Loco por la conducción

Loco por la conducción cabalgando sobre la 57, robando miradas.
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“Kilómetros de Hermandad”(Capítulo 3: Tormenta en la Cuesta del Diablo)El cielo se cerró de golpe, como si alguien hubie...
20/10/2025

“Kilómetros de Hermandad”
(Capítulo 3: Tormenta en la Cuesta del Diablo)

El cielo se cerró de golpe, como si alguien hubiera apagado el sol con una manta de plomo.
El Güero y el Cejas llevaban dos horas rodando juntos rumbo al norte, cuando el aire empezó a golpear los espejos con furia. El parabrisas del Kenworth se llenó de gotas gruesas que estallaban como piedritas.

—Se viene feo esto, viejo —avisó el Cejas por la banda CB, su voz distorsionada por la estática.
—Ni lo digas. Si el agua sigue así, la Cuesta del Diablo se va a poner resbalosa.

La Cuesta del Diablo era famosa entre los camioneros: una bajada peligrosa en plena sierra, con curvas cerradas y barrancos que parecían tragarse los faros. Había cruces de madera a la orilla de la carretera, recordatorios mudos de los que no lo lograron.

El viento rugía.
Los relámpagos iluminaban los cerros como si la tierra misma respirara fuego. Toño apretó el volante. El limpiaparabrisas ya no alcanzaba a despejar el agua, y el tráiler se sentía pesado, como si el aire lo empujara de lado.

En la radio, las voces iban y venían entre interferencias:
—…kilómetro 210… cuidado con deslaves…
—…camión volcado más adelante…

El Güero soltó un bufido.
—Ya nomás falta que se apague la máquina.
—Toca madera, compa —contestó el Cejas—. La fe también jala peso.

Avanzaron despacio, a paso de tortuga. Los faros apenas marcaban el filo del abismo.
Entonces, un trueno ensordecedor partió el cielo. Un árbol cayó a unos metros del camino, bloqueando media vía.
El Güero alcanzó a frenar, pero el tráiler derrapó. El sonido del metal y el chirrido de las llantas reventó la noche.
El camión se ladeó, la carga se movió, y el corazón del Güero pareció detenerse.

Por unos segundos, solo se escuchó la lluvia.

—¡Güero! ¿Estás bien? —gritó el Cejas por la radio.
—Sí… creo que sí. Pero no paso. La carretera está cerrada.
—Aguanta, ya voy.

El Freightliner azul apareció minutos después, con los faros buscando al compañero varado. Entre ambos empujaron ramas, encendieron bengalas y despejaron un carril.
El agua les llegaba a las rodillas y el trueno les hacía temblar los huesos.
Pero no se detuvieron.

Cuando por fin lograron mover el árbol y los motores volvieron a rugir, los dos hombres se quedaron mirando el horizonte. La lluvia empezaba a ceder, y entre las nubes se filtraba un rayo de luz pálida.

—Te dije que esta cuesta tenía su diablo —dijo el Cejas, empapado, con una carcajada ronca.
—Sí —respondió el Güero—. Pero parece que también tiene sus ángeles.

Los dos camiones arrancaron de nuevo, despacio, con los frenos calientes y el corazón tranquilo.
La tormenta había pasado, pero el respeto por la carretera quedaría tatuado para siempre.

“Kilómetros de Hermandad”(Capítulo 2: Noche en la Sierra)El sol se despidió temprano aquel día.A la altura de Tepic, la ...
20/10/2025

“Kilómetros de Hermandad”
(Capítulo 2: Noche en la Sierra)

El sol se despidió temprano aquel día.
A la altura de Tepic, la carretera se enroscaba como una serpiente entre los cerros, y el cielo se volvió plomo. Toño “El Güero” Salazar bajó la velocidad; sabía que esas curvas no perdonaban. En los ochenta, los frenos se calentaban fácil y las luces de los camiones apenas iluminaban unos metros de neblina espesa.

El estéreo ya no sintonizaba bien, así que encendió la radio CB, su única compañía.
—¿Quién anda por la 15, rumbo al norte? —preguntó, soltando el humo del cigarro.
Un chisporroteo respondió, luego una voz:
—Aquí el “Cejas”, viejo. ¿Eres tú, Güero?
Toño sonrió al reconocerlo.
—Mira nomás, no te pierdes. ¿Dónde andas?
—Varado, compa. A la altura del kilómetro 182. Pi**he alternador se fue al carajo. Estoy nomás con las luces de emergencia.
—Aguanta, allá voy —dijo el Güero sin pensarlo.

En carretera, eso no se discutía. Si un trailero pedía ayuda, se respondía.
A los cuarenta minutos, las luces del Kenworth iluminaron una silueta: un viejo Freightliner azul con la puerta abierta y el “Cejas” encorvado sobre el motor.

—¡Pensé que te había tragado la sierra, ca**ón! —gritó el Güero al bajar.
—Ya casi, compa —rió el otro, con las manos negras de grasa—. Pero mira, no hay mal que dure cien kilómetros.

Entre ambos desarmaron el motor con linternas y rezos. Mientras el Güero sujetaba una pieza improvisada con alambre, el Cejas le contaba sus historias de la frontera, de un amor en Ciudad Obregón y de un compañero que una vez recorrió media Sonora solo para entregar un perro perdido.

El viento soplaba frío, con olor a pino y a diésel. En medio de la oscuridad, solo el zumbido de los grillos y el eco de la montaña los acompañaban.

Cuando por fin el motor del Freightliner rugió de nuevo, ambos se quedaron unos segundos mirando las luces reflejarse en la carretera húmeda.
—Te debo una, Güero —dijo el Cejas.
—No me debes nada. Así es la ruta, ¿no? Hoy por ti, mañana por mí.

Abrieron una botella de refresco tibio, brindaron y encendieron los motores.
Los dos camiones avanzaron juntos, como dos bestias gemelas abriéndose paso entre la neblina. A lo lejos, las luces de Tepic parecían luciérnagas perdidas.

En la radio, el Cejas empezó a hablar otra vez, contando chistes para mantener despiertos a los que venían detrás.
El Güero lo escuchaba riendo, sabiendo que allá afuera, en el infinito de la carretera, cada voz era un hilo de vida.

La noche siguió larga, pero ya no era solitaria.

“Kilómetros de Hermandad”(Capítulo 1: La Ruta del Amanecer)El motor del Kenworth se encendió con un rugido grave, como s...
20/10/2025

“Kilómetros de Hermandad”
(Capítulo 1: La Ruta del Amanecer)

El motor del Kenworth se encendió con un rugido grave, como si despertara una bestia dormida. Eran las cinco y media de la mañana y Toño “El Güero” Salazar se ajustó la gorra antes de encender su cigarro. Afuera, la niebla cubría el patio de la pensión de camiones en Irapuato. El aire olía a diésel, a café recalentado y a tierra húmeda.

Llevaba veinte años en la ruta. Había cruzado México de punta a punta más veces de las que podía contar. Desde los puertos de Veracruz hasta las fronteras del norte, conocía cada curva, cada fonda, cada tramo ma***to donde más de un compañero había volcado.

Esa mañana tenía que llegar a Nogales con una carga de autopartes. Un viaje largo, tres días si no había contratiempos. Pero el Güero sabía que en carretera los planes eran una ilusión: siempre había algo que se atravesaba —un retén, una llanta ponchada, una noche de lluvia o la simple soledad.

Antes de salir, saludó al viejo Camacho, que afinaba su International color vino.
—¿Otra vez pa’l norte, Güero?
—Ya ves, compa. Mientras el camión jale, hay que darle.
—Pues que la Virgen te acompañe —respondió Camacho, golpeando el chasis con cariño—. Y si te topas al “Cejas”, dile que el pi**he radio no me deja escucharlo.

El Güero sonrió.
El “Cejas” era leyenda: un trailero de voz ronca que hablaba por la banda CB como si narrara una radionovela. Cuando alguien se quedaba varado, el Cejas aparecía, sin falta, con herramientas, chistes y un litro de refresco tibio. Nadie sabía de dónde sacaba tanto tiempo ni cómo lograba estar en todos lados.

El sol comenzaba a salir cuando Toño tomó la autopista rumbo a Guadalajara. En la cabina sonaba Los Bukis, y el paisaje se teñía de dorado.
Le gustaba ese momento del día: el arranque. Cuando el mundo aún estaba medio dormido y la carretera parecía suya.

Sabía que en unas horas se cruzaría con otros como él: los hermanos del camino, esos que se saludaban con luces largas o un pitido breve. No hacía falta más. Bastaba ese gesto para sentirse acompañado.

A veces, en los tramos largos de desierto, pensaba en su mujer, en sus hijos que ya casi no reconocían su voz. Pero enseguida subía el volumen del estéreo y se decía a sí mismo que la carretera también era un hogar, aunque tuviera ruedas.

Y así, con el rugido del motor y el olor a diésel impregnado en la ropa, el Güero Salazar se perdía entre los cerros del Bajío. Otro viaje. Otro destino incierto.
La ruta era dura, sí. Pero en el camino, nadie va solo.

“Kilómetros de Hermandad”México, años 80El amanecer caía lento sobre la carretera Panamericana. Un sol naranja se abría ...
20/10/2025

“Kilómetros de Hermandad”
México, años 80

El amanecer caía lento sobre la carretera Panamericana. Un sol naranja se abría paso entre la neblina del altiplano mientras los motores diésel rugían, uno tras otro. Eran los tiempos del Kenworth de trompa larga, del Volvo con motor rugidor, del Freightliner con su pintura metálica y las calcomanías de la Virgen de Guadalupe en la puerta.

Los traileros de aquella época no tenían GPS ni teléfono celular.
Su brújula era el instinto, los mapas arrugados, y la memoria de la ruta. Las señales eran pocas y las curvas traicioneras. Para llegar de Lázaro Cárdenas a Nuevo Laredo, o de Veracruz a Tijuana, se necesitaban horas de concentración, noches sin dormir y café de termo.

En cada parada de carretera —en fondas como “El Camionero Feliz”, “Los Tres Gallos” o “La Lupita”— se formaban lazos más fuertes que la gasolina. Se compartían anécdotas, mecánicos improvisados, ci****os, pan dulce, y chistes de doble sentido. Si alguien se descomponía en medio de la nada, bastaba con escuchar por la banda de radio CB un “¿Qué pasó, compa? ¿Dónde andas?” para que otro trailero apareciera con una llave, un bidón de diésel o simplemente compañía.

Las carreteras eran duras: tramos de terracería, curvas ciegas en la Sierra Madre, retenes militares, asaltos. Pero también había libertad. Esa sensación de tener todo un país por delante: el olor a diesel mezclado con tierra caliente, la música de Vicente Fernández o Los Bukis sonando en el casete, el aire caliente entrando por la ventanilla.

Muchos viajaban por necesidad, otros por pasión. Pero todos compartían el mismo código:
“En la ruta, nadie va solo.”

Cuando el sol caía, los faros de los camiones dibujaban una procesión interminable de luces rojas y blancas que se perdían entre montañas y desiertos. Era una hermandad de acero y fatiga, pero también de orgullo. Porque en aquellos años, ser trailero no era solo un trabajo: era un modo de vivir, una escuela de resistencia, una familia sobre ruedas.

19/10/2025
19/10/2025

Casi no me gusta tomar, porque borracho me vuelvo facil para las Bandidas!! 🚛🔥👽🤭🍻

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16/10/2025

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