pero me quedé callada y él siguió atacándome.

—Tú tienes la culpa de todo.

Y después de eso, los pleitos escalaron y llegó lo inevitable.

Los golpes.

Su mano grande dura, donde antes había flores.

Sus gritos, donde antes había canciones.

Sus insultos, donde antes había cartas.

La primera vez que golpeó la mesa, la bebé lloró tanto que se puso morada.

Yo me puse de rodillas rogando que no despertara a Doña Elvira.

La segunda vez, me empujó contra una pared mientras yo tenía la bebé en brazos.

Ahí empezó el verdadero in****no.

Y la tercera vez… la tercera vez, cuando le dije que si me seguía lastimando me iría, me amenazó.

—Si te vas, te quito a tu hija. Porque no tienes nada, y mi familia es conocida en esta ciudad, ningún juez te dará la custodia a ti.

—Edgar…

—¡TE LA QUITO! Y no la vuelves a ver. ¿Oíste? No sirves para ser madre.

—No… por favor…

—Inténtalo, Brisa. Intenta huir. Yo sé dónde encontrarte. Y tú sabes que no tienes a nadie.

Me quedé muda.

Porque era cierto.

No tenía a nadie.

Solo a ella. A mi bebé, sin embargo, sus palabras me dieron la fuerza, porque por ella… Tenía que irme.

Aunque doliera, aunque me matara el miedo.

Esa misma noche comencé a planear mi huida y meses después, empaqué mi valor y las cosas de mi hija. Solo eso.

Ni ropa, poco dinero, ni recuerdos. Tomé a mi hija en brazos. La envolví en una cobijita. Y salí, temblando, sangrando por dentro.

Huyendo otra vez. Como cuando tenía nueve.

Pero esta vez… con alguien a quien proteger.

Esta vez, no corría por mí.

Corría por ella, por mi hija. Por la única persona que me miraba sin miedo.

Por la única vida que dependía de mí.

Y aunque no tenía nada… Tenía algo que Rogelio no me pudo quitar, algo que Edgar tampoco me arrancaría. La fuerza de seguir viva y de luchar sin dejarme vencer.

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Cuando te vi con la maleta.Novelas Jeda Clavo.Cuando llegué a casa estaba demasiado silenciosa.No era el silencio normal...
15/11/2025

Cuando te vi con la maleta.
Novelas Jeda Clavo.

Cuando llegué a casa estaba demasiado silenciosa.

No era el silencio normal del domingo, ese que huele a café y tranquilidad… era otro. Un silencio afilado. Tenso. Como si algo hubiera pasado y yo todavía no lo supiera.

Empujé la puerta con el hombro, dejé las llaves en la mesa y llamé:

—Amor… ya llegué.

Nadie respondió.

Dejé la chaqueta en el espaldar del sillón y di dos pasos hacia la sala.

Y ahí fue cuando la vi.
La maleta.

La misma que usamos cuando viajamos a la playa.

Completamente llena. Cerrada. Al lado de la puerta.

Mi pecho se apretó.

—¿Qué es esto? —alcancé a decir.

Entonces la vi salir de la habitación con los ojos rojos y las manos temblando.

No estaba llorando, pero estaba en ese borde peligroso donde cualquier palabra te hace explotar.

—Me voy —dijo, sin rodeos.

No entendí nada.

—¿Cómo que te vas? ¿A dónde? ¿Por qué?

La vi tragar saliva, mirar hacia la ventana y decir algo que me atravesó como un cuchillo:

—Porque ya no me quieres. Porque hace tiempo que lo siento. Y no voy a quedarme esperando a que me lo digas a la cara. Prefiero ser yo quien tome la decisión.

Ante esas palabras me quedé helado, por un momento sentí las palabras atascarse por el n**o que se había formado en mi garganta.

—¿Quién te metió esa idea?

—Nadie —dijo bajito—. Lo siento en todo. En cómo me hablas. En cómo me miras. En cómo no me buscas como antes. En cómo no te importa si no llegas a tiempo y si ceno sola. No quiero seguir forzando algo que tú ya soltaste.

Di un paso hacia ella, pero alzó la mano.

—No te acerques… porque si te acercas, voy a quebrarme. Y yo no quiero rogarte que me quieras.

Eso me encendió la sangre.

—¿Tú crees que yo dejaría que hicieras esto? ¿Que te dejaría empacar tus cosas sin decir nada? ¿Qué te pasa?

—No puedes obligarme a quedarme —susurró—. Ya tomé la decisión.

—Ah, ¿sí? —me acerqué igual, ignorando su gesto—. Pues yo no tomé ninguna. Así que explícamelo. Ahora.

Sus ojos empezaron a llenarse de lágrimas, pero las aguantó con una determinación que me sorprendió. Parecías dura aunque frágil al mismo tiempo.

—Me cansé. Me cansé de darte todo lo que puedo y sentir que tú estás en otro lado. Me cansé de hablarte y que no escuches. Me cansé de sentirme invisible. Y me cansé de ser yo la única que cuida esto.

Respiré hondo.
No por calma, sino para no gritarle.

—Ok. Vamos por partes. ¿En qué momento te hice pensar que no me importas?

—Todos los días —respondiste sin pestañear—. Cuando estás aquí, pero no estás. Cuando tienes la cabeza en mil cosas menos en mí. Cuando tengo que adivinar si te pasa algo, porque ya no me cuentas nada. Cuando te pregunto qué sientes y te quedas mudo. ¿Quieres que siga?

Me quedé callado un segundo.
Solo uno.
Pero ella, con sus heridas abiertas, lo tomó como confirmación.

—¿Ves? —me dijo, y el llanto por fin se desbordó—. Ni sabes qué decirme. Por eso me voy.

Agarró la maleta. Y ahí sí perdí el aire.

—¡Suéltala! —ordené.

—Déjame ir.

—No.

—Por favor…

—¡He dicho que no!

Sostuve la maleta. No la toqué a ella, porque estabas tan delicada que un roce iba a hacerla colapsar.

—Vas a soltarla —repetí, más bajo.

—No quiero quedarme con alguien que ya no me quiere.

—Pues deja de decir estupideces —solté, con la voz quebrada—. Porque tú no tienes ni idea de lo que significas para mí.

Sus ojos subieron despacio hacia los míos, temblando.

—No me mientas —susurró—, por favor no sigas, déjame ir y cortar por lo sano y así tú puedas rehacer tu vida.

Ahí fue donde el dolor se transformó en rabia.
No hacia ella.
Hacia mí.
Por haberla hecho sentir así.

—Yo no miento —respondí—. Soy torpe, sí. A veces me encierro en mi cabeza, sí. A veces no sé decir lo que siento, sí… pero no me preguntes si te quiero. No después de todo lo que he hecho, de todo lo que he dado, de todo lo que he escogido renunciar, de todo lo que he peleado. No después de todas las veces que pude rendirme y no lo hice. No después de ti. No después de nosotros.

Su mano se aflojó sobre la manija.

Me acerqué despacio, con delicadeza, temía qué fueras a romperla.

—Tú crees que estaba distante… pero es porque últimamente me da miedo fallarte. Miedo de no ser suficiente. Miedo de que un día despiertes y te canses de mí. Y en vez de decírtelo, me callé. Me guardé todo. Y eso te hizo pensar que no te quiero. Ahí la cagué. Lo sé.

Su labio tembló.

—No sabía… —murmuró.

—Claro que no —dije, apoyando mi frente en la tuya—. Porque nunca te lo dije. Me callé justo lo que no debía callarme.

Rocé su mejilla con el pulgar.

—Pero entiéndeme una cosa: si yo alguna vez te dejo de querer, serías la primera en enterarte.

Sus manos bajaron, agotadas.

—Tenía tanto miedo… —susurró.

—Yo también lo tengo —admití—. Y si tú haces una maleta y te vas. Yo, hago otra y te persigo.

Ella soltó una risa rota.

—Eres insoportable.

—Y tú dramática. Mira nada más: una mudanza completa por no hablar conmigo dos días.

—No fueron dos días —reclamó suave—. Fueron meses.

Ahí me dolió y llo acepté.

—Tienes razón —respondí—. Y voy a arreglarlo. Pero no te vas a ir así. No hoy. Ni nunca. No por algo que se puede solucionar si me miras a los ojos un minuto más.

Guardí silencio.

Yo levanté la maleta con una mano.

—Esto no se mueve de aquí hasta que resolvamos lo nuestro.

—¿Y si no hay nada que resolver? —preguntó con miedo.

—Hay mucho que resolver —respondí—. Pero la primera cosa es esta: yo te amo. Y si tú no puedes verlo ahora, te lo voy a demostrar. Aunque me tome un día, un mes o el resto de mi vida.

Sus lágrimas cayeron al fin.
Y yo la abracé como si la estuviera recuperando de un accidente.

—No quiero perderte —susurró contra mi cuello.

—No me vas a perder —le prometí.

Se apretó contra mí. Y yo entendí que ahí, en ese abrazo, había mucho que sanar… pero también mucho que salvar.

Me quedé abrazándola como si pudiera detenerla allí, como si existiera alguna manera de evitar que se escapara de mis manos.

Sentí su respiración temblorosa contra mi pecho, un ritmo inquieto que dejaba claro cuánto miedo tenía, cuánto había dudado, cuánto había sufrido a solas por mis silencios.

La sostuve un poco más, sin apretarla, sin exigirle nada. Solo necesitaba que supiera que estaba ahí.

—Escúchame —dije con la voz baja, casi ronca—. Te amo. Te amo de una forma que no sé explicar sin quedarme corto. Y te confieso algo: tú has sido lo mejor que me ha pasado en esta vida. Lo mejor.

Ella se separó unos centímetros, lo justo para mirarme, pero mantuvo los dedos aferrados a mi camiseta como si soltarla fuese demasiado arriesgado.

—No digas eso solo para detenerme —murmuró con la voz rota.

—No lo digo para detenerte —respondí firme—. Lo digo porque es verdad. Si supieras cuántas veces al día le agradezco a Dios que existas… no estarías dudando. Le agradezco por tu vida, por tu risa, por cómo llenas esta casa. No tienes idea de lo importante que eres..

Los ojos de ella volvieron a humedecerse, pero esta vez no con el mismo dolor. Había incredulidad.

—¿Y por qué nunca me lo decías? —preguntó.

—Porque soy un id**ta —admití sin cubrirme—. Pensé que lo sabías. Que no tenía que repetirlo.

—¿Y por qué no me hablabas?

Respiré hondo.

—Porque no quería abrumarte.

Ella frunció el ceño.

—¿Abrumarme con qué?

Bajé la mirada un segundo, solo un segundo, antes de volver a enfrentarla.

—He tenido problemas en el trabajo —confesé—. Pesados, complicados, que me estaban comiendo la cabeza. Y me los guardé. No quería meterte en esa tormenta. Pensé que estaba protegiéndote… y terminé alejándote.

Ella abrió la boca despacio, como si de pronto todo hiciera sentido.

—¿Por eso estabas tan distante? —preguntó.

—Sí —respondí—. Por eso parecía que no te veía, aunque te veía más que nunca. Por eso no hablaba, aunque por dentro estaba hecho pedazos. No dejé de amarte ni un segundo. Estar mal me hizo necesitarte más… pero no quise cargar tus hombros con mis problemas y acabé poniéndote encima algo peor: la duda.

Le tomé el rostro con ambas manos, con cuidado.

—Ese fue mi error —continué—. Intenté evitarte un peso y terminé dándote otro más cruel: pensar que ya no eras importante para mí. Y eso me parte más que cualquier cosa.

Una lágrima cayó por su mejilla y la limpié con el pulgar.

—Pensé que ya no me amabas —dijo ella.

—Jamás —respondí sin dudar—. Eres la razón por la que me levanto incluso en mis días más oscuros. Eres mi paz, mi refugio, mi hogar. Eres lo que le pedí a la vida cuando ni sabía pedir bien.

Sus hombros empezaron a relajarse lentamente.

—Tenía tanto miedo… —susurró.

—Lo sé —dije—. Y lo siento. No mereces cenar sola. No mereces sentirte ignorada. No mereces dudar de algo que para mí es tan claro como respirar. Fallé, pero no porque no te ame. Fallé porque te amo demasiado y no supe manejar mi propio caos sin lastimarte.

Le pasé la mano por el cabello.

—Si te vas, me quiebro —confesé—. No hay una vida que yo quiera vivir sin ti. No quiero otra historia que no sea contigo.
Sus labios temblaron.

—¿De verdad soy tan importante? —preguntó.

—Eres lo más importante que tengo. Lo que más cuido. Lo que más temo es perderte. Lo que más le agradezco a Dios cada mañana. Si no lo ves, es porque yo no he sabido demostrarlo. Pero voy a hacerlo. Ya no tendrás que preguntar.

Ella guardó silencio. No el silencio frío que anuncia una despedida, sino uno frágil que abre espacio para quedarse.

Tomé aire.

—No te vayas así —le pedí—. No con una maleta llena y una mente llena de ideas erradas que yo provoqué. Quédate. Quédate hoy. Quédate mañana. Quédate siempre. Vamos a arreglar esto. Te lo juro: no te voy a fallar otra vez.

Ella subió las manos a mi cuello con lentitud, como si estuviera probando si de verdad seguía ahí.

—Tengo miedo —repitió.

—Quédate con miedo —le respondí—. Yo te lo sostengo hasta que dejes de temer. No tienes que ser fuerte ahora. Yo lo seré por los dos.

Sus labios rozaron los míos.
La maleta seguía en el suelo.
Su respiración empezaba a calmarse.
Y su corazón, al fin, volvía a su lugar.

La abracé fuerte, sintiendo cómo volvía a mí.

Y mientras la tenía entre mis brazos, lo único que pude hacer fue agradecerle a Dios por ella.

Como lo hago todos los días.
Incluso cuando ella no lo sabe.

15/11/2025

A veces, el amor duele.
Otras, te enseña que mereces más.

Ella escapó de su in****no…
y sin buscarlo, encontró a quien supo curar lo que otro rompió.

💫 El esposo perfecto — una historia que transforma las lágrimas en fuerza.

Disponible solo en Dreame.

Prohibido cantar (y enamorarse) en la oficinaEl edificio Blackwell era una catedral de cristal donde el silencio costaba...
10/11/2025

Prohibido cantar (y enamorarse) en la oficina

El edificio Blackwell era una catedral de cristal donde el silencio costaba más que el oro.

A las once de la noche, solo una persona quedaba allí. Lía Monroe, con su uniforme de limpieza, su trapeador, y una canción de Adele que hacía de refugio y rebelión.

Cantaba bajito, creyendo que nadie la oía.

Creyendo que el mundo estaba dormido.

Hasta que la puerta se abrió.

Ethan Blackwell, el dueño de todo, estaba de pie frente a ella.

Traje oscuro, mirada fría, ceño fruncido.

Parecía una estatua hecha para intimidar.

Lía se quitó los audífonos con un salto.

—Perdón, yo… no sabía que había alguien.

Él la observó, en silencio. Luego dijo con voz baja, impecable:

—Estás despedida.

La frase le atravesó el pecho.

—Por cantar… —susurró—. ¿Eso también está prohibido?

Ethan alzó una ceja.

—Este no es un karaoke —respondió seco.

—Y usted nunca ha cantado mientras trabaja, ¿verdad?

La pregunta salió sola, temeraria, absurda. Pero lo desarmó un segundo.

El gesto se le quebró apenas un milímetro.

—No —respondió él, y esa palabra fue una grieta en su perfección.

Lía tragó saliva.

—No me despida… por favor. Solo necesito este trabajo.

Ethan la observó un instante más, como quien analiza algo imprevisto.

—Vuelve mañana. Pero no aquí. Tienes prohibido entrar a mi despacho.

Ella se fue.

Dejándola con el corazón a punto de desbordarse y la sensación de que algo había cambiado, aunque no supiera qué.

A la noche siguiente, Lía llegó puntual, para cumplir su turno de limpieza.

El ascensor se abrió y él estaba allí.

Ethan Blackwell. De traje, con su móvil en la mano. Perfecto. Intocable.

Ella pensó en salir. Él la detuvo con un roce leve en el brazo.

—No te vayas.

Ese contacto bastó para encenderle la piel.

El ascensor comenzó a subir… y se detuvo.

Luz parpadeante. Silencio. Dos respiraciones.

Y el espacio encogido entre ellos.

—¿Te molesta el encierro? —preguntó él.

—No. Me molesta su ego —contestó ella.

Ethan sonrió, genuinamente.

—Eres insolente.

—Y usted demasiado arrogante.

La tensión se volvió un idioma nuevo. Una nota sostenida que nadie se atrevía a romper.

Hasta que el ascensor volvió a moverse, justo cuando estaban a un suspiro del primer beso.

Lía salió sin mirar atrás. Pero en su pecho algo ya había estallado.

A la mañana siguiente, todo el edificio hablaba de ellos.

Un rumor, una burla, una frase pintada en el baño. “Trepa con escoba nueva.”

Lía lo borró con las manos temblorosas. No de culpa. De rabia.

No era la primera vez que el mundo le hacía pagar por atreverse a existir fuera del molde.

Esa misma tarde, encontró una caja sobre su carrito de limpieza.

Adentro, unos auriculares nuevos y una nota escrita a mano:

“No dejes que te callen. Me gusta cómo cantas.”



Era de él.

Lo supo sin necesidad de firma.

Y, por un instante, sonrió.

Pero las sonrisas duran poco cuando la vida te debe tantas cuentas.

Esa noche, en el hospital St. Joseph, Lía fue a pagar parte del tratamiento de su hermana menor.

Como siempre.

Solo que esta vez, la recepcionista le dijo:

—No tiene deuda, señorita. Todo está cubierto.

Lía frunció el ceño.

—¿Cómo que fue cubierto?

—Una donación completa. A nombre de… Ethan Blackwell.

El nombre cayó como un golpe seco.

Sintió una mezcla de vergüenza, rabia y algo que no sabía cómo nombrar.

Porque ayudar sin permiso también puede doler.

Salió del hospital bajo la lluvia. No pensó. No respiró.

Subió al piso 48 como un huracán.

Empujó la puerta de su despacho sin avisar.

—¿Quién te crees que eres? —gritó—. ¿Quién te dio derecho a meterte en mi vida?

Ethan la miró con esa calma irritante de quien domina la tormenta.

—¿Te molesta que tu hermana tenga una oportunidad de vivir?

—¡Me molesta deberte algo! ¡No soy tu obra de caridad!

Él dio un paso hacia ella.

—No lo hice por ti. Lo hice por ella.

—¿Y si te digo que no lo necesitábamos?

—Estarías mintiendo.

El silencio se volvió un filo entre ambos.

Lía apretó los puños.

—No vuelvas a hacerlo.

—Entonces págame —dijo él, tranquilo—. Con tu trabajo.

Ella lo miró, sin entender.

—Te estoy contratando. Formalmente. No como limpiadora. Como asistente personal.

—¿Por pena?

—Por curiosidad —respondió Ethan—. Porque ves lo que nadie ve.

Lía no contestó. Quiso irse.

Pero él agregó.

—Y porque no puedo dejar de pensar en ti.

Ella se quedó quieta.

No era una confesión romántica. Era una maldición envuelta en honestidad.

El tipo de frase que te desarma justo cuando quieres odiar.

A la noche, cuando Lía regresó al piso 48, encontró algo que no esperaba.

Una mesa servida.

Velas. Sushi. Dos copas de vino.

—¿Qué es esto? —preguntó, dejando el trapeador en el rincón.

—Una cena laboral —dijo él, con un gesto apenas divertido.

—¿Y el pescado crudo entra en mi contrato?

Ethan sonrió.

—Solo si confías.

Ella arqueó una ceja.

—¿Y si no lo hago?

—Entonces te lo pierdes.

Lía tomó el sushi, lo probó con desconfianza… y cerró los ojos.

—Está bueno —admitió—. Pero no te emociones, no pienso convertirme en tu experimento.

—Ya eres mi experimento favorito —respondió él, sin ironía.

Ella rodó los ojos.

—Eres insoportable.

Y tú, impredecible —replicó.

El silencio que siguió fue más peligroso que cualquier palabra.

Porque ya no eran jefe y empleada.

Eran dos personas al borde de algo que ninguno estaba dispuesto a nombrar.

Días después, Lía descubrió que Ethan la había investigado.

Su pasado, su padre, cada empleo que había tenido.

Le reclamó con la voz quebrada por la furia.

—¿Cómo te atreves a averiguar de mi vida?

Él no lo negó, respondió con sinceridad.

—Tenía que saber quién eras.

—No tenías derecho.

—No lo hice para lastimarte —dijo, bajando la voz—. Lo hice porque necesitaba entender por qué alguien que tiene tan poco puede seguir cantando.

Esa frase la desarmó.

Y al mismo tiempo la hirió.

Porque no quería ser admirada por su miseria. Quería ser vista por su valor.

Ethan la miró. Había algo distinto en sus ojos.

—No sé qué me pasa contigo —confesó—. Pero me importa. Más de lo que debería.

Lía sintió que el corazón le daba un salto extraño.

—Entonces aléjate —susurró—. Porque yo no sé qué hacer con eso.

Esa noche, cuando volvió al hospital, su hermana estaba despierta.

La niña sonreía con un brillo nuevo.

—Los doctores dicen que hay una esperanza —le contó—. Que alguien donó mucho dinero para ayudarme.

Lía se quedó callada.

—¿Y tú qué piensas? —preguntó.

—Que hay gente buena, aunque no la conozcamos —respondió la niña—. Como los ángeles.

Lía la abrazó. Sintió un n**o en la garganta.

Porque no sabía si ese “ángel” era un salvador o un recordatorio de lo que no podía controlar.

Esa noche lloró en silencio, entre culpa y gratitud.

Por su hermana. Por sí misma.

Por él.

Al día siguiente, volvió a trabajar.

Uniforme impecable. Cabello recogido.

Parecía la misma, pero no lo era.

Ethan la vio entrar desde lejos, entre reuniones y cifras.

No dijo nada.

Pero cuando sus miradas se cruzaron, algo se encendió.

Una chispa que ninguno supo apagar.

Ella desvió la mirada, fingiendo que nada había pasado.

Él siguió hablando, fingiendo que podía concentrarse.

Ninguno lo logró.

Más tarde, Lía entró en un despacho vacío para limpiar.

Apoyó las manos sobre la mesa, respiró hondo.

Por un instante, creyó que podría recuperar el control.

Pero la puerta se abrió.

Y Ethan estaba ahí.

No dijo palabra.

La tomó del rostro y la besó.

Sin permiso. Sin tiempo.

Con la urgencia de quien lleva demasiado conteniéndose.

El mundo pareció detenerse un segundo.

No existía el mármol ni los relojes. Solo ellos dos.

Cuando se separaron, respiraban agitados.

Ethan apoyó la frente contra la suya.

—Esto es un error —murmuró.

Lía lo miró, con los ojos húmedos.

—Entonces, déjalo ser un error bonito.

El reloj del edificio marcaba las tres de la mañana.

Ella se quedó sola, mirando la ciudad desde el ventanal.

Las luces eran como notas suspendidas sobre un pentagrama invisible.

Afuera, el mundo seguía girando, indiferente.

Adentro, Lía sabía que algo había cambiado para siempre.

No sabía si lo odiaba, si lo quería, o si simplemente se veía reflejada en él: dos almas intentando cantar en medio del ruido del poder y el miedo.

Cerró los ojos.

Y en voz baja, volvió a tararear.

No por rebeldía, sino porque necesitaba recordar quién era.

Aunque el mundo dijera que estaba prohibido cantar.

Y enamorarse, aún más.

El ascensor sonó en la distancia.

Ethan caminaba hacia ella, con las manos en los bolsillos, el gesto sereno.

No dijo nada.

Solo se quedó allí, escuchándola.

Y por primera vez, el hombre que tenía todo entendió que había cosas que no se compran: una voz temblorosa, una mirada que no huye, y el valor de seguir cantando… aunque nadie te escuche.

La luz del amanecer se filtró por los ventanales.

Lía sonrió apenas, sin dejar de cantar.

Él dio un paso más, y el reflejo de ambos se fundió en el cristal.

Dos mundos distintos.

Un mismo silencio.

Y una canción que todavía no había terminado.

Historia completa disponible en Dreame

Registrada en Safe creative.

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