Terror en primera persona

Terror en primera persona ¿Te gustan las historias de terror que te hacen temblar de miedo?

El Murmullo en las ParedesVivo en un apartamento antiguo en el corazón de la colonia Roma, aquí en la Ciudad de México. ...
01/09/2025

El Murmullo en las Paredes
Vivo en un apartamento antiguo en el corazón de la colonia Roma, aquí en la Ciudad de México. Tengo 32 años y desde hace unas semanas, mi vida ha tomado un giro inquietante. Todo comenzó con los ruidos. Pequeños arañazos en las paredes, crujidos en el suelo de madera que se intensificaban cuando me quedaba en silencio. Al principio, lo atribuí a la vejez del edificio, a las ratas, o a los vecinos del piso de arriba.
Pero luego, los ruidos se hicieron más extraños. Empecé a escuchar un murmullo. Débil al principio, como un susurro lejano que no podía descifrar. Sonaba como voces, pero nunca lograba entender las palabras. Se colaban en el silencio de mi apartamento, apareciendo y desapareciendo sin patrón aparente. Me convencí de que era el estrés, el cansancio, la soledad. La vida en la ciudad, después de todo, es un generador constante de ansiedad.
Un día, mientras trabajaba en mi computadora, el murmullo se hizo más claro. Parecía venir de la pared justo detrás de mi escritorio. Me acerqué, apoyé la oreja, pero al hacerlo, el sonido cesó. Volví a mi asiento, y el murmullo regresó. Era como si jugara conmigo, como si se burlara de mi cordura. Empecé a sentir una presencia, una sensación de ser observado, incluso cuando estaba solo en mi apartamento.
Comencé a buscar explicaciones lógicas con una obsesión creciente. Revisé cada rincón de mi apartamento. Golpee las paredes, buscando huecos o tuberías que pudieran ser la fuente del sonido. Revisé las rejillas de ventilación. Incluso hablé con los vecinos, pero nadie reportaba nada inusual. Mis amigos, a quienes les conté mis experiencias, me miraban con preocupación. "Necesitas descansar, Carlos," me dijo Laura, mi mejor amiga, con una voz cargada de cautela.
Pero el murmullo no me dejaba descansar. Se infiltraba en mis sueños, transformándose en voces indescifrables que me despertaban en medio de la noche, empapado en sudor. Empecé a dormir con la luz encendida, con música suave de fondo, cualquier cosa para ahogar ese sonido que me carcomía.
La línea entre lo real y lo imaginario comenzó a difuminarse. Los objetos de mi apartamento a veces parecían moverse de lugar. Un libro que dejaba en la mesa aparecía en el suelo. Las llaves desaparecían y luego aparecían en los lugares más insospechados. Intenté convencerme de que era mi propia falta de atención, mi agotamiento. Pero cada vez que algo sucedía, el murmullo se intensificaba, como si la entidad que lo producía se deleitara con mi confusión.
Una noche, mientras intentaba dormir, el murmullo se convirtió en algo más. De repente, distinguí una palabra. Solo una. "Carlos." Mi nombre. Pronunciado en un susurro gélido, directamente en mi oído, a pesar de que estaba solo en mi habitación. Me incorporé de golpe, el corazón latiéndome con fuerza, el sudor frío empapando mi frente. No había nadie.
Ahora, cada vez que escucho el murmullo, siento el pánico. ¿Me estoy volviendo loco? ¿Estoy sucumbiendo a una psicosis inducida por el estrés de mi vida? ¿O hay algo más en este apartamento, algo invisible y maligno que se esconde en las paredes, observándome, susurrando mi nombre, intentando arrastrarme a la locura? La incertidumbre es el verdadero horror. Vivo en un estado constante de duda, temiendo que la próxima vez que el murmullo se haga audible, finalmente me revele su verdadera naturaleza, o la mía.

Parte 2: La Decision del MacheteEl segundo día de encierro se sentía como una eternidad. La sed se había intensificado a...
06/08/2025

Parte 2: La Decision del Machete
El segundo día de encierro se sentía como una eternidad. La sed se había intensificado a un nivel que rozaba el dolor físico. Cada trago de agua era un evento, una negociación con mi propio cuerpo. La imagen de la chica suplicando en mi puerta había dejado de ser una punzada de culpa para convertirse en un tormento silencioso. Mi mente jugaba trucos, creyendo escuchar sus lamentos y los gruñidos de los infectados, aun cuando todo estaba en silencio. La paranoia era un huésped no invitado en mi pequeño refugio.
La desesperación me empujó a la ventana. El sol de la mañana iluminaba el asfalto vacío, roto por uno que otro zombie que se arrastraba con un andar de marioneta rota. Su apariencia se deterioraba rápidamente; la piel se volvía más grisácea, los movimientos más lentos y erráticos. Aún así, seguían siendo una amenaza, una masa incomprensible de carne y voracidad.
Fue entonces cuando la vi.
Una mochila. Estaba tirada en la banqueta, a unos diez metros de la entrada de mi edificio. Era una mochila de excursionismo, de las buenas, y parecía estar llena. En mi mente, era un cofre del tesoro: quizás con agua, comida, medicinas. El botín de un superviviente que no había tenido tanta suerte. El instinto me gritaba que era una trampa, un señuelo demasiado obvio. Pero la sed, el hambre y la desesperación eran más fuertes que la lógica.
Recordé lo que había pasado la noche anterior. La puerta. La chica. Mi cobardía. Y pensé: ¿cuántas mochilas como esa había dejado pasar por miedo? En un apocalipsis, los recursos son la moneda, y la supervivencia es un juego de alto riesgo.
Mi mirada se posó en el viejo machete de mi padre, colgado en la pared. Lo había ignorado por el cuchillo más práctico y menos ostentoso. Pero ahora, su peso y su forma me parecían una promesa de seguridad. El recuerdo de mi padre, un hombre recio, que lo usaba para podar el jardín, se mezcló con las fantasías de mi adolescencia, cuando me imaginaba a mí mismo, con una katana en mano, aniquilando hordas de zombies. Ahora, un machete. Un machete de verdad. El terror se mezcló con una dosis enfermiza de adrenalina.
La decisión era clara, pero aterradora. Tenía que salir, tenía que llegar a esa mochila. Mis provisiones no durarían para siempre, y la falta de agua sería mi verdadero asesino. Subí el cierre de mi mochila de supervivencia, revisé el cuchillo en mi cinturón. Me armé de valor. La decisión estaba tomada, pero sabía que era un pacto con el diablo. Una vez que saliera, el mundo no sería el mismo.
Me acerqué a la puerta, el machete en mi mano temblorosa. Sabía que la calle no me daría la bienvenida. Los gritos de la noche anterior y el eco de la chica en la puerta se hicieron más fuertes en mi mente. La moral, la decencia, la humanidad... todo eso se había desvanecido en la sed, en el miedo. Había dejado a alguien morir. Ahora era mi turno de salir. Y el machete de mi padre, esa reliquia de una vida pasada, era el símbolo de mi nueva, brutal y aterradora realidad.

Capítulo 2: Los Días de Encierro y la Sed SilenciosaParte 1: La Cuenta Regresiva del AguaLa mañana del día siguiente lle...
04/08/2025

Capítulo 2: Los Días de Encierro y la Sed Silenciosa
Parte 1: La Cuenta Regresiva del Agua
La mañana del día siguiente llegó sin el canto de los pájaros, solo el silencio ominoso interrumpido por los ecos distantes de la pesadilla que se extendía por la ciudad. Me levanté con la boca seca y una sensación pegajosa en el cuerpo, producto del terror y la inactividad. La imagen de la chica en la puerta, sus gritos ahogados, seguía grabada en mi mente, un recordatorio constante de mi cobardía y la brutalidad del nuevo mundo.
Mi departamento se había convertido en una fortaleza improvisada, pero una fortaleza con fecha de caducidad. Revisé mis provisiones por enésima vez. La comida enlatada era abundante, el arroz y la pasta también, pero el agua... el agua era finita. Las botellas que había llenado la tarde anterior parecían una miseria ante la perspectiva de un encierro prolongado. Abrí el grifo de la cocina, solo para escuchar un gorgoteo lastimero y luego, silencio. El suministro de agua de la red se había cortado.
La ironía no escapó a mi mente. Había sobrevivido al primer embate del apocalipsis zombie gracias a mi previsión con las ofertas de supermercado, pero ahora, la necesidad más básica para la supervivencia a largo plazo, el agua, comenzaba a escasear. Mis cálculos iniciales de quince días de autonomía se veían drásticamente reducidos. Sin agua corriente, el papel higiénico, aunque abundante, perdía gran parte de su utilidad práctica.
La televisión seguía muda, la energía eléctrica era intermitente. El mundo exterior era un misterio aterrador, solo insinuado por los ruidos esporádicos que llegaban desde la calle: gruñidos, golpes sordos, y a veces, gritos lejanos que se cortaban abruptamente. Me asomé por la ventana con cautela. La calle seguía desolada, pero aquí y allá se podían ver figuras tambaleantes, los pocos "vivos" que se aventuraban a salir, y los numerosos no-mu***os que vagaban sin rumbo.
La sed comenzó a hacerse presente, una molestia creciente que pronto se convertiría en una necesidad apremiante. Bebí un sorbo de una de mis botellas de agua, intentando racionar cada gota. Pensé en mis vecinos. ¿Estarían en la misma situación? ¿Habrían tenido la suerte de almacenar más agua? La idea de pedir ayuda cruzó mi mente, pero el recuerdo de la chica en la puerta la disipó de inmediato. La confianza en los demás era un lujo que ya no podía permitirme.
Pasé el día revisando mi equipo: el cuchillo oxidado, el botiquín básico, una linterna con baterías de repuesto. No era mucho, pero era todo lo que tenía. Mi mente divagaba, recordando las películas y los videojuegos de zombies. Siempre había un grupo de supervivientes, una misión, una esperanza de encontrar una cura o un lugar seguro. Pero aquí, en mi departamento en Tezozómoc, solo había un hombre, una cantidad limitada de recursos y un mundo exterior hostil e implacable.
Al caer la noche, la sed se había convertido en una punzada constante en mi garganta. Abrí la última botella de agua que tenía a mano y bebí la mitad, sabiendo que cada sorbo era un día menos de supervivencia garantizada. La cuenta regresiva había comenzado, no por la amenaza inmediata de los zombies, sino por la necesidad silenciosa y letal del agua. Y yo, Erick, el superviviente de las ofertas de supermercado, me enfrentaba a un enemigo invisible e implacable, uno que no podía ser apuñalado ni evadido con tácticas de videojuegos. La verdadera prueba de mi supervivencia no sería contra los mu***os vivientes, sino contra la sed silenciosa que comenzaba a roer mi cuerpo.

31/07/2025

Parte 3: La Puerta y el Cuchillo
La noche cayó sobre la Ciudad de México como un sudario. Desde mi encierro, escuchaba los lamentos y los gruñidos que ahora resonaban con más fuerza en la oscuridad. Las sirenas habían cesado, dejando un silencio aún más opresivo, solo roto por los sonidos de la desesperación humana y la voracidad no-muerta. La energía eléctrica parpadeaba de manera errática, sumiendo a mi edificio y a la calle en sombras intermitentes.
Miré por la ventana, la linterna de mi móvil iluminando tenuemente la escena. Algunos incendios comenzaban a surgir a lo lejos, pintando el cielo nocturno con reflejos rojizos y humeantes. La calle, antes familiar, ahora era un laberinto de sombras donde figuras tambaleantes se movían sin rumbo fijo. La visión era como una escena sacada directamente de uno de mis videojuegos favoritos, solo que el hedor, el miedo real y la ausencia de un botón de "reset" lo hacían infinitamente más aterrador.
El sonido vino de abajo, de la puerta principal de mi departamento. Un golpeteo débil al principio, casi tímido, que pronto se intensificó, volviéndose más insistente y desesperado. "¡Ayuda! ¡Por favor, alguien abra!" La voz era femenina, joven, llena de terror.
Mi mente se debatió. El manual no escrito de supervivencia zombie, aprendido a base de horas de juego y películas, gritaba: "¡No abras la puerta!". Pero la súplica en esa voz me punzó la conciencia. ¿Era una superviviente real? ¿O un señuelo, una trampa tendida por los infectados?
Los golpes se hicieron más violentos, acompañados ahora de gemidos guturales. Alguien más estaba ahí. Dudé, con el corazón latiéndome con fuerza en el pecho. Me asomé por la mirilla. La imagen me heló la sangre. Una chica joven, con el rostro cubierto de sangre y lágrimas, golpeaba la puerta con desesperación. Detrás de ella, forcejeando para alcanzarla, se veían varios rostros desfigurados, con la piel grisácea y los ojos inyectados en sangre. Eran rápidos, más de lo que había imaginado.
Retrocedí de la puerta, sintiendo un escalofrío recorrer mi cuerpo. No podía abrir. No podía arriesgarme. El instinto de supervivencia, ese egoísmo primario que emerge en situaciones extremas, se impuso a cualquier atisbo de compasión. Escuché los gritos de la chica volverse más débiles, ahogados por los gruñidos voraces. Luego, silencio. Un silencio aún más aterrador que los lamentos anteriores.
Me apoyé contra la pared, temblando, con el sonido de suplicas aún resonando en mis oídos. Sabía que había tomado la decisión "lógica", la decisión que cualquier protagonista de videojuego de terror tomaría para sobrevivir. Pero la culpa me carcomía por dentro. Había escuchado la desesperación en su voz, había visto el terror en sus ojos a través de la mirilla. Y yo no había hecho nada.
Tomé el cuchillo oxidado que había encontrado. Su peso en mi mano se sentía irrisorio, una pobre defensa contra el horror que ahora acechaba justo afuera de mi puerta. Pero era lo único que tenía. Miré alrededor de mi pequeño departamento, mi refugio improvisado, mi fortaleza de latas de atún y papel higiénico. El mundo exterior había cambiado para siempre, y yo, Erick de Tezozómoc, había cambiado con él. La indiferencia se había convertido en miedo, la rutina en encierro, y la fantasía de sobrevivir a un apocalipsis zombie se había transformado en una cruda y aterradora realidad. La noche era larga, y la puerta, aunque cerrada, ya no se sentía segura.

La noche es un territorio lleno de ruinas y ecos. Te han dicho qué debes temer, pero no te han enseñado a escuchar lo qu...
31/07/2025

La noche es un territorio lleno de ruinas y ecos. Te han dicho qué debes temer, pero no te han enseñado a escuchar lo que las ruinas intentan decir.

Nosotros no venimos a demolerlas. Venimos a explorarlas.

Este espacio es la mesa de un detective, el campamento base de un arqueólogo de lo imposible. Aquí, cada leyenda es un artefacto frágil, cada historia es un mapa incompleto que extendemos bajo una luz tenue.

No narramos cuentos; los excavamos. Deconstruimos cada relato capa por capa, no para verlo caer, sino para entender su extraña arquitectura. Reconocemos que la ciencia aún no ha trazado todos los mapas, y es en esos bordes blancos donde prospera el verdadero terror.

Nuestra promesa es una linterna y una brújula: te guiaremos en la exploración, haremos las preguntas que otros evitan y aceptaremos la inquietante posibilidad de no encontrar una respuesta simple. A veces, entender por qué sucede lo que sucede es asomarse a un abismo.

Si sientes que hay verdades ocultas en el polvo del tiempo, si tu curiosidad te empuja a tocar lo que no tiene nombre...

La expedición está por comenzar.

Toma tu lugar en la mesa.

Parte 2: El Despertar de la CalleLa negación duró poco. Al caer la tarde del mismo día, las sirenas comenzaron a ulular ...
30/07/2025

Parte 2: El Despertar de la Calle
La negación duró poco. Al caer la tarde del mismo día, las sirenas comenzaron a ulular con una insistencia desesperada, cortando el aire enrarecido. Los noticieros, ahora en cadena nacional, mostraban imágenes confusas: multitudes corriendo, enfrentamientos aislados, y los primeros casos confirmados de personas atacando a otras con una violencia inusitada. La "gripe" había mostrado su verdadero rostro, uno teñido de sangre y demencia.
Desde la ventana, vi cómo la calle comenzaba a transformarse. La calma matutina se había roto. Los pocos transeúntes de antes ahora corrían con torpeza, algunos tropezando y cayendo, para no volverse a levantar. Escuché los primeros gritos, agudos y llenos de pavor, provenientes de la avenida principal. Un grupo de personas se arremolinaba alrededor de algo que no podía ver, pero los alaridos y los movimientos convulsivos no dejaban lugar a dudas.
Mi instinto, cultivado durante horas frente a la pantalla jugando a sobrevivir a hordas de no-mu***os, se activó. Dejé el móvil a un lado y me dirigí a la cocina. Revisé mis provisiones: las latas alineadas, los paquetes de arroz, el preciado papel higiénico. Por una vez, mi manía de las ofertas parecía una bendición. Llené una mochila con agua embotellada, algunas barras energéticas y un botiquín básico. Encontré un viejo cuchillo de cocina en un cajón, no era una katana ni una motosierra, pero era lo que tenía.
La televisión seguía vomitando imágenes caóticas. Un reportero, con la voz entrecortada, describía escenas de histeria en el Metro, donde los vagones se habían convertido en trampas mortales. Las autoridades, visiblemente desbordadas, pedían a la población que permaneciera en sus hogares. Un consejo que, para muchos, llegaba demasiado tarde.
Desde mi ventana en el tercer piso, pude ver a los primeros infectados. Caminaban con un andar rígido y descoordinado, sus ropas manchadas, sus movimientos torpes pero persistentes. Algunos gemían, otros simplemente avanzaban con la mirada perdida, pero todos irradiaban una amenaza palpable. Vi cómo uno de ellos se abalanzaba sobre un hombre que había caído en la calle, y los gritos cesaron abruptamente.
El hedor que había notado por la mañana se había intensificado, ahora mezclado con un olor acre a sangre fresca y algo más, algo pútrido que me revolvió el estómago. El aire de la tarde se había vuelto pesado, cargado de miedo y presagio. La calle, mi calle, la que conocía y por la que caminaba sin pensarlo, se había convertido en un escenario de pesadilla. El despertar de la calle era el despertar de la muerte, y yo, Erick de Tezozómoc, estaba atrapado en medio de ella. La cuarentena voluntaria se había convertido en un encierro forzoso, y mis existencias de latas de atún ya no parecía una garantía, sino una tenue barrera contra el horror que comenzaba a golpear a mi puerta.

Capítulo 1: El Eco de la Gripe MortalParte 1: El Hedor en el AmbienteEl 19 de septiembre, la Ciudad de México se despert...
29/07/2025

Capítulo 1: El Eco de la Gripe Mortal
Parte 1: El Hedor en el Ambiente
El 19 de septiembre, la Ciudad de México se despertó bajo un sol engañosamente brillante. Yo, Erick, de 34 años y habitante de la colonia Tezozómoc en Azcapotzalco, me levanté con la resaca de una noche de videojuegos, sintiendo el acostumbrado zumbido en mis oídos que no era más que la banda sonora constante de esta gigantesca urbe. La rutina era la misma: café cargado, revisar noticieros en el móvil, y prepararme para el día como programador freelance. Sin embargo, había una extraña quietud en el aire, una pesadez que no se disipaba con el calor mañanero.
Las noticias hablaban de una "gripe atípica" que se estaba propagando rápidamente por algunas zonas del Centro Histórico. Los reportes eran confusos: pacientes con fiebre altísima, delirios violentos y una rapidez inusual en el deterioro. Mi mente, acostumbrada a los escenarios apocalípticos de Resident Evil, desestimó la información como otro de esos sustos virales que cada cierto tiempo nos recordaban nuestra fragilidad. Además, yo tenía mi propia fortaleza: la despensa de mi casa estaba surtida con latas de atún, frijoles y, sí, una cantidad vergonzosa de papel higiénico, resultado de aprovechar ofertas absurdas en el supermercado. Quince días, al menos, podía vivir sin pisar la calle.
Pero el ambiente era diferente. La calle se sentía rara. El tráfico, que solía ser un rugido constante, era un murmullo distante. Los cláxones eran menos agresivos, y los gritos de los vendedores ambulantes parecían amortiguados. Miré por la ventana de mi sala: pocos transeúntes, la mayoría con pañuelos cubriéndoles la boca, sus miradas esquivas. Un hedor sutil, a algo metálico y dulzón, flotaba en el aire, mezclándose con el olor a diesel y tacos. Era un aroma que, sin saberlo entonces, se convertiría en el olor de los últimos días.
Recibí un par de mensajes de mis amigos. Jorge, mi compañero de cervezas de los viernes, me preguntó si había visto las noticias, con un emoji de cara preocupada. Le resté importancia. Brenda, con la que compartía el gusto por los juegos de rol, solo me envió un GIF de un gato asustado. No les respondí de inmediato; la pereza matutina y la creencia de que era una alarma exagerada me mantenían pegado a mi pantalla.
Sin darme cuenta, la quietud se transformaba en inquietud, y el hedor sutil en algo más denso. La televisión, que había estado retransmitiendo un programa de variedades, de repente cambió a un boletín de última hora. La presentadora, con el rostro pálido y los ojos inyectados en sangre, intentaba mantener la compostura mientras la palabra "cuarentena" empezaba a ser pronunciada con una urgencia que helaba el alma. Y por primera vez, sentí un n**o en el estómago, un presentimiento oscuro que iba más allá de mis fantasías de videojuego. El Día 0 había comenzado, y nosotros, en Tezozómoc, apenas nos estábamos dando cuenta.

La Sed del Cerro del ChiquihuiteVivo en las faldas del Cerro del Chiquihuite, aquí en la Gustavo A. Madero. Tengo 34 año...
28/07/2025

La Sed del Cerro del Chiquihuite
Vivo en las faldas del Cerro del Chiquihuite, aquí en la Gustavo A. Madero. Tengo 34 años y siempre he escuchado las historias del Chupacabras, esas leyendas que se cuentan en voz baja, más como una broma macabra que como una amenaza real. Hasta ahora.
Todo comenzó con la muerte del ganado en los ranchos cercanos. Primero unas cuantas gallinas, luego cabras, y finalmente, un par de borregos. Lo extraño no eran las muertes en sí, sino la forma: ni rastros de depredadores comunes, ni carne devorada, solo unos pequeños orificios y los animales completamente desangrados. La gente empezó a murmurar, las viejas historias del Chupacabras desempolvaron susurros de miedo.
Al principio, me burlaba. "Cosas de coyotes," decía, intentando mantener la calma. Pero entonces, las muertes se acercaron. Los vecinos del Ajusco reportaban lo mismo, y el pánico comenzó a extenderse por la periferia de la ciudad. Y luego, lo vi.
Una noche, mientras sacaba la basura, una sombra se movió entre los matorrales al otro lado de la calle. Era ágil, de complexión delgada, y en la poca luz de la farola, pude distinguir unos ojos rojos brillantes que me observaban fijamente. No parecía un animal conocido. Era más esbelto, con una postura casi bípeda, y emanaba una sensación de peligro primario que heló mi sangre. Desapareció en la oscuridad antes de que pudiera reaccionar, pero esa imagen se quedó grabada en mi mente.
Las noches se volvieron tensas. Cualquier ruido me ponía alerta. Dormía con la puerta bien cerrada y las ventanas aseguradas. Los perros del vecindario ladraban sin cesar, como si sintieran una presencia maligna acechando en la oscuridad. El miedo colectivo era palpable, y la incredulidad inicial se había transformado en un terror silencioso.
Una madrugada, me despertó un ruido en el patio trasero. Sonidos de forcejeo, un quejido agónico. Tomé un machete que guardaba por precaución y salí con la linterna. Lo que vi me paralizó. Mi conejo, Napoleón, mi vieja mascota, yacía inerte en su jaula. Tenía dos pequeñas perforaciones en el cuello y su pequeño cuerpo estaba completamente exangüe. Y a unos metros, agazapada en la oscuridad, vi la misma silueta de la otra noche, con esos ojos rojos que brillaban con una sed voraz.
Esta vez no huyó de inmediato. Se irguió ligeramente, mostrando una hilera de dientes afilados, y dejó escapar un siseo agudo y extraño. Sentí un terror visceral, la certeza de estar frente a algo antinatural, una criatura de pesadilla salida de las leyendas. Luego, con una agilidad sorprendente, saltó la barda y desapareció en la oscuridad que se extendía hacia el Cerro del Chiquihuite.
Ahora sé que el Chupacabras es real. Y está aquí, en la Ciudad de México, alimentándose del miedo y la sangre. Siento que su presencia se intensifica, que su sed no se sacia con los animales. Me aterra pensar que los humanos podríamos ser su próximo objetivo. Vivo con el miedo constante de escuchar esos siseos en la noche, de ver esos ojos rojos acechando en la oscuridad. Sé que debo hacer algo, que no puedo quedarme paralizado por el terror. Pero, ¿cómo se lucha contra una leyenda hecha realidad, contra una criatura que parece surgir de las sombras de nuestra propia imaginación? La sed del Cerro del Chiquihuite ha llegado hasta mi puerta, y presiento que mi vida, como la de Napoleón, pende de un hilo.

Vivo en una casa antigua en la colonia Tezozómoc, aquí en Azcapotzalco. Tengo 34 años y desde hace unas semanas, las noc...
28/07/2025

Vivo en una casa antigua en la colonia Tezozómoc, aquí en Azcapotzalco. Tengo 34 años y desde hace unas semanas, las noches se han vuelto un in****no. Todo comenzó con los aullidos. No eran los ladridos normales de los perros del vecindario; estos eran más profundos, guturales, llenos de un dolor ancestral que erizaba cada vello de mi piel. Parecían venir del Cerro de Tezozómoc, ese gigante dormido que vigila nuestra colonia.
Al principio, pensé en animales salvajes que bajaban del cerro. Pero los aullidos se hicieron más frecuentes, más cercanos. Empecé a escuchar rasguños en mi techo por las noches, como si algo pesado caminara sobre las tejas. Una noche, vi una sombra deforme proyectada en la pared de mi cuarto. Era grande, con una silueta vagamente humanoide, pero con extremidades demasiado largas y delgadas. El miedo se instaló en mi pecho como una piedra helada.
Los vecinos también comentaban cosas extrañas. Don Manuel, el de la panadería, juraba haber visto un perro negro enorme con ojos rojos merodeando cerca del parque. Doña Carmen, la yerbera del mercado, hablaba de una energía oscura que se sentía en el aire, de un mal antiguo que se había despertado. Las leyendas de nahuales, seres humanos con la capacidad de transformarse en animales, empezaron a resonar en mis oídos.
Una noche, el terror se hizo personal. Estaba durmiendo cuando un golpe seco en mi puerta me despertó. Luego, escuché un gruñido bajo, be***al, justo afuera. Miré por la mirilla y vi unos ojos amarillos brillantes que me observaban desde la oscuridad. No había un cuerpo visible, solo esos ojos penetrantes, llenos de una maldad primigenia.
Desde esa noche, esa presencia me acecha. Siento su mirada en la espalda cuando camino por la calle. Escucho sus pasos silenciosos detrás de mí. He encontrado huellas extrañas en el patio, demasiado grandes para un perro, demasiado irregulares para un humano. La sensación de peligro es constante, como si una sombra invisible estuviera a punto de abalanzarse sobre mí.
He empezado a tener sueños horribles, donde una criatura con garras afiladas y colmillos largos me persigue a través de las calles laberínticas de Azcapotzalco. Siento su aliento fétido en mi cuello, escucho sus gruñidos sedientos de sangre. Despierto bañado en sudor, con el corazón latiéndome con fuerza, sabiendo que esa pesadilla podría hacerse realidad en cualquier momento.
Sé que esa cosa me quiere. Siento una conexión oscura, un lazo invisible que me une a esa presencia maligna. Es como si mi propia energía la atrajera, como si mi miedo la fortaleciera. Cada noche, cuando los aullidos rompen el silencio de Tezozómoc, siento que se acerca más, que su paciencia se agota. Temo que pronto esa sombra deforme cruzará el umbral de mi puerta, y esos ojos amarillos serán lo último que vea. La leyenda del nahual se ha vuelto mi terror más palpable, una amenaza be***al que acecha en la oscuridad, esperando el momento de reclamar su presa... Pero hay detalles que he omitido, sensaciones fugaces que he intentado ignorar. A veces, al despertar de esas pesadillas, mis manos se sienten extrañamente tensas, como si hubieran estado apretando algo con fuerza. He notado tierra bajo mis uñas sin haber estado en el jardín. Y hay un olor... un olor animal, salvaje, que a veces percibo en mi propia ropa, un aroma que no puedo explicar. Es como si por momentos, durante la noche, mi conciencia se desvaneciera, dejando paso a algo más... primitivo. Los aullidos que me despiertan... ¿podrían ser un eco de algo que sucede dentro de mí, un grito incontrolable que emana de una parte oculta de mi ser? La sombra deforme que vi... ¿no podría haber sido un reflejo distorsionado de mi propia forma bajo la luz de la luna? Y esos ojos amarillos en la mirilla... ¿no se habrán cruzado con los míos en algún momento oscuro de la noche, revelando una verdad que mi mente se niega a aceptar? La conexión oscura que siento... ¿no será el reconocimiento de una naturaleza dual, una bestia agazapada bajo la piel de Erick, el hombre de 34 años de Tezozómoc? ¿Y si el nahual que aterroriza la colonia no es una entidad externa, sino una transformación lenta y terrible que está teniendo lugar dentro de mí, utilizando el Cerro de Tezozómoc y las leyendas locales como un escenario perfecto para su despertar? Cada noche, mientras el miedo me paraliza, ¿no estaré sintiendo los primeros estertores de mi propia metamorfosis, el nacimiento de la criatura que aúlla en la oscuridad, lista para cazar en las calles de mi propio vecindario?

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