09/09/2025
🕴El descenso al olvido y la derrota de los dioses paganos.🕴
Juliano el Apóstata fue, como Apolonio de Tiana, tanto un filósofo como emperador de Roma.
Odiaba a las mujeres. No tuvo hijos. Era casto, y no por sacrificio sino por desprecio del placer. Su fanatismo filosófico llegaba al punto de hacerle descuidar los más rudimentarios actos de higiene. Los cronistas más benévolos sostuvieron que su barba y su cabellera estaban infestadas de sórdidos insectos.
Juliano se vanagloriaba de ello. Creía que de ese modo reprendían a los cantores y poetas del libertinaje, como si las licencias de unos autorizarán la mugre de otros.
Éste héroe maloliente, que a pesar de su austeridad recibió del cristianismo un imborrable sentido de la filantropía, fue, al menos en el terreno espiritual, un amante de los sacrificios y de la sangre.
Se lo veía siempre transitar con las ropas harapientas y las manos llenas de vísceras humeantes. La época en que los príncipes de Homero degollaban y desangraban personalmente a sus víctimas había pasado. Pero Juliano no comprendía su época, y mucho menos el poder de su rango. Demasiado parco para hacerse temer, demasiado desagradable para hacerse amar, no pudo evitar el absurdo al ejercer las repugnantes funciones de los sacrificadores antiguos.
Se asegura que después de su muerte se abrieron las puertas de un pequeño templo que había hecho levantar antes de su campaña a Persia, y que allí se encontró el cadáver de una mujer desnuda colgada de los cabellos y con el vientre abierto. Se piensa que se trataba de una joven fanática que quiso oponer su sacrificio al de Cristo, por la prosperidad del reinado de Juliano y el glorioso regreso de los antiguos dioses paganos.
Sabemos que en tiempos cercanos a los del emperador algunas jóvenes se hacían crucificar por el triunfo de la causa jansenita. Lo cierto es que Juliano fue iniciado en los antiguos misterios por Máximo de Éfeso y que creía en la virtud omnipotente de la sangre.
Y fue así, mediante el bautismo de sangre, que Máximo lo consagró a los antiguos dioses paganos.
Juliano fue introducido en la cripta del templo de Diana (la Artemis griega), desnudo y con los ojos vendados. Máximo le entregó un cuchillo. De la oscuridad le llegó una voz misteriosa que le ordenó asestar un golpe a una figura apenas entrevista. Luego, lentamente, se guió la mano de Juliano hasta palpar la carne tibia. Allí incrustó la espada sagrada.
Después, obligado a arrodillarse ante la fuente que acababa de abrir, una aspersión caliente y nauseabunda lo estremeció. No obstante, por respeto, y acaso temor, guardó silencio y bebió hasta la última gota aquella consagración vertida.
Acto seguido habló el sumo sacerdote:
—Por ésta sangre te limpio de la mácula del bautismo; eres hijo de Mitra, y has sumido la daga en el toro sagrado. ¡Qué la ablución del tauróbolo te purifique!
¿Era un hombre o un animal a quién Juliano había sacrificado?
Él debía ignorarlo.
Según la costumbre de los historiadores antiguos, Amiano Marcelino compuso una hermosa oda para los labios de un Juliano ya moribundo; como si un hombre con el hígado atravesado pudiese pensar en frases ocurrentes.
Preferimos creer en el testimonio de la tradición y no tanto en la historia fría.
Después que la daga de tres filos fue extraída del vientre de Juliano, cuando su sangre aún corría, llenó sus dos manos con el fluido rojo y las elevó al cielo en medio de estas polémicas palabras:
Has vencido, Galileo.
Algunos consideran esta aceptación como una blasfemia, otra más, en la larga carrera de Juiano. Sin embargo, ¿no suenan más bien a una tardía retractación?
El iniciado en los misterios paganos comprendió, acaso demasiado tarde, que el sacrificio de sí mismo supera al sacrificio de los otros. Sintió que al dar su propia sangre a la humanidad Cristo clausuraba para siempre los sangrientos sacrificios del mundo antiguo.
El soberano pontífice de Júpiter renunció a su ministerio al ofrecer su propia sangre en ofrenda al Mesías.
Podemos traducir así sus últimas palabras:
Reconozco mi derrota.
Las manos del desgraciado emperador, cada vez más débiles, dejaron caer la sangre sobre su cabeza. Los pocos testigos creyeron que el gesto era una amenaza tardía al Cielo. Tal vez así, por su propia sangre, Juliano se purificó y renovó las huellas del bautismo. Su arrepentimiento no fue apreciado y quedó el anatema sobre su memoria.
Se asegura que, cierta vez, un Juliano debilitado por los rigores del ayuno, con el cuerpo todavía afiebrado por el bautismo de sangre, vio pasar ante él a todas las divinidades del antiguo Olimpo. Las vio no ya como los poetas de antaño las representaban, sino como existían en la imaginación de un pueblo desencantado que se volcaba al cristianismo: viejas, decrépitas, miserables, abandonadas.
Ya no eran los grandes dioses de Homero y Hesíodo.
Eran los dioses grotescos de un mundo que cambiaba.
Así murieron los dioses del paganismo, absorbidos y metamorfoseados por otros cultos, sobreviviendo apenas en el recuerdo de unos pocos perseguidos.
Los grandes dioses y diosas de la antigüedad cambiaron los ominosos templos por los bosques, adorados por aquellas mágicas mujeres a quienes se quemó y torturó por aferrarse a una idea, por intentar mantener viva una tradición.