20/10/2025
“Kilómetros de Hermandad”
(Capítulo 3: Tormenta en la Cuesta del Diablo)
El cielo se cerró de golpe, como si alguien hubiera apagado el sol con una manta de plomo.
El Güero y el Cejas llevaban dos horas rodando juntos rumbo al norte, cuando el aire empezó a golpear los espejos con furia. El parabrisas del Kenworth se llenó de gotas gruesas que estallaban como piedritas.
—Se viene feo esto, viejo —avisó el Cejas por la banda CB, su voz distorsionada por la estática.
—Ni lo digas. Si el agua sigue así, la Cuesta del Diablo se va a poner resbalosa.
La Cuesta del Diablo era famosa entre los camioneros: una bajada peligrosa en plena sierra, con curvas cerradas y barrancos que parecían tragarse los faros. Había cruces de madera a la orilla de la carretera, recordatorios mudos de los que no lo lograron.
El viento rugía.
Los relámpagos iluminaban los cerros como si la tierra misma respirara fuego. Toño apretó el volante. El limpiaparabrisas ya no alcanzaba a despejar el agua, y el tráiler se sentía pesado, como si el aire lo empujara de lado.
En la radio, las voces iban y venían entre interferencias:
—…kilómetro 210… cuidado con deslaves…
—…camión volcado más adelante…
El Güero soltó un bufido.
—Ya nomás falta que se apague la máquina.
—Toca madera, compa —contestó el Cejas—. La fe también jala peso.
Avanzaron despacio, a paso de tortuga. Los faros apenas marcaban el filo del abismo.
Entonces, un trueno ensordecedor partió el cielo. Un árbol cayó a unos metros del camino, bloqueando media vía.
El Güero alcanzó a frenar, pero el tráiler derrapó. El sonido del metal y el chirrido de las llantas reventó la noche.
El camión se ladeó, la carga se movió, y el corazón del Güero pareció detenerse.
Por unos segundos, solo se escuchó la lluvia.
—¡Güero! ¿Estás bien? —gritó el Cejas por la radio.
—Sí… creo que sí. Pero no paso. La carretera está cerrada.
—Aguanta, ya voy.
El Freightliner azul apareció minutos después, con los faros buscando al compañero varado. Entre ambos empujaron ramas, encendieron bengalas y despejaron un carril.
El agua les llegaba a las rodillas y el trueno les hacía temblar los huesos.
Pero no se detuvieron.
Cuando por fin lograron mover el árbol y los motores volvieron a rugir, los dos hombres se quedaron mirando el horizonte. La lluvia empezaba a ceder, y entre las nubes se filtraba un rayo de luz pálida.
—Te dije que esta cuesta tenía su diablo —dijo el Cejas, empapado, con una carcajada ronca.
—Sí —respondió el Güero—. Pero parece que también tiene sus ángeles.
Los dos camiones arrancaron de nuevo, despacio, con los frenos calientes y el corazón tranquilo.
La tormenta había pasado, pero el respeto por la carretera quedaría tatuado para siempre.