20/10/2025
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Historia. CINCO VÍCTIMAS Y UN ASESINO.
Créditos a su autor de Gabriel Antonio pombo
Esa madrugada Emily Holland, a quien también llamaban Ellen sus amigas y sus clientes, volvía a su alojamiento en el número 18 de la calle Thrawl. No había esta vez candidatos a la vista para una cincuentona como ella, pero se conformaba recordando que dentro de su modesto bolso guardaba los cuatro peniques que costaba pagarse el catre. El resto del dinero lo había gastado en la compra de embutidos y ginebra mientras regresaba del muelle, luego de contemplar el ardiente panorama. Había valido la pena la larga caminata. En el este del Londres de la Reina Victoria raramente ocurría algún evento atractivo. La caminante conservaba en sus retinas el fulgor rojizo de las llamaradas que, tras propagarse desde un almacén de brandy en el dique seco de Ratcliffe, arrasaron unas míseras casuchas y encendieron la base de la iglesia.
Era casi medianoche y los bomberos todavía no habían logrado sofocar la voracidad del fuego. Los resplandores se reflejaban sobre las aguas del Támesis y se avistaban desde los suburbios, a kilómetros de distancia. Corrió de boca en boca la sensacional noticia y hasta el puerto, curiosa y excitada, se dirigió ella, al igual que lo hicieron en aquella ocasión centenares de pobladores de Whitechapel. Sin embargo todo lo bueno se acaba, y también llegó a su fin el gratuito entretenimiento nocturno de ese 30 de agosto de 1888. Pronto se harían las 2.30 de la madrugada del día entrante y, como quedó dicho, Emily Holland retornaba a su refugio.
Entonces fue que la vio. La pequeña meretriz avanzaba tambaleándose contra la pared. Producto de una borrachera –otra más de ellas– sus piernas ap***s se coordinaban. Vestía con ropa más harapienta que de costumbre, y el único toque diso nante con la desastrada apariencia lo conformaba un sombrero de paja negro con ribetes de terciopelo que parecía recién estrenado. Ellen se aproximó a la patética figura para cerciorarse. Sí, sin dudas, era ella. Su compañera de oficio y de albergue Mary Ann Nichols, mejor conocida como «Polly».
—Pero si eres tú Polly. ¡Por Dios, qué mala cara traes! –exclamó. –¿A dónde vas? Ya son las dos y media de la noche.
—Hola Ellen– respondió aquella con tono apagado. –Es que debo ganarme la plata para pagarme la cama. No tardaré mucho. Tengo que conseguir a otro. Esta noche ya me gané tres veces el precio, pero las tres veces me lo bebí.
—No hay caso contigo, mujer. Tú sí que no puedes con tu naturaleza. Bueno, te deseo que tengas buena suerte.
A pesar del aliento brindado, el timbre de voz de Holland delataba un matiz de reproche. Aunque a ésta también le gustaba empinar el codo, y en octubre de ese año sufriría dos arrestos por embriagarse y generar escándalo público, no se consideraba una beoda. Pero Nichols era un caso perdido. Optó por cambiarle de tema:
—Vengo desde el puerto a donde fui a ver el incendio. ¿Es que no te enteraste?: estalló un tremendo fuego en Ratcliffe Highway, en el muelle, y todavía sigue ardiendo. Incluso quemó la iglesia de St George´s en el este. Fue todo un espectáculo...- Ellen iba a terminar la frase pero comprendió que la otra no le prestaba atención. Era claro que su mente deambulaba lejos de allí. Escrutó el abotargado rostro de su compañera y sintió lástima.
—Te noto muy cansada Polly. ¿Por qué no me acompañas?
—No, gracias, tengo que conseguir la plata para pagarme la cama.
—Cómo tú prefieras, yo me voy. Cuídate amiga.
Tan sólo un par de horas atrás Mary Ann esbozaba un semblante afable y parecía disfrutar de buen ánimo y salud. Aunque no era que tuviese muchos motivos de regocijo, porque la habían despedido de la pensión donde se albergaba. Desde los últimos cuatro meses se venía repitiendo ese ciclo nómade y ella seguía sin afincarse en ningún lado. La vieron salir a las 0.30 del 31 de agosto de la taberna The Frying Pan (literalmente: La Sartén). Había bebido más de la cuenta y parecía achis pada, aunque se conservaba bastante sobria todavía. Lo malo era que solamente le quedaban dos peniques y necesitaba dormir. Se encaminó hacia el albergue de la calle Thrawl. Sabía que ese dinero no le alcanzaba para pernoctar y que lo más probable era que la rechazaran –allí el precio de la cama ascendía al doble de esa suma, al igual que en los demás malhadados alojamientos del distrito– pero nada perdía con hacer el intento.
—Vamos, te doy dos peniques que es lo único que tengo encima. ¡Te juro que mañana te traigo lo que me falta!— rogó ante el hombre que se mantenía impávido
—Ya sabes cómo funciona esto. La cama cuesta cuatro peniques. Si no los tienes esta noche duermes afuera.
—¡No puedo creer que por dos miserables peniques me mandes a la calle!— fingió indignarse Polly.
—Lo siento, no puedo hacer nada. No soy yo quien fija las reglas aquí.
Era cierto, el gordito calvo y malhumorado al cual Nichols le insistía para que la dejara entrar no era el encargado de la casa de huéspedes sino un suplente, y tenía que cuidar su empleo. Si el otro hubiese estado de guardia esa velada puede que ella lo hubiera ablandado, tal vez habría logrado permutar el precio del lecho a cambio de un servicio sexual rápido y discreto. No sería la primera vez. Pero para su mala fortuna el dueño estaba lejos de allí atendiendo otros menesteres. Resignada, aunque alardeando confianza, dio media vuelta y salió hacia la calle, no sin antes declarar al cruzarse con una conocida:
—No me importa. Sé que ésta va a ser mi noche de suerte. Mira qué lindo sombrerito nuevo llevo puesto.— sonrió mientras lo ladeaba. Estaba persuadida de encontrar a los clientes con que obtendría el dinero preciso para costearse la cama y, alentada por ese convencimiento, se internó en las neblinosas callejuelas. No obstante, otra compulsión aún más poderosa que la de disponer de un techo bajo el cual cobijarse la gobernaba: el alcohol. Ansiaba con desespero beber cerveza, ron, ginebra o el líquido que fuera, con tal de sumergirse en ese estado de embriaguez en el cual el futuro no la angustiaba y su pasado quedaba en el olvido. Buck´s Row era uno de los callejones del distrito, bordeaba el cementerio judío, y a mitad de su camino se ubicaba el matadero de Spitalfield. También constituía una ruta obligada para ir al mercado. La región distaba a unos quinientos metros de donde Ellen y Polly sostuvieron su breve conversación.
El agente John Neil –quien media hora antes recorriera ese sitio sin apreciar nada raro–, se topó con el cadáver y comenzó a soplar su silbato en demanda de socorro. Eran las 3 y 45 de la mañana. Además del impresionante tajo en el cuello, y de la sangre manando a través de la herida, estaban aquellos ojos muy abiertos, casi en blanco y aterrorizados, que conferían un aspecto horrible a la faz de la víctima. El policía pensó que se trataba de un suicidio y en vano buscó el arma capaz de haber infligido el corte. Recién entonces cayó en la cuenta de que estaba frente a un homicidio ejecutado mediante degollamiento. A los llamados de auxilio de su colega acudió el agente John Thain.
—¡Corre en busca de una ambulancia y por el médico! ¡Esta mujer fue asesinada!— le requirió Neil, quien se quedó montando guardia.
A las 4 hizo su aparición el doctor Rees Ralph Llewellyn, cirujano policial que vivía a pocas cuadras. Inició el examen con ostensible desgano y sin reprimir su fastidio por haber sido despertado a horas tan impropias. Esbozó un ademán de desprecio al ver a un grupo de curiosos que se arre molinaban en círculo, pero no requirió que despejaran el perímetro. Cuando Thain volvió con otro agente transportando la tosca carretilla que oficiaba de ambulancia les ordenó:
—¡Trasladen a la fallecida al depósito de cadáveres de Old Montague! Yo iré hasta allí más tarde.
El depósito mortuorio consistía en un cobertizo emplazado en la sección trasera de un reformatorio que daba a la calle Old Montague. En tan rudimentario reducto el cuerpo de la víctima fue extendido encima de un banco de madera. Previo al arribo del forense, dos internos del lugar –Robert Mann y James Hatfield– lavaron el cadáver y lo dejaron dispuesto para el análisis clínico. Junto con el doctor Llewellyn llegó John Spratling, un inspector de Scotland Yard, quien levantó el vestido de la finada y comprobó que le habían amputado los intestinos.
El jueves 6 de septiembre retiraron de la morgue el cuerpo de Mary Ann Nichols para introducirlo en un tosco ataúd, y antes de cerrar la tapa se le sacó la única fotografía que aún se conserva. El féretro fue izado a un carruaje con caballos que se dirigió al cementerio de Ilford, distante a diez kilómetros de aquel antro fúnebre. En una tarde gris y lluviosa se extrajo el cuerpo y se lo colocó dentro de una fosa recién cavada, recibiendo sepultura directamente en la tierra. El padre de la extinta, su cónyuge, tres de sus hijos y algunos policías asistieron a la ceremonia.
Nadie podía imaginar que tan sólo dos días después de que los sepultureros desocuparon la escuálida caja de madera para regresarla al depósito de Old Montague –en patética muestra de la pobreza de recursos que imperaba en el East End– en ese mismo cubículo iría a reposar el cadáver de la nueva presa cobrada por el asesino de Polly.
La mujer bajita, regordeta, de abultados mofletes y fatigados ojos celestes caminaba dificultosamente y parecía estar en las últimas. Amelia Farmer se cruzó por segunda vez ese día con ella, y se sorprendió ingratamente al notarla tan desmejorada. Ap***s unas horas atrás, en la escalinata de la iglesia del Cristo, había conversado con Annie Chapman. Ya entonces advirtió que su amiga lucía sumamente demacrada, pero ahora estaba aún peor; daba la sensación de que sobre sus hombros se había precipitado de repente el tiempo, además de los achaques. Aparentaba tener muchos más años de los cuarenta y siete con que realmente contaba.
—Te ves muy enferma– le dijo Farmer.
–Es que he estado pasando por muchos apuros. No he comido nada en todo el día, ni siquiera unas galletas o una taza de té– repuso con voz hueca la interpelada. Y añadió:
—Tal vez pudiera albergarme un par de días en uno de los asilos de Spitalfieds… no sé. En verdad lo necesito, aunque tengo miedo de que allá me roben lo poco que aún me queda. Aparte no tengo fuerzas para trabajar en uno de esos sitios a cambio de la comida.
—¡A dónde debes ir urgente es a la enfermería del London Hospital! ¡Allí pueden ayudarte!
—Ya he pasado por ahí en estos dos últimos días y no me ha servido. Me han dado unas píldoras para mis dolores, pero para qué las quiero si sigo comiendo tan mal.
—Toma, cómprate las galletas y el té con esto– se apiadó la otra, y le depositó en la mano unas monedas por valor de un penique. —No es mucho lo que puedo darte, pero no te vayas a gastar la plata en alcohol.
—Gracias amiga.— le agradeció inexpresivamente, al tiempo que guardaba las monedas en uno de los bolsillos de su raído abrigo.
—Tienes que dormir un poco. No puedes seguir recorriendo las calles tan tarde.— le aconsejó con sincera preocupación Amelia.
—Es que ahora no puedo ponerme a descansar. No debo rendirme...— parecía costarle articular las palabras.
—Tengo que reponerme y salir a ganar algunos peniques o no tendré donde pasar la noche.
Chapman se despidió de su compañera y se dirigió hacia su hospedaje ubicado en el número 35 de la calle Dorset. No le bastaba con esas monedas para que la dejasen pernoctar allí. De contar con algo más de dinero lo sumaría al penique regalado y abonaría el precio del catre. ¿De dónde iba a sacar los tres peniques que le faltaban para pagarse el alojamiento? Aunque estaba hambrienta, en vez de comer prefería asegurarse unas horas de sueño digno y no dormir a la intemperie echada sobre un banco de la plaza. Su cuerpo le pedía a gritos descansar bien arropada, al menos durante algunas horas, libre del frío que la mortificaba en ese septiembre inglés. En su viaje se detuvo frente a la casa de Edward Stanley, un jubilado del ejército que vivía sólo y al cual ella, además de limpiarle la finca, lo bañaba –porque estaba parcialmente tullido– y le prodigaba otros servicios más íntimos aún. El viejo era la única oportunidad que se le venía a la mente para hacerse con el dinero faltante. Su otra opción –para la que no tenía ánimo– consistía en levantarse las polleras mientras se recostaba contra el muro de un callejón, y soportaba sobre ella el cuerpo maloliente de un cliente borracho y jadeante. Annie no gozó de suerte esta vez. Golpeó con sus nudillos cuatro veces la vetusta puerta del hogar de su amigo sin que nadie le abriera. No estaba. Para colmo de males empezaba a llover. El agua empapaba su chaque ta y su falda, y se escurría por debajo del pañuelo de lana negro anudado a su cuello. Se puso a tiritar. Nada más le quedaba el ma***to recurso de siempre, pero antes pasaría por la cocina del albergue para secarse la ropa y calentarse las manos. Timothy Donovan la observó sentada delante del fuego de la chimenea en la espaciosa cocina de la pensión. Era la 1.45 de la madrugada del sábado 8 de septiembre de 1888.
—Ya estás pasada de hora para andar todavía por aquí. ¿No subes a dormir en tu cama?— le inquirió el casero irlandés.
—No puedo, es que hoy no tengo nada de plata– repuso con timbre lastimero la interrogada.
—En ese caso sabes bien que no es posible que te deje quedar en la cocina, ya conoces el reglamento.
—Bueno lo comprendo, pero por favor no olvides reservar una cama
para más tarde. Conseguiré el dinero como sea. Esta noche no quiero pasarla en la calle. Con relación a las actividades de Annie Chapman una vez que saliera del albergue de Donovan hay desacuerdo. Se alegó que entre la 1 y las 2 de la madrugada la vieron bebiendo una copa en el pub Britannia con un cochero llamado Frederick Steven; este encuentro podría haberse producido tanto antes como después de su estancia en la cocina del hospedaje. En torno a similar horario, intercambió unas frases triviales en la calle con un obrero a quien apodaban «Brummie», y cuyo nombre era John Evans.
El ulterior avistamiento sobre la mujer data de cuando la señora Elizabeth Long se cruzó con ella. La vio junto con un hombre mal entrazado: de aspecto «harapiento» y que parecía «haber pasado por tiempos mejores», conforme manifestaciones de la testigo en la instrucción judicial. El sujeto aparentaba más de cuarenta años, su cutis era trigueño, vestía una añosa capa oscura y portaba un gorro de cazador de ciervos. De acuerdo pretendió este testimonio, la pareja hablaba en voz baja y parecía llevarse bien. Al pasar próximo a ellos Long observó de frente a su vecina Chapman, pero no distinguió el rostro de su acompañante, el cual estaba de espaldas a ella. El fragmento de la conversación captada por la testigo devino de calidad sumamente pobre, pues únicamente oyó cuando aquél le inquirió «¿Quieres?», ante lo cual la interpelada habría respondido «Sí». Lo más valioso de esta deposición ciertamente no sindicó en ese escueto diálogo ni el aspecto del individuo, tan vagamente descrito, sino en el sitio y en la hora en que se habría visualizado a la meretriz con su cliente. Elizabeth fue terminante al sostener que dicho encuentro se operó a las 5.30 de la mañana. También se mostró segura cuando reportó en dónde localizó a Annie y a su compañero: a la entrada del callejón adyacente al bloque de apartamentos número 29 de la calle Hanbury. «Estaban parados a unos metros de la valla que rodeaba el callejón» precisó.
Los residentes del edificio allí afincado ingresaban y salían a todas horas, por lo que tanto la puerta delantera como la trasera siempre quedaban abiertas. Lo mismo ocurría con la entrada del acceso al patio interior, el cual solía ser empleado para «fines inmorales» –según una expresión de la época– por las pr******tas. Las mujeres guiaban hasta ese sombrío rellano a sus clientes a fin de consumar su labor sexual.
John Davis, un estibador que residía en aquel edificio, salió casi a las 6 de la mañana rumbo a su trabajo en el mercado. Descubrió el cuerpo de Annie Chapman en el piso entre la casa y la valla. La víctima yacía con su mano derecha replegada bajo su seno izquierdo y su otro brazo extendido. Su verdugo le había levantado la ropa por encima de las rodillas, probablemente mientras él mismo se arrodillaba para efectuar las mutilaciones a la mujer que ap***s instantes atrás degollara. Davis no dio vuelta al cadáver. Si hubiese osado hacerlo habría contemplado el abdomen rajado y los intestinos, quitados de la cavidad, esparcidos sobre el hombro izquierdo. El seccionamiento de la garganta era fruto de un tajo tan hondo que casi había desprendido la cabeza del tronco, en lo que parecía un intento de decapitación.
Transcurrieron tres semanas. En torno de las 11.45 de la noche del 29 de septiembre Elizabeth Stride paseaba asida del brazo de un caballero llamativamente bien vestido para los valores de elegancia que se manejaban en el East End– y se aproximó junto con éste a la pequeña tienda donde Mathew Packer vendía frutas y verduras en el número 44 de la calle Berner, a unas puertas del Club Educativo Internacional de Obreros. Tan minúscula resultaba la tienda que las operaciones forzosamente se debían materializar a través del escaparate sobre el cual se exponía la mercadería. Más adelante, el dueño del comercio describiría al acompañante de la mujer como de mediana edad, unos treinta y cinco años, un metro setenta de alto, robusto y con pinta de oficinista.
—¿Cuál es el precio de esas uvas?— le preguntó el hombre.
—Seis peniques las negras y cuarto de libra las verdes.—repuso Packer.
—En ese caso deme media libra de las negras.
El comprador pagó y agarró los racimos que dividió con su compañera. El hombre y la mujer cruzaron despacio la calzada mientras saboreaban la fruta y entablaron una vivaz charla durante más de media hora, sin hacer caso a la llovizna que en esos instantes comenzó a mojarlos. Al viejo tendero le causó extrañeza que la pareja no buscara algún refugio bajo el cual guarecerse, y ese hecho banal conllevó que les prestara más atención que la habitual. Por eso no vaciló al identificar a la difunta. Incluso recordaba haberle comentado a su esposa: «Mira a ese par de tontos, quedarse allí parados en medio de la lluvia». Según el vendedor, al rato los tontos volvieron a cruzar la calzada y enfilaron hacia la entrada del club político, donde se detuvieron para escuchar la música que procedía desde allí. A las 00.15 del sábado 30 de septiembre el dueño cerró su negocio y dejó de verlos. «Supe que era esa hora porque las tabernas ya habían cerrado», comentó.
La mujer parecía muy entretenida y de buen humor junto a su gentil compañero. Como si éste no fuera un cliente más, y no se tratara de una de las tantas transacciones mercantiles que noche tras noche hacía ofreciendo su castigado físico para sobrevivir. Además de Packer dos transeúntes –los obreros J. Best y John Gardner– testificaron haber visto a «Long Liz» –Liz la Larga– Stride con un individuo próximo a las 11 de esa noche; vale decir, antes de la compra de las uvas en el diminuto expendio. La pareja se hallaba parada frente al establecimiento de Bricklayers´Arms, y los jóvenes reconocieron a la buscona mientras permanecía junto a aquel cliente, no tan sobrio en este caso. Uno de ellos incluso se permitió a la pasada gastarle una broma:
—Ten cuidado nena, ese tipo que está contigo es «Mandil de Cuero».
Ni Elizabeth ni su admirador se percataron del paso de los intrusos. El hombre la magreaba contra la pared.
—¡Te gusta! ¡Dime que sí te gusta!— jadeaba el sujeto.
—Si me gusta, pero aquí no. Hay un patio cerca de acá al que podemos ir. Ven, te lo enseñaré.
—¿Un patio? ¿Está limpio?
—Sí, y allí tenemos un establo donde podemos hacerlo. Pero si me sigues apretando tanto no podré llevarte.— se rió Liz zafando del abrazo de su ansioso galán. Lo tomó de la mano y se dirigió con él rumbo a Dutfield's Yard, un patio lindante con las instalaciones del fabricante de s**os Walter Hindley el cual, en virtud de su oscuridad permanente, se utilizaba para satisfacer los fines que urgían al acompañante de Stride. Si se da crédito al testimonio del frutero habría que descartar a ese burdo cliente como posible asesino de la meretriz, la cual ya había cumplido su rápida labor y salió en procura de otro candidato que pagara por sus favores, encontrando en ese momento al señor pulcramente vestido con aires de oficinista. Próximo a la 0.30 de la mañana del 30 de setiembre, mientras cumplía su ronda, el policía William Smith creyó haber visto –y así lo afirmó en la instrucción– a Elizabeth junto a un caballero que portaba s**o negro, sombrero de fieltro, camisa blanca y corbata oscura. Advirtió que la señora, por su parte, lucía prendida en su chaqueta una flor roja. Un rato antes otra persona también la habría identificado. Iba con un hombre diferente, pues la fisonomía de aquél no cuadraba con la de los clientes antes referidos. El testigo fue William Marshal, quien habría pasado tan cerca de la pareja como para oír que el individuo, con el cual Stride caminaba asida del brazo, le decía unas extrañas palabras: «Dirías cualquier cosa menos tus oraciones.» Sin embargo, la frase no resultaría tan enigmática para la mujer, y debió formar parte de un chiste que el otro le estaba narrando, pues al escuchar la ella se echó a reír ruidosamente junto con aquél. Escasos minutos más tarde Liz ya no contaba con la compañía de los hombres descritos, y no tenía motivo alguno para reírse. Estaba a la entrada del pasaje adyacente al Club Educativo Internacional de Obreros, y la agredían a golpes y empujones.
El homicidio de la pr******ta sueca o, cuando menos, los actos inmediatamente previos al mismo, fueron presenciados por un testigo en apariencia clave. El mismo fue Israel Schwartz, un judío húngaro que extrañamente no depuso en la encuesta instruida tras el crimen, sino que sus declaraciones solo devinieron reproducidas en la prensa mediante publicaciones de los periódicos Star y Evening Post. Este inmigrante, que ap***s hablaba inglés y recién había arribado a Londres, adujo haber visto, desde el extremo opuesto de la calle, a un hombre que abordaba a una fémina parada junto al portillo del patio colindante al local político. Aquel individuo arremetió contra ella, la arrojó al suelo y la introdujo en el callejón a empujones. De acuerdo recordaba el declarante: «La mujer dio tres gritos, pero no muy fuerte». El ofensor cifraba unos treinta años, lucía un bigote castaño y portaba una gorra con visera negra. Lo más curioso de esta deposición consiste en que Schwartz narró que, casi al mismo tiempo, un segundo hombre salió de la cervecería situada en la esquina de la calle Fairclough y se detuvo silenciosamente en la sombra mientras encendía una p**a. Este último aparentaba unos treinta y cinco años, medía un metro ochenta y vestía con decoro, a diferencia del gandul que agredió a la ra**ra. El atacante se percató de la cercana presencia del testigo y de su notoria apariencia extranjera y, para ahuyentarlo, le espetó en son de amenaza: «¡Lipski!».
Se trataba de un insulto, ya que Lipski era el apellido de un judío que el año anterior había sido acusado de victimar a una mujer en el East End. Tanto Israel Schwartz como el hombre bien vestido se alejaron cautelosamente de allí, y esa asustadiza prudencia sellaría la suerte de Long Liz, cuyo cuerpo inerte, con la garganta segada de izquierda a derecha, sería descubierto minutos después por el conductor de un pony.
Minutos después, los agentes que acudieron por motivo de la muerte de Stride se enteraron que a unas cuadras en dirección oeste, en Aldgate –que formaba parte de la City de Londres y, por ende, quedaba fuera de la jurisdicción de la Policía Metropolitana–, habían encontrado a una segunda víctima salvajemente mutilada. ¡El «Asesino de Whitechapel» –pues así lo tildaba entonces la prensa– había tenido el tupé de matar a dos mujeres en la misma noche!
Edward Watkins, policía de la City, patrullaba circundando la plaza Mitre cada quince minutos, con tediosa regularidad. Enfocó el haz anaranjado de su linterna de ojo de buey hacia el pavimento de la plaza, pero no captó nada fuera de lo normal. En su siguiente ronda, a la 1.45 de la madrugada, descubrió un cuerpo femenino con las polleras levantadas sobre el pecho. Yacía bañada en sangre. «La habían despanzurrado como si fuese un cerdo expuesto para la venta en el mercado. Sus entrañas estaban echadas formando un montón alrededor del cuello» relataría posteriormente. Corrió en pos de auxilio hasta la caseta ocupada por George Morris, velador de los almacenes de la empresa Kearly and Tongue, que bordeaban la plaza.
—Amigo, ¡Por favor ayúdeme!
– ¿Qué pasa?– preguntó el cuidador, emergiendo de la pesadez del sueño que a aquella hora lo había vencido.
—¡Han despedazado a otra mujer! ¡El asesino volvió a atacar!— musitó Watkins, que en sus diecisiete años de experiencia nunca se había enfrentado a una monstruosidad semejante, y a duras p***s lograba disimular su pánico.
El primer profesional en llegar al escenario fue el doctor George William Sequeira, un residente del barrio. Asistió al médico policial Frederick Gordon Brown quien arribó a las 2.18, según quedó anotado con puntillosa exactitud en el reporte de la autopsia. También acudieron un inspector y dos agentes. Pronto comparecería allí asimismo el máximo responsable policial de la City de Londres, comisario interino Henry Smith.
Al rato convocaron a este jerarca a la entrada de un edificio de la calle Goulston. Sobre el piso yacía un trozo de delantal manchado con sangre que, conforme se sospechaba, el ejecutor le había arrancado a la mujer. La prenda parecía servir para señalar hacia la pared interna donde lucía trazada con tiza una extraña consigna: «Los Judíos son los hombres que no serán culpados por nada» (aunque en realidad en vez de «Judíos» decía «Juwes», expresión carente de significado).
A las 5 de la mañana se apersonó en el lugar de esa pintada el supremo jefe de la Policía Metropolitana, general Charles Warren, bajo cuya competencia caía esa presunta prueba. Warren mandó borrar el grafiti sin esperar a que amaneciera para ser fotografiado. Henry Smith y otro inspector de la City allí presente aceptaron a regañadientes esa decisión.
Catherine Eddowes –tal era el nombre de la víctima de la plaza Mitre– había nacido en los Midlands, era hija de un artesano que trabajaba en hojalata y de niña fue trasladada a la capital británica, donde la criaron en una escuela de caridad. Contando con diecinueve años se fugó con un soldado bastante mayor llamado Thomas Conway, cuyas iniciales llevaba tatuadas en su antebrazo izquierdo. Convivió con el soldado durante doce años y procreó tres hijos. Durante sus últimos cuatro años mantuvo un vínculo estable con el vendedor ambulante John Kelly y desempeñaba labores zafrales como, por ejemplo, segar lúpulo en la ciudad de Kent, desde donde arribó con su pareja al East End días antes de su óbito. Aunque su amante y otros conocidos lo negaron en la instrucción, con toda probabilidad ejercía el meretricio en forma ocasional.
En 1888 su vida discurría en neto deterioro. Con cuarenta y seis años vivía alejada de sus hijos, quienes renegaban de ella. Tanto le rehuían, que su hija mayor casada suministró una dirección falsa cuando Kate la buscó a fin de solicitarle un préstamo. Ese pedido de dinero frustrado fue la razón de que la mujer estuviera en Whitechapel por entonces, pues ella y John se habían gastado las magras ganancias obtenidas en la recolección de lúpulo. Empeñaron unas botas del hombre para que la noche anterior ella durmiera en una pensión y, como no alcanzaba para los dos, él se despidió en busca de un asilo masculino donde pernoctar. A la mañana siguiente se reencontraron en un mercadillo de ropa vieja sito en Houndsditch, entre las calles Aldgate y Bishopsgate, y desayunaron con lo que les quedaba del dinero recibido por las botas. Luego se fueron cada uno por su lado, tras prometer volverse a reunir a la noche en aquel mismo sitio. Pero para ese momento la mujer ya se había olvidado de esa cita. Era una alcohólica perdida, y en tal estado se encontraba la noche del 29 de septiembre.
—¡Tuuh, tuuh! ¡Abran paso! … ¡Tuuh, tuuh!— gritaba con voz estridente y pastosa por la ingesta de ginebra imitando el ruido de un carro de bomberos, al tiempo que se aferraba como podía al caño de una farola a gas. No era una borracha violenta, pero sus chillidos ahuyentaban a los clientes del puestero delante de cuyo expendio se había ubicado tras salir de la taberna. El comerciante mandó a su aprendiz en busca de algún vigilante, y al rato aparecieron dos policías de la comisaría más próxima, que era la de Bishopsgate.
—¡Vamos, ven con nosotros a la comisaría! Te quedarás encerrada hasta que se te pase la resaca.— le ordenó el más viejo de los dos. No opuso resistencia y la transportaron asiéndola cada uno por un brazo, porque ap***s podía mover las piernas. Una vez en la comisaría fue conducida frente al escritorio del agente de guardia, George Hutt, quien le preguntó:
—¿Cómo te llamas?
—Nada.— rumió, al tiempo que se dejaba caer sobre el sargento James Byfield, que trabajosamente la sostuvo.
—No puede ni mantenerse en pie. ¿La pongo en el calabozo? -
Hutt frunció el ceño y asintió. Próximo a la 1 de la mañana se incorporó y preguntó cuándo la dejarían marcharse.
—Cuando seas capaz de cuidar por ti misma—– repuso el guardia acercándose a la celda con el cuaderno de ingresos y una pluma en la mano. —Y, a propósito: ¿Cómo te llamas y dónde vives?
—Mi nombre es Mary Ann Kelly y vivo en el número 6 de la calle Fashion.— mintió.
El policía tomó nota y, comprobando que al menos podía mantenerse erguida, le abrió la reja.
—Mi marido me dará un tremendo rezongo cuando se entere que estuve presa.
—Y te lo tendrás bien merecido– contestó Hutt escoltándola hasta la salida. —No tienes derecho a emborracharte. Buenas noches.
El agente de guardia la había tratado bastante bien, pero Eddowes no toleraba a los polizontes. Al darse cuenta de que no irían a volver a encargarla se despidió con un insulto.
-- Buenas noches, gallo viejo.-
«Gallos viejos» o «moscardones azules» –por el color de su uniforme– representaban algunos de los epítetos despectivos con que los habitantes del East End se referían a los policías. Luego de salir a la calle, a la 1.15 de la mañana, la mujer giró a su izquierda en dirección a Houndsditch, donde prometió reunirse con John Kelly nueve horas antes. Sin embargo, no siguió recto por ese sendero sino que en cierto momento ejecutó un rodeo y, por razones que se desconocen, se encaminó con destino a la plaza Mitre. Menos de media hora después de haber abandonado la comisaría, Kate se encontró con Jack el Destripador.
Pasó el mes de octubre sin que se sumaran nuevos crímenes, y aún las pr******tas que vivían aterrorizadas imaginaron que la existencia retornaba a su normalidad –dentro de lo que podía reputarse normal en Whitechapel–. Las que habían dejado de frecuentar los lugares en que se contactaban con clientes, o en donde iban para beber una copa y relajarse entre una faena y otra, volvían a atreverse a salir. -
- Hola Jeannette, me alegra verte. Pensé que nos habías abandonado. Hacía más de un mes que no te dejabas caer por acá– le saludó la corpulenta esposa del dueño del pub Britannia, el más próximo a donde ella se alojaba, en el número 26 de la calle Dorset, una especie de conventillo llamado Miller´s Court.–Buenas tardes señora Ringer, yo también me alegro de verla a usted. Aquí puedo venir a empinar un trago sin pensar en el trabajo, ni ser molestada cuando no tengo ganas de salir con un tipo.
—¿Quieres que te sirva ginebra, o prefieres una pinta de cerveza?
—La cerveza me apetece mejor hoy.— En realidad a Mary Jane Kelly le apetecía la ginebra, pero la cerveza era más barata y tendría que ahorrar o pronto la echarían literalmente a patadas de su habitación número 13 por morosa. Aunque era demasiado joven comparada con las demás víctimas –pues sólo tenía veinticinco años– la irlandesa pelirroja de ojos azules había comenzado a abismarse por una pendiente sin salida.
Extrañaba a Joseph Barnett, su concubino hasta sólo nueve días atrás. El 30 de octubre aquél había abandonado la vivienda que compartían, luego de una violenta pelea donde ambos amantes se arrojaron con cuanto objeto tuvieron a mano. Incluso rompieron el vidrio de una de las ventanas. La chica ni siquiera podía recordar ahora el motivo de la gresca, de tan ebria que entonces se encontraba. Pero se hacía de noche, la noche del 8 al 9 de noviembre. Apuró el último sorbo de su cerveza y se despidió de la señora Ringer, que de nuevo tuvo la gentileza de fiarle. No podía seguir viviendo así, necesitaba ganar dinero. Sin Joe ocupando su habitación se facilitaba su trabajo, no tendría que hacer la molesta tarea de pie en un callejón. Además, podía conseguir clientes mejores, dispuestos a pagar bien por la comodidad de una cama y de un cuarto caliente.
Aquella madrugada varias vecinas y colegas la vieron entrar y salir incansablemente de su pieza llevando allí a candidatos muy diversos. La señora Mary Ann Cox, una viuda de treinta y un años, también pr******ta, la halló del brazo de un tipo desarreglado, bajo, gordo, de mejillas sonrosadas por el exceso de alcohol y bigote rubio. Para tornarlo más ridículo aún, el cliente aferraba una jarra de cerveza. Jeannette abrió la puerta del número 13 y lo hizo pasar, pero antes de entrar ella misma vio a Cox que se retiraba de su habitación –que quedaba próxima a la ocupada por la pelirroja– y le anunció:
—Amiga, te voy a dedicar una canción.— tras lo cual se puso a entonar una melodía titulada Una violeta que arranqué de la tumba de mi madre. Aparte de que la canción era triste Mary Jane desafinaba. Al rato la viuda volvió a verla salir en busca de otro cliente.
El último testigo que la habría avistado en esa velada fue un obrero amigo suyo, George Hutchinson, quien describiría a su acompañante como un sujeto muy elegantemente vestido y «con pinta de extranjero, tal vez un judío».
El domingo 9 de noviembre era un día festivo para los londinenses en el cual se celebraba la fiesta del Lord Mayor, distinción que recibe el alcalde de Londres, York y otras ciudades importantes del Reino Unido. Pero no todos los londinenses estaban de espíritu alegre esa mañana. Mientras oía el paso de la carroza que transportaba al Lord Mayor y los vítores de la muchedumbre, John McCarthy –locador de Kelly y dueño de un bazar con frente a las covachas de Miller's Court– refunfuñaba al revisar sus cuadernos de cuentas. Ocurría que, desde semanas atrás, los números no le cerraban y únicamente se venía sosteniendo gracias a las ventas de su negocio. En una situación normal sus ingresos principales provenían de las habitaciones que alquilaba a las pr******tas en el edificio del número 26 de la calle Dorset, y ahora la mayoría de ellas le estaban adeudando. Al reflexionar sobre la razón que provocaba esos atrasos McCarthy masculló para sí: «¡Es por culpa de ese ma***to de Jack el Destripador! Las tipas tienen miedo de salir a trabajar y cada vez consiguen menos plata. Por eso es que les cuesta tanto pagar ahora»
El arrendador se consideraba un hombre razonable. Entendía que había surgido una causa que justificaba que sus inquilinas ganaran menos, y por el momento haría la vista gorda y no las acosaría. Sin embargo, al puntear con su lápiz repasó la deuda que mantenía la pensionada del número 13. El importe ascendía a una libra y nueve chelines, eso era demasiado. Por poco que estuviera trabajando le parecía claro que la irlandesa se estaba pasando de lista.
-- ¡Indian Harry! – voceó, llamando por el seudónimo a Thomas Bowyer, su empleado de cobranzas, que había salido del bazar para contemplar el desfile. –Ven acá de una vez hombre, que te necesito.
–Sí señor, a la orden– contestó aquél, entrando con paso desganado y dirigiéndose al escritorio donde su empleador hacía las cuentas.
—No te voy a mandar lejos. Quiero que cruces la calle y vayas hasta lo de Mary Kelly para que, de una vez por todas, me pague el alquiler que me debe.— levantó el cuaderno, y apuntando con su dedo índice le señaló la cantidad que la mujer adeudaba. —Si no puedes obtener el total cuando menos no regreses con las manos vacías.
El otro asintió y fue hasta el perchero en procura de su abrigo. No es que hiciera mucho frío esa mañana, pero el gabán oscuro que ahora se ceñía completaba su apariencia de hombre serio, y él se figuraba que lo volvía más digno de respeto ante los morosos. A las 10.45 el cobrador golpeó la puerta del número 13. Dos, tres veces. No hubo respuesta. ¿Estaría la mujer dentro y fingiría no escuchar?
A efectos de salir de dudas, Indian Harry se dirigió a la parte lateral de la vivienda para mirar por la ventana. El vidrio tenía una rotura que permitía introducir la mano para descorrer la cortina interna. Cuidando no lastimarse apartó la sucia tela, y aplicó un ojo a la abertura a fin de escrutar hacia el interior. Lo que vio le hizo proferir un alarido de terror y retiró tan rápido la mano que se raspó el dorso, el cual empezó a sangrar levemente.
El macabro hallazgo, que Bowyer tuvo la desgracia de hacer, resultó uno de los más espantosos y depravados que consignan los anales de la criminología mundial. Sobre la cama bañada en sangre reposaban maltrechos despojos de aquella que en vida fuera una sensual cortesana. Únicamente llevaba puesto un menguado camisón que dejaba ver el atroz estropicio infligido a su organismo. Su estómago lucía abierto en canal y habían seccionado su nariz, sus senos y sus orejas. Trozos de muslo y fragmentos de piel de su cara yacían junto al cuerpo descarnado. Los riñones, el hígado y otros órganos se esparcían en torno al cadáver y encima de la mesa de luz.
El dantesco cuadro llenó de horror al cobrador, quien fue corriendo al bazar de su patrón y le comunicó el terrible descubrimiento. Ambos regresaron a la pensión y, escudriñando desde la ventana, volvieron a comprobar el hecho. El dueño envió a su empleado a buscar ayuda a la comisaría de la calle Comercial mientras él se quedaba montando guardia. Al rato arribaron los inspectores Beck y Abberline y el superintendente Thomas Arnold. También se llamó al médico forense Phillips. Ninguno de los policías se decidía a impartir la orden de forzar la entrada para acceder a la escena del crimen, pues aguardaban instrucciones de Sir Charles Warren. Pasaban las horas sin tenerse noticias de éste, hasta que se supo la sorprendente novedad de que el jefe supremo había presentado su dimisión aquella misma mañana.
A las 13.30 el superintendente Arnold asumió la responsabilidad de mandar quitar la ventana para tomar fotografías al interior. Luego de efectuada esta tarea se requirió al propietario que rompiera la puerta a fin de hacer posible el ingreso, lo cual éste hizo valiéndose de una piqueta.
—¡Parecía más la obra de un demonio que de un hombre!— exclamó John McCarthy al testimoniar en la instrucción subsiguiente, dejando constancia de la tremenda impresión que le produjo el monstruoso hallazgo, que estremeció incluso a los más endurecidos policías que concurrieron a la tétrica habitación.
Este brutal crimen puso punto final, según las apariencias, a la furia asesina desatada por Jack. No se llegó nunca a procesar a nadie por las abominables muertes, y James Berry, quien ejercía por aquellos años el cargo de verdugo oficial de Gran Bretaña, no pudo ejecutar al culpable. A no dudar que lo hubiera ejecutado, ya que la muerte en la horca constituía, de acuerdo a la legislación imperante, el destino que la ley y la sociedad agredida le reservaban al sá**co personaje.
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