07/08/2025
Hay momentos en la vida en los que el alma se despierta de golpe, como si un rayo de luz la atravesara en medio de la oscuridad. Son instantes silenciosos, pero llenos de una presencia que no se puede explicar con palabras. No se trata de una emoción superficial ni de una sensación pasajera, sino de un encuentro real, profundo y transformador. Cuando uno se abre sinceramente a Dios, todo cambia: el corazón se ablanda, la mirada se eleva, y uno empieza a entender que hay algo —o mejor dicho, alguien— que lo sostiene todo.
La adoración es precisamente eso: rendirse, dejar de luchar por controlarlo todo y entregarse a quien lo ha dado todo primero. En ese acto humilde, lleno de reverencia y fe, uno descubre que no está solo, que su historia tiene sentido, que su sufrimiento no es en vano. Allí, frente a la presencia real de Cristo, las máscaras caen, los miedos se disuelven, y el alma se encuentra con su origen y su destino.
Es en esa entrega donde se renueva la esperanza. No porque cambien mágicamente las circunstancias, sino porque cambia el corazón. Uno se sabe mirado, amado, perdonado. Y entonces la vida ya no se vive desde el esfuerzo solitario, sino desde una comunión que sostiene. Las lágrimas pueden seguir cayendo, pero ahora caen sobre una tierra fértil, donde florece la fe.
Hay muchas maneras de buscar a Dios, pero hay un lugar privilegiado donde Él se deja encontrar: en el silencio, en la adoración, en la humildad de quien se pone de rodillas y alza los ojos. Quien ha experimentado ese momento nunca lo olvida. Porque allí se ha encontrado con el Amor.
Y ese Amor basta.