29/07/2025
En la primavera de 1988, Gregor Spörri, un empresario suizo de 33 años, llegó a Egipto con el alma llena de curiosidad y el deseo de descubrir lo desconocido. Se aventuró por el Mar Rojo buscando naufragios perdidos y se adentró en la Gran Pirámide de Guiza, arrastrándose por sus pasadizos estrechos y sobornando a los guardianes para pasar una noche junto al sarcófago de Keops. Sin embargo, lo que buscaba en las sombras de la historia, no encontró.
Hasta que, en el penúltimo día de su viaje, un camarero del hotel lo condujo hasta Bir Ho**er, un aislado pueblo a 120 kilómetros de El Cairo. Allí, conoció a Nagib, descendiente de una antigua línea de saqueadores de tumbas, quien decidió confiarle un secreto guardado por generaciones: un dedo momificado de 38 centímetros. Humano en su forma, pero imposible en su tamaño, el objeto parecía sacado de los mitos más antiguos.
Esa extraña reliquia, que más tarde se conocería como el Dedo de Bir Ho**er, fue fotografiada por Spörri después de pagar 300 dólares. Nagib le reveló que esa pieza había estado en su familia durante más de 150 años, y solo unos pocos, valientes o temerarios, habían tenido el privilegio de verla. Décadas después, en 2012, la revista Bild publicaría un artículo que sugería el hallazgo de restos de gigantes en Egipto.
Aunque la ciencia moderna desestima la idea, antiguos cronistas como Flavio Josefo hablaron de razas de gigantes, seres colosales con voces capaces de helar la sangre. Para Spörri, ese encuentro fue mucho más que una simple anécdota exótica: fue la puerta a un misterio que, hasta hoy, sigue sin respuesta.