10/07/2025
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Historia. La noche que la vi rezar.
Trabajo como vigilante nocturno en una de las iglesias más antiguas de Tegucigalpa. Mi turno empieza cuando todo el mundo se va, cuando el eco de los pasos desaparece y la única compañía que tengo son las campanas que suenan cada hora. Esa noche no era diferente, o al menos eso pensaba.
Alrededor de la medianoche, hacía mi recorrido habitual por el patio trasero de la iglesia, donde está el viejo cementerio. El aire era frío, más de lo normal, y la brisa parecía arrastrar susurros, aunque no había nadie allí. Revisé las tumbas, como siempre, y volví hacia la puerta principal. Fue entonces cuando escuché algo: un suave murmullo, casi como si alguien estuviera rezando.
Detuve mis pasos y me concentré. La voz era clara, femenina, pero no pude identificar de dónde venía. Saqué mi linterna y comencé a buscar alrededor de las columnas y los arcos del patio. No había nada, hasta que giré hacia un rincón oscuro junto a la entrada trasera. Ahí estaba.
Una mujer de pie, vestida con un hábito negro, inclinada sobre una pequeña cruz de piedra. Estaba rezando, sus palabras eran rápidas pero imposibles de entender. Sentí un escalofrío, pero pensé que quizá era alguien que había entrado sin que me diera cuenta. Me acerqué con cuidado.
—Señora, ¿todo bien? —pregunté, intentando que mi voz no sonara temblorosa.
No respondió. Ni siquiera se movió. Solo seguía rezando, con la cabeza gacha. Di un paso más, y entonces noté algo extraño: sus pies no tocaban el suelo.
Retrocedí un paso, pero mi cuerpo parecía congelado. La mujer dejó de rezar y levantó lentamente la cabeza. Su rostro estaba envuelto en sombras, pero sentí que me miraba directamente a los ojos, aunque no podía verlos. Fue entonces cuando habló.
—No deberían estar aquí.
Su voz era baja, como un susurro que no venía de su boca, sino que resonaba en mi cabeza. Antes de que pudiera reaccionar, comenzó a avanzar hacia mí, sin mover los pies, deslizándose como si el aire la cargara. Intenté correr, pero mis piernas no respondían.
De repente, las campanas de la iglesia comenzaron a sonar, rompiendo el silencio con un estruendo ensordecedor. La mujer se detuvo y giró lentamente hacia la torre. Aproveché ese momento para retroceder, pero antes de que pudiera escapar, la vi desaparecer. No se desvaneció como una sombra; se desmoronó, como si su cuerpo fuera ceniza que el viento arrastró.
Respiré aliviado, pensando que todo había terminado, pero cuando me di la vuelta para regresar al interior de la iglesia, la puerta estaba abierta. Adentro, el mismo murmullo resonaba otra vez.
Entré lentamente, el sonido de las campanas aún repicaba en mis oídos. Al fondo, junto al altar, la vi de nuevo. Estaba arrodillada, rezando frente al crucifijo, pero esta vez no estaba sola. Una fila de figuras, todas vestidas con hábitos negros, ocupaban las bancas, todas inmóviles, todas inclinadas hacia ella.
Cuando intenté salir corriendo, la puerta detrás de mí se cerró con un golpe. Las figuras alzaron la cabeza al mismo tiempo, sus rostros cubiertos de sombras, y entonces ella habló de nuevo, esta vez con una voz que parecía salir de cada rincón de la iglesia:
—Ahora rezarás con nosotros.
Las campanas volvieron a sonar, pero esta vez, no fue un alivio. Fueron el último eco que escuché antes de que la oscuridad me envolviera por completo.
Desde esa noche, nadie más me ha visto, y la iglesia sigue cerrada. Algunos dicen que las campanas aún suenan a medianoche, pero no es el viento quien las mueve
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