24/11/2025
Mi padre me despreció… y ahora que soy famoso me busca.
Jeda Clavo
No sé en qué momento mi vida cambió.
Tal vez fue el día en que toqué por primera vez una pelota y sentí que era lo único que me hacía libre. O a lo mejor fue mucho antes, cuando mi madre decidió no rendirse, aunque todos le dieron la espalda.
Me llamo Diego Ramírez, tengo dieciséis años, y hoy juego en el “Fútbol Club Barcelona”.
Cuando entro a la cancha y escucho el rugido del estadio, siempre pienso en ella: en mi madre, Fátima.
Porque si alguien merece los aplausos, es ella, no yo.
Mi madre tenía apenas 18 años cuando él apareció.
Ese “él” que después sabría que fue mi padre.
Ella siempre me contó su historia sin odio, pero con una tristeza que dolía más que cualquier insulto.
Me decía que era joven, ingenua, que creía en el amor y que él, “‘Pedro” así se llamaba mi progenitor, sabía exactamente qué palabras usar para calentarle la oreja.
Era un hombre mayor que ella por 10 años experimentados, de esos que saben envolver a una mujer con halagos.
Le decía palabras que destilaban dulzura, le llevaba flores, la buscaba todos los días al salir de sus clases y la llenaba de promesas.
Y ella, con el corazón abierto, terminó creyendo que había encontrado al hombre de su vida.
Salieron juntos por semanas. Y una noche, esa noche que mi madre recuerda como el principio y el fin de su inocencia, él le dijo que la amaba.
Ella, con la mirada brillante, le creyó.
Y al día siguiente, ya no volvió a buscarla.
Pasaron los días, luego las semanas, y la ausencia se hizo costumbre.
Hasta que una mañana, con náuseas y mareada, con el corazón acelerado, mi madre comprendió que algo crecía dentro de ella.
Era yo.
Me contó que temblaba mientras sostenía la prueba en sus manos, que lloró de miedo y esperanza al mismo tiempo. Y lo llamó.
Y cuando al fin él respondió, solo le dijo:
—Eso no es problema mío. Yo no tengo nada que ver contigo.
Y cortó.
Ella se quedó en silencio, mirando el teléfono.
No la buscó, no supo nada de él y desapareció.
Después vino el verdadero golpe: sus padres.
Le contó la verdad. Les dijo que estaba embarazada.
Y en lugar de apoyo, encontró rechazo.
Su padre, mi abuelo, le gritó que había deshonrado a la familia, que no podían cargar con su vergüenza.
Y aunque su madre lloró, pero no hizo nada por detenerlo.
Esa noche, mamá salió de la que había sido su casa con una maleta, un vientre pequeño y un corazón destrozado.
Tenía 18 años y ninguna certeza.
Pero me tuvo a mí.
Trabajó lavando ropa, limpiando casas, fregando pisos de día. Después encontró trabajo de mesera en un restaurante y de noche, seguía estudiando.
Dormía poco, comía menos.
A veces, me contaba, se acostaba con el estómago vacío, pero con la mano sobre su vientre, prometiéndome que todo iba a estar bien.
Y cumplió.
Cuando nací, me llamó Diego, “porque significaba fuerza y destino”, decía.
Y desde ese día, su vida giró en torno a mí.
Crecí viéndola luchar.
Nunca la escuché quejarse.
Ella es de esas mujeres que se rompen por dentro pero sonríen igual, como si nada doliera.
A los seis años, le pedí una pelota.
No podía comprarla.
Así que me trajo una hecha con medias viejas.
“Empieza con eso, campeón”, me dijo.
Y yo lo hice.
Jugaba en el patio, en la calle, en el lodo, en cualquier parte.
Los vecinos me apodaron “el rayo”, porque no paraba ni un segundo.
Ella me miraba desde la ventana, con una mezcla de miedo y orgullo.
Cuando cumplí diez años, una tarde cualquiera, un hombre que pasaba me vio jugar.
Era entrenador de una escuela local. Le pidió a mi madre permiso para inscribirme.
Ella no tenía dinero, pero el hombre le respondió.
—Este chico no necesita pagar. Solo necesita jugar.
Así empezó todo.
Entrenaba hasta el anochecer.
Corría descalzo a veces, pero con el alma encendida.
A los doce años, gané mi primer campeonato escolar.
Mi madre lloró tanto ese día que creí que no le quedaban lágrimas.
A los trece, un cazatalentos del Barcelona, me vio en un torneo juvenil. Y nos llamó.
Dijo que quería llevarme a España para probarme.
Mi madre pensó que era una broma.
Pero no lo era.
Cuando llegamos, lo recuerdo todo: el olor del césped, el peso de los tacos nuevos, el estadio gigante. Y el miedo.
El miedo de fallar. De fallarle a mi mamá.
Pero cada vez que me sentía pequeño, recordaba a mi madre con sus manos agrietadas por el jabón y el frío, doblando ropa hasta tarde para que yo pudiera estudiar y seguir adelante.
Ese pensamiento me daba alas.
A los quince años, tuve mi primer contrato profesional.
El más joven en hacerlo en mi categoría.
Cuando se lo conté, ella lloró en silencio, como mi madre, porque yo era menor de edad, firmó el contrato. Ese día apretó el documento entre los dedos.
—Sabía que lo ibas a lograr, hijo —me dijo.
Y yo le respondí.
—Esto es por y para ti, mamá. Todo.
Desde entonces, nuestra vida cambió.
De la habitación con goteras en nuestro país, pasamos a un apartamento pequeño, pero luminoso en Barcelona.
Podía llevarla a comer afuera, comprarle flores, y ella todavía se sonrojaba como una adolescente.
Y entonces, él volvió.
Una tarde, después de un entrenamiento, mi representante me dijo:
—Hay alguien esperándote afuera. Dice que es tu padre.
El corazón me dio un vuelco. Lo había escuchado nombrar tantas veces, pero nunca lo había visto.
Salí. Ahí estaba.
Cabello castaño tan parecido al mío, con algunas canas, mirada cansada, una sonrisa forzada.
—Hola, Diego —dijo con una voz que sonó extrañamente vacía—. Soy Pedro… tu padre.
Esa palabra me quemó. “Padre”. Qué fácil era decirla, y qué difícil ganársela.
Me contó que había sabido de mí por las noticias, por los programas deportivos.
Que se sentía orgulloso, que quería conocerme, recuperar el tiempo perdido.
Dijo que había cometido errores, que la vida le había enseñado.
Yo lo escuché en silencio. Y cuando terminó, le pregunté:
—¿Y dónde estabas cuando mi madre lloraba de hambre? ¿Cuándo decía que ya había comido solo para darme el pan completo a mi?
—Era joven, hijo, tenía miedo…
—¿Joven? Ella era mucho más joven que tú —reí amargamente—. ¿Miedo? ¿Crees que ella no lo tenía?
Él bajó la cabeza.
—Quiero pedirte perdón. Quiero ser parte de tu vida.
Me levanté despacio. Tenía dieciséis años, pero la rabia me hacía sentir más viejo.
—Tarde llegaste —le dije—. Cuando era niño, solo tuve una persona a mi lado, y no fuiste tú.
Él quiso decir algo, pero no lo dejé.
—No necesito un padre. Ya tengo todo lo que necesito.
Y lo señalé con el corazón.
—Tengo a la mujer que me dio la vida, que se ensució las manos para darme pan, que se partió el alma para que yo llegara hasta aquí. Ella fue madre y padre. Y tú… solo un desconocido.
El silencio se hizo largo.
Sus ojos se llenaron de lágrimas, pero ya era tarde. Porque el amor, cuando se abandona, no vuelve igual.
Me di la vuelta y entré al coche que me llevaría a casa. No miré atrás.
Cuando llegué a casa, mi madre estaba viendo un partido mío grabado en la televisión.
Al verme entrar, sonrió.
—¿Cómo te fue, campeón? —preguntó.
La abracé.
Sentí su olor a hogar, su calor, su amor infinito.
—Bien, mamá. Gané otra vez.
Ella rió sin entender el doble sentido.
Pero yo sí lo sabía.
Había ganado la batalla más grande: demostrar que no se necesita de quien te abandona para triunfar.
Esa noche, antes de dormir, la miré.
La vi sonriente, con la misma ternura de siempre.
Y me sentí orgulloso. Porque ella me enseñó que la sangre no hace familia.
Que la valentía no siempre se grita, a veces se cocina en silencio, entre lágrimas y esperanza.
Y que el amor más puro es el de una madre que elige quedarse, aunque todo la empuje a irse.
Hoy, cada vez que marco un gol, miro al cielo y pienso en eso.
En cómo de un rechazo nació una promesa.
En cómo de la soledad, nació mi fuerza.
Porque yo no tengo padre. Tengo a una mujer que fue capaz de levantarme del polvo con las manos vacías.
Y eso, para mí, vale más que cualquier apellido.
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