Centro Literario: Kayros

Centro Literario: Kayros Centro de obras literarias

15/09/2025

LA ESMERALDA ENCANTADA

Hace muchos, muchos años, hubo una vez un niño que solía jugar debajo de un gran pino cercano a su casa.

Después de cada lluvia, alrededor del árbol brotaban muchos hongos alineados en forma de círculo, que servían de asiento a un grupo de pequeños gnomos, tan chiquitos como muñequitos, pero capaces de hacer cosas maravillosas. Al poco tiempo de conocerse, el muchacho y los gnomos ya eran grandes amigos.

Francisco, que así se llamaba el niño, mantenía en secreto esa amistad, porque la gente no suele creer en los gnomos, pero se divertía mucho con ellos.

Pero llegó el invierno y el padre del muchacho decidió hacer leña ese pino. Francisco le rogó de todas formas que no cortara ese árbol, ya que era la morada de sus extraños amigos. El padre aceptó su pedido a condición de que Francisco se ocupara de conseguir la leña para la casa durante todo el invierno.

El chico pasó ese invierno trabajando muy duro, recorriendo la comarca y juntando leña para cumplir la promesa que salvaría al pino; y el padre cumplió la suya, porque así son los padres.

Llegada la primavera los gnomos se enteraron del sacrificio realizado por Francisco para salvar su viejo árbol y decidieron recompensarlo regalándole una cadena de oro con una gran esmeralda.

Esta piedra -le dijeron- tiene poderes mágicos que te darán toda la felicidad; mientras la lleves en el cuello serás amado, conseguirás para ti todo lo que quieras y llegarás a ser inmensamente rico. Para el resto de los hombres sólo será una piedra; muy valiosa, pero sin esos poderes.

Muy pronto Francisco comprobó la verdad de esas palabras: tenía cuanto deseaba y todo lo que emprendía le salían bien sin ningún esfuerzo, aunque como no ambicionaba riquezas, poco uso le daba a su esmeralda encantada.

Pero ese verano hubo una gran sequía y el hambre se apoderó de hombres y animales, porque se perdieron todas las cosechas.

Francisco intentó solucionar esos males con su piedra encantada, pero todo fue en vano; sus poderes sólo actuaban para él, pero no para los demás. Podría salvarse del hambre y la miseria, pero nunca ayudar a sus semejantes.

Rápidamente corrió hasta la ciudad más cercana, vendió la piedra por la cual le dieron una fortuna, y volvió a su comarca con una enorme carreta cargada de alimentos, ropas y hasta grano para los animales. Para que nadie se enterara de que había sido él quien trajera todo eso, lo fue dejando frente a las casas de noche sin que lo vieran.

A la mañana siguiente todos encontraron los grandes paquetes frente a sus puertas y fue como un día de reyes. Hubo alegría y alivio, aunque nadie sabía a quién darle las gracias.

Pero Francisco estaba preocupado porque tendría que confesar a sus amigos, los gnomos, que se había desprendido de la maravillosa piedra que le regalaran.

Lo hizo con un poco de miedo, pensando que se enojarían.

Pero los gnomos comprendieron que Francisco no necesitaba una piedra encantada para ser feliz, le bastaba con su propia bondad. Por eso le hicieron otro obsequio para que llevara en su cuello; esta vez le dieron un humilde pañuelo, ajustado con un pequeño anillo, echo con un hueso de caracú.

Ese pañuelo -tan parecido al que usan los escuchas- le recordaría siempre que de nada valen las riquezas ni la propia felicidad cuando no se las puede compartir, que lo que se consigue sin esfuerzo carece de verdadero valor y que el amor al prójimo es la mayor alegría que alguien puede g***r, porque no hay felicidad más linda que dar felicidad.

15/09/2025

LA BOLA DE CRISTAL

Vivía en otros tiempos una hechicera que tenía tres hijos, los cuales se amaban como buenos hermanos; pero la vieja no se fiaba de ellos, temiendo que quisieran arrebatarle su poder. Por eso transformó al mayor en águila, que anidó en la cima de una rocosa montaña, y sólo alguna que otra vez se le veía describiendo amplios círculos en la inmensidad del cielo. Al segundo lo convirtió en ballena, condenándolo a vivir en el seno del mar, y sólo de vez en cuando asomaba a la superficie, proyectando a gran altura un poderoso chorro de agua. Uno y otro recobraban su figura humana por espacio de dos horas cada día. El tercer hijo, temiendo verse también convertido en alimaña, oso o lobo, por ejemplo, huyó secretamente.

Se había enterado de que en el castillo del Sol de Oro residía una princesa encantada que aguardaba la hora de su liberación; pero quien intentase la empresa exponía su vida, y ya veintitrés jóvenes habían sucumbido tristemente. Sólo otro podía probar suerte, y nadie más después de él. Y como era un mozo de corazón intrépido, decidió ir en busca del castillo del Sol de Oro.

Llevaba ya mucho tiempo en camino, sin lograr dar con el castillo, cuando se encontró extraviado en un inmenso bosque. De pronto descubrió a lo lejos a dos gigantes que le hacían señas con la mano, y cuando se hubo acercado le dijeron:

-Estamos disputando acerca de quién de los dos ha de quedarse con este sombrero, y, puesto que somos igual de fuertes, ninguno puede vencer al otro. Como ustedes, los hombrecillos, son más listos que nosotros, hemos pensado que tú decidas.

-¿Cómo es posible que peleen por un viejo sombrero? -exclamó el joven.

-Es que tú ignoras sus virtudes. Es un sombrero milagroso, pues todo aquel que se lo pone, en un instante será transportado a cualquier lugar que desee.

-Venga el sombrero -dijo el mozo-. Me adelantaré un trecho con él, y, cuando llame, echen a correr. Lo daré al primero que me alcance.

Y calándose el sombrero, se alejó. Pero, llena su mente de la princesa, se olvidó en seguida de los gigantes. Suspirando desde el fondo del pecho, exclamó:

-¡Ah, si pudiese encontrarme en el castillo del Sol de Oro! -y no bien habían salido estas palabras de sus labios, se halló en la cima de una alta montaña, ante la puerta del alcázar.

Entró y recorrió todos los salones, encontrando a la princesa en el último. Pero, ¡qué susto se llevó al verla! Tenía la cara de color ceniciento, lleno de arrugas; los ojos turbios y el cabello rojo.

-¿Es usted la princesa cuya belleza ensalza el mundo entero?

-¡Ay! -respondió ella-, ésta que contemplas no es mi figura propia. Los ojos humanos sólo pueden verme en esta horrible apariencia; mas para que sepas cómo soy en realidad, mira en este espejo, que no yerra y refleja mi imagen verdadera.

Y puso en su mano un espejo, en el cual vio el joven la figura de la doncella más hermosa del mundo entero; y de sus ojos fluían amargas lágrimas que rodaban por sus mejillas. Le dijo entonces:

-¿Cómo puedes ser redimida? Yo no retrocedo ante ningún peligro.

-Quien se apodere de la bola de cristal y la presente al brujo, quebrará su poder y me restituirá mi figura original. ¡Ay! -añadió-, muchos han pagado con la vida el intento, y viéndote tan joven me duele ver el que te expongas a tan gran peligro por mí.

-Nada me detendrá -replicó él-, pero dime qué debo hacer.

-Vas a saberlo todo -dijo la princesa-: Si desciendes la montaña en cuya cima estamos, encontrarás al pie, junto a una fuente, un salvaje bisonte, con el cual habrás de luchar. Si logras darle muerte, se levantará de él un pájaro de fuego, que lleva en el cuerpo un huevo ardiente, y este huevo tiene por yema una bola de cristal. Pero el pájaro no soltará el huevo a menos de ser forzado a ello, y si cae al suelo se encenderá y quemará cuanto haya a su alrededor, disolviéndose él junto con la bola de cristal, y entonces todas tus fatigas habrán sido inútiles.

Bajó el mozo a la fuente y en seguida oyó los resoplidos y feroces bramidos del bisonte. Tras larga lucha consiguió traspasarlo con su espada, y el monstruo cayó sin vida. En el mismo instante se desprendió de su cuerpo el ave de fuego y emprendió el vuelo; pero el águila, o sea, el hermano del joven, que acudió volando entre las nubes, se lanzó en su persecución, empujándola hacia el mar y acosándola a picotazos, hasta que la otra, incapaz de seguir resistiendo, soltó el huevo. Pero éste no fue a caer al mar, sino en la cabaña de un pescador situada en la orilla, donde en seguida empezó a humear y a despedir llamas. Se elevaron entonces gigantescas olas que, inundando la choza, extinguieron el fuego. Habían sido provocadas por el hermano, transformado en ballena, y una vez el incendio estuvo apagado, nuestro doncel corrió a buscar el huevo, y tuvo la suerte de encontrarlo. No se había derretido aún, pero, por la acción del agua fría, la cáscara se había roto. Así el mozo pudo extraer, indemne, la bola de cristal.

Al presentarse con ella al brujo y mostrársela, dijo éste:

-Mi poder ha quedado destruido y desde este momento tú eres rey del castillo del Sol de Oro. Puedes también desencantar a tus hermanos, devolviéndoles su figura humana.

Corrió el joven al encuentro de la princesa y, al entrar en su aposento, la vio en todo el esplendor de su belleza y, rebosantes de alegría, los dos intercambiaron sus anillos.

24/08/2025

EL NIÑO PERDIDO

Hubo hace muchísimos años un gran señor que poseía incalculables riquezas, pero no era feliz por carecer de heredero a quien legárselas a su fallecimiento.

Así llegó a la madurez, sintiéndose cada día más viejo y en este estado de ánimo acudía semanalmente a misa, acompañado de su esposa, para pedir a Dios que le concediera un hijo.

En esta triste situación permanecieron muchos años. Finalmente les nació un robusto niño, pero la noche anterior tuvo el padre un sueño extraño.

Le pareció ver a un anciano que le predijo el nacimiento de un varón, anunciándole que debía procurar que no tocara el suelo con los pies antes de cumplir los doce años, si no quería que le sucedieran irreparables desgracias.

Innumerables nodrizas a quienes se le confió el cuidado del tierno infante recibieron oportunas instrucciones para que no le permitieran tocar el suelo hasta llegar a la edad fijada.

Ya habían transcurrido once años y once meses desde el día de su nacimiento; se aproximaba la fecha en que el maleficio fatal dejaría de existir.

Los padres, contentos, se proponían dar una fiesta para conmemorar el fausto suceso.

De repente, una mañana antes del cumpleaños, hubo un temblor de tierra; la nodriza, que tenía en sus brazos al niño, lo dejó caer asustada.

Cuando quiso recogerlo no lo encontró. Había desaparecido como si se lo hubiese tragado la tierra.

Atraídos por sus gritos y lamentaciones, acudieron los demás criados del castillo y poco después se presentó también el señor.

Muy alarmado al observar la inquietud de los domésticos, preguntó dónde estaba su hijo, y la nodriza, temblando como las hojas del álamo y con los ojos arrasados en lágrimas, le refirió lo sucedido.

Fácil es imaginarse la angustia del padre al ver desvanecerse en un instante sus más caras esperanzas. Inmediatamente despachó varios criados en todas direcciones, encargándoles que no volvieran sin su desaparecido hijo. Rogó, suplicó, vertió el oro a manos llenas y prometió crecidas recompensas.

Pero todo fue inútil. La tierna criatura no pudo ser hallada. Había desaparecido, tal vez para siempre.

Pasó el tiempo. Un día el afligido padre se enteró de que en una de las más amplias salas del castillo se percibía al llegar la medianoche un rumor de pasos y el sonido inconfundible de quejas amargas exhaladas por una garganta humana.

Deseoso de averiguar la causa de aquella anomalía, con la intuición de que aquel descubrimiento podía llevarle tal vez al conocimiento de lo que tan ardientemente deseaba, hizo pregonar en todas las aldeas de sus dominios que entregaría trescientas coronas de oro a quien se atreviera a pasar una noche en el interior de la estancia de referencia.

No faltaron personas que se prestaron a hacer la prueba, pero ninguna llegó al fin. Cuando, a la medianoche, empezaban a percibirse los gemidos, todos salían disparados, prefiriendo conservar la vida pobres a arriesgarla por trescientas coronas.

De ese modo el noble castellano permanecía todavía en la duda de que el autor de aquellos gemidos fuese su hijo o alguna ánima en pena.

Sucedió, empero, que en las inmediaciones del castillo habitaba una pobre viuda, molinera de profesión y madre de tres hijas de notable hermosura.

Cuando a la humilde cabaña llegó la noticia de que el señor del castillo ofrecía trescientas monedas de oro a quien osara dormir una noche en la cámara donde se percibían los extraños ruidos, la hija mayor dijo a su madre:

-Creo, madre mía, que no tenemos nada que perder. Esas trescientas coronas aliviarían bastante nuestra miseria. ¿Por qué no me permites que pruebe?

La pobre madre vaciló, pero ante la insistencia de la hija y, sobre todo, atemorizada por los días de hambre que se le avecinaban, consintió al fin.

Al día siguiente, la mayor de las hijas de la molinera se encaminó resueltamente al castillo.

-Vengo a dormir esta noche en la cámara de los duendes -dijo al criado que salió a abrirle la puerta.

El mismo señor salió entonces a recibirla y le preguntó:

-¿No te dará miedo, muchacha?

-¡Bah! Más miedo me da el hambre. Lo único que leruego es que me proporcione provisiones suficientes para hacerme una buena cena, pues tengo un apetito de avestruz.

El castellano ordenó que se le facilitara todo cuanto pidiera y la muchacha no se quedó corta, pues con los víveres que exigió se habrían podido confeccionar más de doce platos distintos.

Tan pronto como los tuvo en su poder, la garrida moza se encerró en la habitación, encendió una bueno hoguera, puso en ella agua a calentar y luego puso la mesa y se preparó la cama.

Lentamente fueron pasando las primeras horas de la velada. Finalmente dieron las doce, y, apenas hubo el reloj desgranado la última campanada de la medianoche, cuando la molinera percibió los pasos de alguien que se aproximaba.

Llena de temor, levantó la cabeza y se encontró con un adolescente que la miraba con fijeza y que le preguntó:

-¿Para quién es esa cena!

Ella repuso secamente:

-Para mí sola.

Se nubló de tristeza el pálido semblante del desconocido. Dirigió una nueva mirada pesarosa a la muchacha y, tras algunos instantes de mutismo, tornó a preguntar:

-¿Para quién has servido la mesa?

-Para mí sola -contestó ella con la misma acritud que antes.

La frente del mancebo sé arrugó. Sus hermosos ojos azules se humedecieron. Con voz trémula, dijo interrogativamente:

-¿Para quién has mullido esa cama?

A lo que ella respondió con la misma indiferencia egoísta:

-Para mí sola.

El desconocido se echó a llorar como una Magdalena, se retorció desesperadamente las manos y desapareció.

A la siguiente mañana, la mayor de las hijas de la molinera relató al noble castellano todo cuanto había sucedido durante la noche, sin hacer referencia a la penosa impresión que la sequedad de sus respuestas había producido al fantasma.

El desdichado padre pagó religiosamente las trescientas coronas y se regocijó en medio de su pesar por haber logrado descorrer un tanto el velo del impenetrable misterio.

Se presentó aquel atardecer la segunda de las hijas de la molinera que había recibido instrucciones de su hermana sobre lo ocurrido y conocía las preguntas que el aparecido había de hacerle.

El señor del castillo la acogió con grandes muestras de alegría y ordenó a sus criados que le facilitasen todo cuanto apeteciera. Inmediatamente se trasladó ella a la sala, encendió una buena fogata, puso a hervir sus pucheros, cubrió la mesa con albo mantel y, mientras se hacía la cena, mulló cuidadosamente el colchón de la cama.

Al dar la medianoche notó los pasos del desconocido, que se aproximó a ella sin que la hija de la molinera experimentara el menor temor, y le preguntó:

-¿Para quién has hecho esa cena?

-Para mí sola -respondió ella con la misma sequedad que su hermana.

Con profunda tristeza retratada en su hermoso semblante continuó preguntando el doncel:

-¿Para quién has servido era mesa?

-Para mí sola -contestó la muchacha sin volver la cabeza.

El mancebo lanzó un suspiro melancólico.

-¿Para quién has mullido esa cama?

-Para mí sola.

Se retorció desesperado las manos el desconocido y desapareció.

Cuando la segunda de las hijas de la molinera refirió al noble castellano cuanto había visto y oído, éste le entregó las trescientas coronas estipuladas y quedó ensimismado en profundos reflexiones.

Pero aquella misma tarde se presentó en el castillo la tercera y más joven de las hijas de la molinera, que se ofreció a pasar la noche en la cámara de los misterios, después de haber obtenido la aprobación de su madre, no sin gran trabajo, pues aquélla amaba a su hija menor mucho más que a sus hermanas.

El señor del castillo la recibió con tanta deferencia como a las mayores y dispuso que se le diese lo suficiente para dar de comer a seis personas, eligiendo él mismo los manjares, y entregándole un servicio completo de platos y cubiertos para dos personas.

La muchacha penetró en la estancia, encendió el fuego y puso las vituallas a calentar, haciendo entretanto la cama.

Mientras terminaba de hacerse la cena, la muchacha puso sobre la mesa un rico mantel, y encima de éste los platos, los cubiertos y las servilletas, así como los vasos.

Lenta, muy lentamente, sonaron las doce campanadas de la medianoche. Inmediatamente se percibió un ruido extraño, rumores de pasos, suspiros entrecortados, quejas, llantos…

Asustada, la molinerita miró en torno suyo, pero no vio a nadie. Ya iba a lanzar un grito de espanto, por miedo a lo sobrenatural, cuando distinguió de repente a un pálido mancebo que la miraba con tristes ojos.

Ella le sonrió entonces y lo invitó a sentarse con un gesto, pero él, antes de aceptar, le preguntó:

-¿Para quién es esa cena que preparas?

-Para nosotros dos -respondió la muchacha sin vacilar.

-¿Para quién has puesto esa mesa?

-Para nosotros dos. ¿No ves acaso los dos cubiertos?

El mancebo, con los ojos brillantes de alegría continuó preguntando:

-¿Para quién es esa cama?

-Para ti solo. Yo dormiré en una silla.

Trémulo de júbilo, el joven se arrodilló a los pies de la molinerita y cubrió de besos sus manos.

-¡Gracias, muchas gracias! – exclamó.

Luego se levantó y añadió:

-Pero antes de cenar tengo que transmitir mi reconocimiento a mis bienhechores.

Un soplo de aire fresco inundó de repente la habitación. En el centro de ésta se había abierto una trampilla por la cual se apresuró a descender el desconocido, pero la joven molinera, que se sentía invadida por la curiosidad, se agarró al extremo de su capa y bajó detrás de él.

Llegaron al fondo y allí se desplegó ante los ojos de la muchacha un mundo extraño.

Corría a su diestra un río de oro líquido, mientras que a su siniestra se alzaban colinas del mismo resplandeciente metal. Frente a ella se extendía una pradera vastísima, esmaltada con césped de un verdor deslumbrante y flores policromas.

A medida que avanzaba el desconocido, lo seguía la joven a muy poca distancia, procurando que él no la descubriese.

Ella lo vio saludar a las flores del prado con tanta deferencia y cariño como si fuesen antiguas conocidas, besando a algunas, acariciando a otras, despidiéndose de ellas con frases amorosas y lisonjeras.

Finalmente penetraron en una selva cuyos árboles eran de oro macizo. Multitud de pájaros de todas clases y colores empezaron a lanzar armoniosos trinos cuando distinguieron al pálido mancebo, revoloteando alrededor de él y posándose familiarmente en su cabeza y hombros, mientras él acariciaba a las lindas avecinas.

La molinerita quebró una de las ramas de un árbol y se la guardó en el pecho para tener un recuerdo de aquel reino de maravilla.

Pasaron de la selva de oro a otra cuyos árboles eran todos de plata. Infinidad de animales de todas especies saludaron con grandes muestras de alegría la llegada del mancebo, acercándose a recibir sus caricias.

Él les dirigió la palabra a cada uno de ellos, pasándoles las manos por sus lustrosos lomos, mientras que la molinera, aprovechando el ruido que formaban con sus voces, quebró una de las argentadas ramas y se la guardó junto con la otra.

-Así me creerán mis hermanas cuando les cuente todas las preciosidades que he visto esta noche -se dijo.

Cuando el doncel se hubo despedido de todos sus amigos, volvió sobre sus pasos por el mismo sendero que tomara a la ida.

La doncella regresó detrás de él, sin que el muchacho se diese cuenta de su presencia.

Cuando el joven se volvió hacia la chimenea, la doncella estaba sentada ya a la mesa y le hacía señas de que se acercara.

-Ya me he despedido de todos mis amigos -dijo él con voz alegre-. Ahora vamos a cenar.

Cuando hubieron aplacado su apetito, propuso el muchacho:

-¿No crees que es hora de descansar?

Ella sonrió y repuso:

-Descansa tú. Yo me acomodaré en una silla junto a la chimenea y dormitaré un poco. Ya no tardará mucho en amanecer.

-Nada de eso -contestó él, alegremente-. Seré yo quien se coloque junto al fuego. Tú dormirás en la cama. Si te hice la pregunta fue para probar tus sentimientos.

La molinerita se dejó caer, vestida, en el blando lecho, mientras que el desconocido, tomando una silla, se sentó junto a la chimenea, lanzando de vez en cuando miradas amorosas a la muchacha, que no tardó en dormirse apaciblemente.

Ya había avanzado mucho la mañana y el noble castellano no podía contener su impaciencia, pues la hija de la molinera no se había presentado todavía a cobrar su pago.

Inquieto, se dirigió a la sala y abrió la puerta.

Dos exclamaciones de alegría sonaron al unísono.

-¡Hijo mío!

-¡Padre!

Emocionados, se abrazaron llorando.

La molinera se despertó, se levantó apresuradamente y las dos ramas que cortara durante su visita al país maravilloso cayeron al suelo con metálico ruido.

El joven se volvió hacia ella, y, al ver las dos ramas, le dijo asombrado:

-¿Me seguiste hasta allá, pícara?

Ruborizada, ella no respondió.

-Pues bien -añadió él- esas dos ramas se convertirán en dos palacios, uno de los cuales habitaremos nosotros cuando nos casemos y en el otro vivirá tu familia.

Y así sucedió.

Los dos jóvenes contrajeron matrimonio dos días después, siendo invitados a la boda todos los habitantes del lugar, que todavía recuerdan alborozados el pantagruélico banquete que se sirvió.

Yo, como era pequeñito, me quedé aquella noche solo en la cama, por lo que pasé un miedo terrible.

24/08/2025

EL BIRRETE BLANCO

Un cierto muchacho y una chica, cuyos nombres este relato no ha conservado, vivían una vez cerca de una iglesia. El muchacho, que era bastante travieso y pícaro, tenía por hábito tratar de asustar a la chica de un sinfín de maneras, hasta que ella estuvo tan acostumbrada a sus trucos que ya no era capaz de asustarse por ninguna de las cosas que él hacía.

Un día húmedo, la chica fue enviada por su madre a buscar la ropa mojada que había sido puesta a secar en el patio de la iglesia. Cuando ella había llenado de ropa su canasta, estaba por volver cuando vio sentada, en una tumba cercana, una figura vestida de los pies a la cabeza de blanco, pero ella no se alarmó, creyendo que era otra jugarreta del muchacho. Así que ella corrió hacia la figura y golpeándole el birrete que llevaba, le dijo:

– Tú no me asustarás esta vez.

Entonces, cuando ella hubo terminado de recolectar la ropa seca, regresó al hogar. Pero, para su sorpresa, el muchacho fue la primera persona que la recibió cuando ella entró en la casa, siendo imposible que él hubiera llegado sin que ella lo hubiera visto.

Entre la ropa seca, sin embargo, cuando fue ordenada, ellos encontraron un birrete blanco, que no pertenecía a nadie de los ocupantes de la casa, y que estaba lleno de tierra.

La siguiente mañana el fantasma (ya que la niña había visto un fantasma) fue visto sentado sin el sombrero en su cabeza, sobre la misma tumba que el día anterior. Y como nadie tuvo el coraje de ir a ponerle el birrete, o sabía al menos cómo conjurarlo, la familia solicitó ayuda al vecindario.

Un viejo declaró que la única manera de evitar una calamidad general era que la niña volviera a poner en la cabeza del espectro el birrete que ella había tomado, en presencia de mucha gente, quienes guardarían perfecto silencio. Así que una multitud se congregó en la iglesia, y la chica al frente, un poco atemorizada, se atrevió a colocar el gorro en la cabeza del fantasma, diciéndole:

-¿Ya estás satisfecho?

Pero el fantasma, levantando las manos, le dio un terrible golpe, y dijo:

-Sí, pero ahora tú, ¿estás satisfecha?

La chica se cayó al piso, y en el mismo instante el fantasma se hundió en su sepulcro, el mismo en el que había estado sentado, para nunca más ser visto.

24/08/2025

LAS DOS GLORIAS
Pedro Antonio de Alarcón

Un día que el célebre pintor flamenco Pedro Pablo Rubens andaba recorriendo los templos de Madrid acompañado de sus afamados discípulos, penetró en la iglesia de un humilde convento, cuyo nombre no designa la tradición.

Poco o nada encontró que admirar el ilustre artista en aquel pobre y desmantelado templo, y ya se marchaba renegando, como solía, del mal gusto de los frailes de Castilla la Nueva, cuando reparó en cierto cuadro medio oculto en las sombras de feísima capilla; acercóse a él, y lanzó una exclamación de asombro.

Sus discípulos le rodearon al momento, preguntándole:

– ¿Qué habéis encontrado, maestro?

– ¡Mirad! -dijo Rubens señalando, por toda contestación, al lienzo que tenía delante.

Los jóvenes quedaron tan maravillados como el autor del “Descendimiento”.

Representaba aquel cuadro la “Muerte de un religioso”. Era éste muy joven, y de una belleza que ni la penitencia ni la agonía habían podido eclipsar, y hallábase tendido sobre los ladrillos de su celda, velados ya los ojos por la muerte, con una mano extendida sobre una calavera, y estrechando con la otra, a su corazón, un crucifijo de madera y cobre.

En el fondo del lienzo se veía pintado otro cuadro, que figuraba estar colgado cerca del lecho de que se suponía haber salido el religioso para morir con más humildad sobre la dura tierra.

Aquel segundo cuadro representaba a una difunta, joven y hermosa, tendida en el ataúd entre fúnebres cirios y negras y suntuosas colgaduras….

Nadie hubiera podido mirar estas dos escenas, contenida la una en la otra, sin comprender que se explicaban y completaban recíprocamente. Un amor desgraciado, una esperanza mu**ta, un desencanto de la vida, un olvido eterno del mundo: he aquí el poema misterioso que se deducía de los dos ascéticos dramas que encerraba aquel lienzo.

Por lo demás, el color, el dibujo, la composición, todo revelaba un genio de primer orden.

– Maestro, ¿de quién puede ser esta magnífica obra? -preguntaron a Rubens sus discípulos, que ya habían alcanzado el cuadro.

– En este ángulo ha habido un nombre escrito (respondió el maestro); pero hace muy pocos meses que ha sido borrado. En cuanto a la pintura, no tiene arriba de treinta años, ni menos de veinte.

– Pero el autor….

– El autor, según el mérito del cuadro, pudiera ser Velazquez, Zurbarán, Ribera, o el joven Murillo, de quien tan prendado estoy…. Pero Velazquez no siente de este modo. Tampoco es Zurbarán, si atiendo al color y a la manera de ver el asunto. Menos aún debe atribuirse a Murillo ni a Ribera: aquél es más tierno, y éste es más sombrío; y, además, ese estilo no pertenece ni a la escuela del uno ni a la del otro. En resumen: yo no conozco al autor de este cuadro, y hasta juraría que no he visto jamás obras suyas. Voy más lejos: creo que el pintor desconocido, y acaso ya mu**to, que ha legado al mundo tal maravilla, no perteneció a ninguna escuela, ni ha pintado más cuadro que éste, ni hubiera podido pintar otro que se le acercara en mérito…. Ésta es una obra de pura inspiración, un asunto “propio”, un reflejo del alma, un pedazo de la vida…. Pero…. ¡Qué idea! ¿Queréis saber quién ha pintado ese cuadro? ¡Pues lo ha pintado ese mismo mu**to que veis en él!

– ¡Eh! Maestro…. ¡Vos os burláis!

– No: yo me entiendo….

– Pero ¿cómo concebís que un difunto haya podido pintar su agonía?

– ¡Concibiendo que un vivo pueda adivinar o representar su muerte! Además, vosotros sabéis que profesar “de veras” en ciertas Órdenes religiosas es morir.

– ¡Ah! ¿Creéis vos?…

– Creo que aquella mujer que está de cuerpo presente en el fondo del cuadro era el alma y la vida de este fraile que agoniza contra el suelo; creo que, cuando ella murió, él se creyó también mu**to, y murió efectivamente para el mundo; creo, en fin, que esta obra, más que el último instante de su héroe o de su autor (que indudablemente son una misma persona), representa la profesión de un joven desengañado de alegrías terrenales….

– ¿De modo que puede vivir todavía?…

– ¡Sí, señor, que puede vivir! Y como la cosa tiene fecha, tal vez su espíritu se habrá serenado y hasta regocijado, y el desconocido artista sea ahora un viejo muy gordo y muy alegre…. Por todo lo cual ¡hay que buscarlo! Y, sobre todo, necesitamos averiguar si llegó a pintar más obras…. Seguidme.

Y así diciendo, Rubens se dirigió a un fraile que rezaba en otra capilla y le preguntó con su desenfado habitual:

– ¿Queréis decirle al Padre Prior que deseo hablarle de parte del Rey?

El fraile, que era hombre de alguna edad, se levantó trabajosamente, y respondió con voz humilde y quebrantada:

– ¿Qué me queréis? Yo soy el Prior.

– Perdonad, padre mío, que interrumpa vuestras oraciones (replicó Rubens). ¿Pudierais decirme quién es el autor de este cuadro?

– ¿De ese cuadro? (exclamó el religioso.) ¿Qué pensaría V. de mí si le contestase que no me acuerdo?

– ¿Cómo? ¿Lo sabíais, y habéis podido olvidarlo?

– Sí, hijo mío, lo he olvidado completamente.

– Pues, padre… (dijo Rubens en son de burla procaz), ¡tenéis muy mala memoria!

El Prior volvió a arrodillarse sin hacerle caso.

– ¡Vengo en nombre del Rey! -gritó el soberbio y mimado flamenco.

– ¿Qué más queréis, hermano mío? -murmuró el fraile, levantando lentamente la cabeza.

– ¡Compraros este cuadro!

– Ese cuadro no se vende.

– Pues bien: decidme dónde encontraré a su autor….Su Majestad deseará conocerlo, y yo necesito abrazarlo, felicitarlo…, demostrarle mi admiración y mi cariño….

– Todo eso es también irrealizable….Su autor no está ya en el mundo.

– ¡Ha mu**to! -exclamó Rubens con desesperación.

– ¡El maestro decía bien! (pronunció uno de los jóvenes.) Ese cuadro está pintado por un difunto….

– ¡Ha mu**to!… (repitió Rubens.) ¡Y nadie lo ha conocido! ¡Y se ha olvidado su nombre! ¡Su nombre, que debió ser inmortal! ¡Su nombre, que hubiera eclipsado el mío! Sí; “el mío”…, padre…. (añadió el artista con noble orgullo.) ¡Porque habéis de saber que yo soy Pedro Pablo Rubens!

A este nombre, glorioso en todo el universo, y que ningún hombre consagrado a Dios desconocía ya, por ir unido a cien cuadros místicos, verdaderas maravillas del arte, el rostro pálido del Prior se enrojeció súbitamente, y sus abatidos ojos se clavaron en el semblante del extranjero con tanta veneración como sorpresa.

– ¡Ah! ¡Me conocíais! (exclamó Rubens con infantil satisfacción.) ¡Me alegro en el alma! ¡Así seréis menos fraile conmigo! Conque… ¡vamos! ¿Me vendéis el cuadro?

– ¡Pedís un imposible! -respondió el Prior.

– Pues bien: ¿sabéis de alguna otra obra de ese malogrado genio? ¿No podréis recordar su nombre? ¿Queréis decirme cuándo murió?

– Me habéis comprendido mal…. (replicó el fraile.)–Os he dicho que el autor de esa pintura no pertenece al mundo; pero esto no significa precisamente que haya mu**to….

– ¡Oh! ¡Vive! ¡vive! (exclamaron todos los pintores.) ¡Haced que lo conozcamos!

– ¿Para qué? ¡El infeliz ha renunciado a todo lo de la tierra! ¡Nada tiene que ver con los hombres!… ¡nada!…–Os suplico, por tanto, que lo dejéis morir en paz.

– ¡Oh! (dijo Rubens con exaltación.) ¡Eso no puede ser, padre mío! Cuando Dios enciende en un alma el fuego sagrado del genio, no es para que esa alma se consuma en la soledad, sino para que cumpla su misión sublime de iluminar el alma de los demás hombres. ¡Nombradme el monasterio en que se oculta el grande artista, y yo iré a buscarlo y lo devolveré al siglo! ¡Oh! ¡Cuánta gloria le espera!

– Pero… ¿y si la rehúsa? -preguntó el Prior tímidamente.

– Si la rehúsa acudiré al Papa, con cuya amistad me honro, y el Papa lo convencerá mejor que yo.

– ¡El Papa! -exclamó el Prior.

– ¡Sí, padre; el Papa! -repitió Rubens.

– ¡Ved por lo que no os diría el nombre de ese pintor aunque lo recordase! ¡Ved por lo que no os diré a qué convento se ha refugiado!

– Pues bien, padre, ¡el Rey y el Papa os obligarán á decirlo! (respondió Rubens exasperado.) -Yo me encargo de que así suceda.

– ¡Oh! ¡No lo haréis! (exclamó el fraile.) ¡Haríais muy mal, señor Rubens! Llevaos el cuadro si queréis; pero dejad tranquilo al que descansa. ¡Os hablo en nombre de Dios! ¡Sí! Yo he conocido, yo he amado, yo he consolado, yo he redimido, yo he salvado de entre las olas de las pasiones y las desdichas, náufrago y agonizante, a ese grande hombre, como vos decis, a ese infortunado y ciego mortal, como yo le llamo; olvidado ayer de Dios y de sí mismo, hoy cercano a la suprema felicidad!… ¡La gloria!… ¿Conocéis alguna mayor que aquélla a que él aspira? ¿Con qué derecho queréis resucitar en su alma los fuegos fatuos de las vanidades de la tierra, cuando arde en su corazón la pira inextinguible de la caridad? ¿Creéis que ese hombre, antes de dejar el mundo, antes de renunciar a las riquezas, a la fama, al poder, a la juventud, al amor, a todo lo que desvanece a las criaturas, no habrá sostenido ruda batalla con su corazón? ¿No adivináis los desengaños y amarguras que lo llevarían al conocimiento de la mentira de las cosas humanas? Y ¿queréis volverlo a la pelea cuando ya ha triunfado?

– Pero ¡eso es renunciar a la inmortalidad! -gritó Rubens.

– ¡Eso es aspirar a ella!

– Y ¿con qué derecho os interponéis vos entre ese hombre y el mundo? ¡Dejad que le hable, y él decidirá!

– Lo hago con el derecho de un hermano mayor, de un maestro, de un padre; que todo esto soy para él…. ¡Lo hago en el nombre de Dios, os vuelvo a decir! Respetadlo…, para bien de vuestra alma.

Y, así diciendo, el religioso cubrió su cabeza con la capucha y se alejó a lo largo del templo.

– Vámonos -dijo Rubens. Yo sé lo que me toca hacer.

– ¡Maestro! (exclamó uno de los discípulos, que durante la anterior conversación había estado mirando alternativamente al lienzo y al religioso.) ¿No creéis, como yo, que ese viejo frailuco se parece muchísimo al joven que se muere en este cuadro?

– ¡Calla! ¡Pues es verdad! -exclamaron todos.

– Restad las arrugas y las barbas, y sumad los treinta años que manifiesta la pintura, y resultará que el maestro tenía razón cuando decía que ese religioso mu**to era a un mismo tiempo retrato y obra de un religioso vivo. Ahora bien: ¡Dios me confunda si ese religioso vivo no es el Padre Prior!

Entretanto Rubens, sombrío, avergonzado y enternecido profundamente, veía alejarse al anciano, el cual lo saludó cruzando los brazos sobre el pecho poco antes de desaparecer.

– ¡Él era, sí!… (balbuceó el artista.) ¡Oh!… Vámonos…. (añadió volviéndose a sus discípulos.) ¡Ese hombre tenía razón! ¡Su gloria vale más que la mía! ¡Dejémoslo morir en paz!

Y dirigiendo una última mirada al lienzo que tanto le había sorprendido, salió del templo y se dirigió a Palacio, donde lo honraban SS. MM. teniéndole a la mesa.

Tres días después volvió Rubens, enteramente solo, a aquella humilde capilla, deseoso de contemplar de nuevo la maravillosa pintura, y aun de hablar otra vez con su presunto autor.

Pero el cuadro no estaba ya en su sitio.

En cambio se encontró con que en la nave principal del templo había un ataúd en el suelo, rodeado de toda la comunidad, que salmodiaba el Oficio de difuntos….

Acercóse a mirar el rostro del mu**to, y vio que era el Padre Prior.

– ¡Gran pintor fue!… (dijo Rubens, luego que la sorpresa y el dolor hubieron cedido lugar a otros sentimientos.)¡Ahora es cuando más se parece a su obra!

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