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Mi marido me dejó con nuestro hijo en su vieja choza medio en ruinas. No tenía ni idea de que debajo de la casa se escon...
12/08/2025

Mi marido me dejó con nuestro hijo en su vieja choza medio en ruinas. No tenía ni idea de que debajo de la casa se escondía una habitación secreta llena de oro.

"¿De verdad crees que este lugar es adecuado para vivir con un niño?", pregunté, mientras mis ojos se deslizaban por las paredes inclinadas de la casa, que parecían mantenerse unidas solo por un milagro y clavos oxidados.

"Olga, dejémonos de dramatismo. Te dejo la casa entera con el terreno, aunque podría haberlos echado a ambos", dijo Viktor con indiferencia mientras tiraba la última bolsa al porche crujiente.

Su tono estaba teñido de la irritación de un hombre obligado a realizar una formalidad desagradable.

Miré en silencio los papeles que tenía en las manos. La vieja casa a las afueras del pueblo, que Viktor había heredado de su abuelo, solo la recordaba ahora que había decidido deshacerse de nosotros. Diez años de matrimonio terminaron no con lágrimas ni explicaciones, sino con una propuesta de negocios, una "concesión", como él la llamaba.

Misha, mi hijo de nueve años, estaba cerca, agarrando un osito de peluche maltratado, el único juguete que logró agarrar cuando su padre anunció nuestra mudanza. En sus ojos, la perplejidad de un niño cuyo mundo había cambiado repentinamente sin una sola explicación se congeló en el tiempo.

"Firma aquí", dijo Viktor, entregándome un bolígrafo con la misma expresión que tenía al pedir la cuenta en un restaurante. "Sin pensión alimenticia, sin reclamaciones. La casa es toda tuya".

Firmé los documentos no porque me pareciera justo, sino porque el apartamento en la ciudad pertenecía a sus padres y legalmente no tenía derecho a él. No había otra opción. Además, la pensión alimenticia habría sido insignificante de todos modos.

"Buena suerte en tu nuevo hogar", dijo mientras subía a su coche. Misha se estremeció, como si quisiera decirle algo a su padre, pero la puerta ya estaba cerrada.

"Todo va a estar bien, mamá", dijo Misha cuando el coche desapareció en el horizonte, dejando tras de sí nubes de polvo. "Nos las arreglaremos".

La casa nos recibió con el suelo de madera crujiente, olor a humedad y telarañas en las esquinas. Las grietas del suelo dejaban entrar el frío, y los marcos de las ventanas se habían arrugado hasta quedar como madera polvorienta. Misha me apretó la mano y me di cuenta: no había vuelta atrás.

El primer mes fue una verdadera prueba de supervivencia. Seguí trabajando a distancia como diseñador, pero internet se cortaba constantemente y las fechas de entrega seguían siendo inminentes. Misha empezó a ir a la escuela local, montando en una bicicleta vieja que había comprado a los vecinos.

Aprendí a tapar agujeros en el tejado, cambiar el cableado y reforzar los suelos hundidos. Por supuesto, al principio me ayudó un manitas que había contratado con mis últimos ahorros. Mis manos, antes bien cuidadas e impecablemente cuidadas, se volvieron ásperas y callosas. Sin embargo, cada noche, cuando Misha se dormía, salía al porche y contemplaba las estrellas, que allí parecían increíblemente cerca.

"No te rindas, niña", me dijo una vez Nina Petrovna, haciéndome llorar después de otra gotera. "La tierra ama a los fuertes. Y veo que tú eres fuerte".

Había una extraña sabiduría en sus palabras, una que empecé a comprender al ver cómo Misha cambiaba. Se volvió más corpulento, reía más a menudo y una luz interior se asomó a sus ojos. Se hizo amigo de los niños del barrio, contándoles con entusiasmo sobre las ranas del estanque y cómo había ayudado a nuestro vecino Andrei a alimentar a sus gallinas.

Pasó casi un año. La casa se transformó poco a poco: pinté las paredes, reparé el tejado con la ayuda de Semyon, un vecino que era albañil (no quedaba dinero para obreros), y planté un pequeño huerto. La vida mejoraba, aunque seguía siendo dura.

Ese día, cayó una lluvia torrencial. Misha fue de excursión con su clase al centro regional, y finalmente decidí ponerme manos a la obra en el sótano. Había soñado con montar un taller allí, creando recuerdos para los escasos turistas que pasaban por el pueblo.

Al bajar las escaleras crujientes, no tenía ni idea de que ese día frío y húmedo cambiaría nuestras vidas para siempre.

El sótano resultó ser más grande de lo que había imaginado. La luz de mi linterna reveló viejas estanterías llenas de trastos, cajas polvorientas y frascos. El olor a tierra húmeda se mezclaba con el de madera podrida. Me puse a trabajar, clasificando y descartando lo innecesario, despejando espacio para el futuro taller.

Al apartar una pesada cómoda, descubrí una puerta discreta en la pared. Era casi invisible: estaba pintada del mismo color que la pared, sin bisagras salientes. La curiosidad me venció y tiré del pomo oxidado. La puerta se abrió con un crujido prolongado. Detrás había un estrecho pasadizo que conducía a una pequeña habitación. Al iluminarlo con la linterna, vi un gran cofre de madera forrado con metal oscuro.

«¿Qué es este escondite secreto?», murmuré, arrodillándome ante el cofre.

La cerradura hacía tiempo que había dejado de funcionar. Mientras forcejeaba para levantar la pesada tapa, me quedé paralizado de asombro: el haz de luz de mi linterna se reflejaba en el metal amarillento. Monedas. Cientos de monedas de oro. Joyas antiguas. Lingotes enormes.

—¡Eres un monstruo, mamá! ¡Como tú no deberías tener hijos!Tras la escuela, Candela se marchó de un pequeño pueblo andal...
12/08/2025

—¡Eres un monstruo, mamá! ¡Como tú no deberías tener hijos!

Tras la escuela, Candela se marchó de un pequeño pueblo andaluz a Madrid para seguir estudiando. Una noche salió con sus amigas a una discoteca y conoció a Adrián. Madrileño, guapo, sus padres estaban un año fuera por trabajo en el extranjero. Se enamoró perdidamente de él y poco después se mudó a su piso.

Vivían a todo lujo, los padres le enviaban dinero. Cada noche salían de fiesta o montaban juergas en casa. Al principio, a Candela le encantaba. Pero pronto acumuló deudas y faltas a clase, suspendió los exámenes de invierno y estuvo a punto de ser expulsada.

Prometió enmendarse y recuperar las asignaturas. Se encerró a estudiar. Cuando venían amigos de Adrián, se refugiaba en el baño. Logró aprobar, pero intentó convencerle de que se calmara. Era su último año, pronto tendría el título.

—Anda ya, Cande. Solo se vive una vez. La juventud pasa volando. ¿Cuándo vamos a divertirnos si no es ahora? —respondió él, despreocupado.

Le daba vergüenza confesarle a su madre que vivía con un chico sin estar casada. Cuando llamaba a casa, le mentía: decía que se habían casado por lo civil y que la boda sería cuando volvieran sus suegros.

Un día, Candela se sintió mal en clase. Mareos, náuseas… Al revisar las fechas, el corazón le dio un vuelvo: estaba embarazada. La prueba lo confirmó.

Era pronto, y Adrián insistió en que abortara. Fue su primera gran pelea. Él desapareció dos días. Candela lloró desconsolada, esperándole. Al fin regresó… pero no solo. Traía colgada de él a una rubia borracha que ap***s podía tenerse en pie. Candela, agotada por la incertidumbre, estalló: le gritó, intentó echar a la chica.

—Ella no se va. Si no te gusta, lárgate tú, histérica —le espetó Adrián antes de abofetearla.

Cogió el abrigo y salió corriendo. Caminó hasta la residencia. Con la mejilla hinchada, el rímel corrido y lágrimas en los ojos, llamó a la puerta. La guardiana se apiadó y la dejó entrar.

Al día siguiente, Adrián fue a pedir perdón. Juró que nunca más la tocaría, le rogó que volviera. Candela le creyó. Por el bebé.

A duras p***s terminó el primer curso. No se atrevía a ir a casa. ¿Qué le diría su madre? Pero quedarse en Madrid también la aterraba. Los padres de Adrián volverían pronto, y ella, con la tripa y hecha un desastre.

Los padres regresaron. Al enterarse de que Candela era de pueblo y solo estaba en segundo año, el padre tuvo una charla desagradable. Le ofreció dinero para que se marchara y dejara en paz a su hijo.

—Piénsalo, ¿qué clase de padre va a ser? Solo piensa en juergas. ¿Y si el niño ni siquiera es suyo? Te doy una buena suma. Tómala y vete con tus padres. Será mejor para todos.

Candela se sintió humillada. Adrián se quedó callado, sin defenderla. No aceptó el dinero, aunque luego se arrepintió. Hizo las maletas y volvió con su madre.

Al verla en la puerta con la tripa, su madre lo entendió todo.

—¿Y por qué vienes sola? —preguntó recelosa—. Ya veo que no te has casado. ¿El madrileño se divirtió contigo y te echó? ¿Por lo menos te dio dinero? —preguntó su madre, sin dejarla pasar del recibidor.

—Mamá, ¿cómo puedes? No quiero su dinero.

—¿Y a mí qué me buscas? Antes ya vivíamos justas las dos. Pensé que habías tenido suerte, que te habías casado bien, que vivías como una reina. Y vienes preñada. ¿Cómo vamos a caber cuatro aquí? ¿Con un niño pequeño?

—¿Cuatro? —preguntó Candela, aturdida.

—Porque mientras tú disfrutabas en Madrid, yo conocí a alguien. ¿Qué pasa? Todavía estoy joven, también quiero ser feliz. Te crié sola, sin tiempo para mí. Ahora quiero vivir. Es más joven que yo. No quiero que te mire.

—¿A dónde voy a ir, mamá? Voy a dar a luz pronto —susurró Candela, conteniendo las lágrimas.

—Vuelve con tu marido. O con quien sea. Él te puso en este lío, que se haga cargo.

Su madre, inflexible. Ni rastro de compasión. Nunca habían sido cercanas, pero ahora parecían extrañas.

Candela cogió su bolso y se marchó. Se sentó en un banco y lloró. ¿Dónde ir? Si hasta su madre la rechazaba, ¿quién la querría? Pensó en tirarse bajo un coche. Pero el bebé se movió, como si lo sintiera. No tuvo valor.

—¿Candela? —una voz la sacó de sus pensamientos.

Era Lucía, una excompañera del instituto. Al ver su estado, la invitó a quedarse en su casa hasta encontrar una solución.

Dos días después, Lucía llegó entusiasmada:

—En el hospital hay una anciana que necesita cuidadora. Su hija no quiere llevársela. Podrías vivir con ella.

Al principio, Candela dudó. Pero Lucía insistió.

—Es mejor que la calle. Yo te ayudaré.

La hija de la anciana, una mujer …
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Hoy quiero contarles lo que pasó cuando mi marido se fue de viaje y mi suegra apareció sin avisar. Nunca me han gustado ...
11/08/2025

Hoy quiero contarles lo que pasó cuando mi marido se fue de viaje y mi suegra apareció sin avisar. Nunca me han gustado las llamadas a altas horas de la noche. La gente decente no molesta a esas horas, a menos que sea algo urgente. Por eso, cada vez que suena el teléfono de madrugada, me estremezco, esperando malas noticias.

Estaba a punto de dormirme cuando el móvil de mi marido rompió el silencio del dormitorio. Él suspiró y lo cogió.

—No reconozco el número—dijo, mirándome por encima del hombro.

—Bájale el volumen. Si es importante, llamarán mañana—gruñí, hundiéndome bajo las sábanas.

Pero el teléfono seguía sonando. Suspiré y me descubrí.

—¡Contesta ya!—le pedí, resignada a saber que el sueño se había esfumado.

Mi marido escuchó un buen rato y luego anunció que saldría por la mañana.

—¿Qué?—pregunté, despejándome de golpe—. ¿Adónde vas?

—Ha mu**to Javi. Infarto. Su mujer ha llamado, necesita que vaya. Mañana pediré permiso en el trabajo. Javi, Javi… Ni siquiera había cumplido los cuarenta…—David se levantó y se fue a la cocina.

A la mañana siguiente, lo despedí con una camisa de repuesto y su afeitadora. Yo no conocía bien a Javi, así que no lo acompañé.

Mientras tomaba el café, planeaba mi día: ¿empezar por limpiar o lavar las cortinas? Los fines de semana nunca son de descanso para las mujeres. Decidí no cocinar. Tres días sin comer bien no me harían daño. En el peor de los casos, freiría unos huevos. Y cuando David volviera, ya prepararía algo bueno.

Pero mis planes se vinieron abajo. Ap***s me había arreglado cuando alguien llamó a la puerta. Pensé que sería mi vecina pidiendo algo y abrí sin preocupación.

Allí estaba mi suegra, y detrás, su segundo marido, Ramón.

—Veo que no te alegras—dijo ella sin moverse del umbral—. Estábamos por la zona y decidimos pasar. Pero si estás ocupada, nos vamos.

Como si alguna vez nos avisara antes de venir.

—No, qué va, pasen—contesté, forzando una sonrisa mientras los dejaba entrar.

—No nos quedaremos mucho, ¿verdad, Ramón?—dijo mi suegra, quitándose su abrigo de visón. Ramón lo atrapó al vuelo antes de que tocara el suelo.

—No se quiten los zapatos, aún no he limpiado hoy. Siempre es un placer verlos, doña Carmen. ¡Qué bien se ve!—dije con la mejor voz que pude.

—¿Y David? ¿En el trabajo? Pero si es fin de semana. No se cuida. Tú tampoco estaría mal que trabajaras, así no tendría que matarse los sábados—Su tono no era un reproche, era un juicio directo a mi ocio.

—Yo trabajo, pero desde casa…—intenté justificarme. Podría haber gritado, pero ella siempre desarrollaba sordera selectiva cuando le convenía.

Mi suegra escudriñó la sala con ojos críticos, descubriendo hasta el último grano de polvo en el armario y la camisa de David olvidada en una silla.

—¿Nuevas cortinas? Bonitas, pero las otras estaban bien. Gastáis demasiado. ¿Y el sofá nuevo? ¿Qué le pasó al viejo?—Sin esperar respuesta, se sentó y probó el asiento—. ¿No es muy claro?

Dicen que la memoria empeora con la edad, pero la de mi suegra se agudizaba. ¡Quién iba a creer que recordaba las cortinas que teníamos hace meses!

La dejé disfrutando del sofá mientras corría a la cocina, rebuscando en la nevera. Un simple té no bastaría. Sabía que luego llamaría a todas sus amigas para contar lo mal que la recibí. Y que a su "Davidito" lo tenía medio mu**to de hambre. Pues no, esa satisfacción no se la daría.

Abrí la nevera. Verdura para ensalada, algo es algo. Saqué carne del congelador y la metí en el microondas. Mientras se descongelaba, empecé un bizcocho rápido.

Metí el bizcocho en el horno, saltee la carne en la sartén y empecé a picar verduras. El aroma de la repostería fresca llenó la casa. Esperé que mi suegra apareciera en la cocina… pero nada.

Un grito, entre indignación y alegría, me hizo volver corriendo a la sala sin saber qué esperar. Doña Carmen estaba junto al armario de la vajilla, sosteniendo un jarrón de porcelana de la antigua fábrica de Lladró.

—¡Esto es una antigüedad! ¿Así gastáis el dinero de mi hijo?—exclamó, mirándome como si tuviera cucarachas en la cara.

Me lancé a explicar que era un regalo de mi abuela, pero… ¡el bizcocho! Volé a la cocina, lo saqué a tiempo y di la vuelta a la carne. Menos mal.

Cuando todo estuvo listo, puse la mesa con la vajilla buena y llamé a mis invitados.

—No veníamos a comer, solo a veros—dijo doña Carmen, sentándose. Pero sus ojos iban del plato de carne al bizcocho, y de vuelta.

Ramón cogió el tenedor y pinchó un trozo. Yo había dejado cuchillos por protocolo, pero él era de los que comen sin complicaciones. Masticó y cerró los ojos, disfrutando. ¡Al menos alguien lo apreciaba! Pero entonces llegó el comentario helado de mi suegra.

—¿Cómo puedes, Ramón? ¡Si estamos en Cuaresma!

Ramón tosió, como si el bocado se hubiera vuelto veneno. Me quedé petrificada. ¡Había olvidado por completo la Cuaresma!

Con voz temblorosa, me justifiqué diciendo que a David le encantaba la carne, y que en el supermercado cercano solo había merluza. ¿Iba a darles pescado congelado?

—Si me hubieran avisado, habría comprado algo mejor…—balbuceé.

Mientras, Ramón seguía comiendo con discreción.

—¿Quiere ensalada, doña Carmen?—pregunté, sonriendo como si nada. Menos mal que no la aliñé con mayonesa, pues ella no la toleraba.

Con gesto de indulgencia, aceptó un poco. Probó un trozo de pepino y lo tragó sin rechistar. ¡Milagro!

Ramón alargó la mano hacia más carne, pero la mirada de su esposa lo detuvo. Él bajó el tenedor, resignado. Me dio pena.

El padre de David no soportó el carácter de su mujer y se fue cuando él tenía…
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—¡Doña Carmen, se lo digo por última vez! ¡O retira sus trastos del descansillo o los echo yo misma a la basura! —gritab...
11/08/2025

—¡Doña Carmen, se lo digo por última vez! ¡O retira sus trastos del descansillo o los echo yo misma a la basura! —gritaba Isabel mientras agitaba las manos frente a la puerta de su vecina—. ¿Qué es esto? ¿Un carrito oxidado, cajas viejas y ahora encima una bicicleta?

—Isabel, por favor, cálmate —contestó Carmen asomándose por la puerta—. El carrito es para mi nieta, que va a la casa de campo. Y la bici es de Javier, ¡qué le gusta el deporte!

—¿Qué Javier? ¡Si tu nieto ya tiene treinta años! ¿Cuándo fue la última vez que la usó?

—¡Eso no es asunto tuyo! No molestamos a nadie.

—¿Que no molestan? Ayer me tropecé con esa bicicleta, ¡casi me caigo! Todavía me duele la pierna.

Carmen suspiró y cerró la puerta. Sabía que Isabel no se rendiría. Era de esas personas que se creen con el deber de vigilar el orden en el edificio, dictar cómo deben vivir los demás y meterse en lo que no le importa.

Todo empezó seis meses atrás, cuando Carmen se mudó a la ciudad a casa de su hija. El piso lo heredó de su suegra, pequeño pero acogedor. Su hija Laura insistió en que vendiera la casa del pueblo y se acercara.

—Mamá, ¿qué haces sola allí? —la convencía—. El supermercado está lejos, el médico también, y si pasa algo… Aquí tienes todo cerca y yo puedo visitarte más.

Carmen se resistió mucho tiempo. Aquella casa era su refugio, donde vivió cuarenta años con su marido. Cada rincón guardaba un recuerdo. Pero la salud ya no era la misma y acabó cediendo.

La mudanza fue un lío. ¡Tantas cosas acumuladas! Carmen no podía deshacerse de lo que aún podría servir. El carrito de bebé que usaron sus nietos, las estanterías que hizo su marido, las fotos enmarcadas…

—Mamá, ¿para qué traes todo esto? —se quejaba Laura—. ¡El piso es pequeño!

—Ya encontraré sitio —respondía Carmen, testaruda—. ¡Es memoria!

Al final, dejó algunas cosas en el descansillo. Temporalmente, claro. Siempre pensaba en ordenarlo, regalar algo, tirar lo demás, pero nunca encontraba el momento.

Isabel no tardó en protestar. Primero con indirectas, luego directamente.

—Doña Carmen, ¿hasta cuándo va a estar este museo aquí? —preguntó señalando el carrito.

—Enseguida lo arreglo —contestó Carmen—, es que no tengo tiempo.

—El tiempo es el mismo para todos —replicó Isabel secamente.

Carmen odiaba los conflictos. Siempre prefería vivir en paz, sin peleas con los vecinos. En el pueblo todos se conocían, se ayudaban, se visitaban. Pero aquí era distinto. La gente vivía tras muros, se saludaban en el portal y poco más.

—Mira, Isabel —intentó negociar—, ¿por qué no dejamos las discusiones? De verdad lo arreglaré pronto. Es que mi hija me iba a ayudar, pero tiene mucho trabajo.

—¿Cuánto hay que esperar? —insistió Isabel—. ¡Ya llevan seis meses!

—No seis, cuatro —corrigió Carmen.

—¡Da igual! Lo intenté por las buenas, pero no entienden.

En ese momento, la puerta de al lado se abrió y asomó la cabeza canosa de Margarita.

—Niñas, ¿qué pasa? —preguntó con suavidad.

—Pues que Carmen ha llenado el descansillo de trastos y no quiere limpiar —se quejó Isabel.

—¡No he dicho que no quiera! —protestó Carmen—. ¡He dicho que lo haré!

—¿Cuándo? —presionó Isabel.

—¡Pero si esto no molesta a nadie! —explotó Carmen.

—¡A mí sí! —gritó Isabel—. ¿Verdad, Margarita? ¿Es normal tener aquí un vertedero?

Margarita miró incómoda a ambas.

—Pues… a mí no me molesta mucho…

—¡Lo ves! —se alegró Carmen—. Margarita lo entiende.

—¡Margarita no dice la verdad por miedo! —replicó Isabel—. ¡Yo sí digo las cosas claras!

—Por favor, chicas —rogó Margarita—, no discutáis. Somos vecinas…

—Tienes razón —aceptó Carmen—. Isabel, te prometo que para el fin de semana lo habré limpiado. ¿Vale?

—¿Y hoy qué día es?

—Martes.

—Pues tienes cuatro días. Si para el domingo queda algo aquí, lo echo yo.

—¿Cómo te atreves? —se indignó Carmen—. ¡Son mis cosas!

—¡Y el descansillo es común! —espetó Isabel, cerrando de golpe.

Margarita miró a Carmen con pena.

—No le hagas caso —susurró—. Siempre ha sido así, directa. Desde joven discutía con los vecinos.

—Lo sé —suspiró Carmen—. Pero podía hablarlo mejor… No es que lo dejara a propósito. Es que no tengo sitio.

—¿Ni en el piso?

—Poco. Pensaba ir ordenando, tirar algo, darle lo otro a los nietos… La bici es de Javier, dice que la arreglará.

—¿Viene mucho?

—Una vez al mes, o menos. Trabaja mucho.

—¿Y tu hija?

—Laura también está ocupada. Promete ayudarme, pero pospone.

Margarita guardó silencio un momento.

—¿Sabes qué? —dijo al fin—. Yo puedo ayudarte. Estoy jubilada, los nietos ya son mayores.

—¡Oh, Margarita! —se emocionó Carmen—. No quiero molestarte.

—¡Qué va! Entre dos será más rápido. Mañana empezamos, ¿vale?

Carmen estuvo a punto de llorar de gratitud. ¡Eso sí que era amabilidad! No como Isabel con sus exigencias.

Al día siguiente, Margarita llegó temprano. Empezaron a ordenar: el carrito lo llevarían a la casa de campo de una amiga de Laura, los libros viejos a la biblioteca.

—¿Y la bici? —preguntó Margarita.

—No sé —reconoció Carmen—. Javier no viene pronto.

—¿La bajamos al trastero? Tengo espacio.

—¿No estará estorbando?

—Le pongo una manta. Lo importante es calmar a Isabel.

Trabajaron hasta la tarde. El descansillo quedó casi vacío, salvo dos cajas de ropa de invierno para el día siguiente.

—¡Esto ya cambia! —dijo Margarita, secándose el sudor.

—Gracias, no sé qué habría hecho sola.

—Mañana lo terminamos.

Por la noche, Laura llegó y vio el descansillo casi limpio.

—¿Lo hiciste sola, mamá?

—Me ayudó…
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El hijo de mi esposa me robó mi habitación—¡Estás loco, Adrián! ¡Esa es mi habitación! —Vicente López se plantó en la pu...
11/08/2025

El hijo de mi esposa me robó mi habitación
—¡Estás loco, Adrián! ¡Esa es mi habitación! —Vicente López se plantó en la puerta, apretando las llaves en su mano, incapaz de creer lo que veía.

—Era tuya, tío Vicente —el chico ni siquiera levantó la vista del móvil, estirado en el sofá—. Ahora es mía. Mamá lo dijo.

—¿Qué mamá ni qué nada? —estalló Vicente—. ¡No soy tu tío! ¿Y dónde está mi cama? ¿Mis cosas?

Adrián se encogió de hombros, sin apartar los ojos de la pantalla.

—La cama está en el balcón, las cosas en cajas. Mamá dice que te sobra sitio allí.

Vicente sintió que el suelo desaparecía bajo sus pies. Había vivido en este piso veinte años, esa habitación era su refugio, su fortaleza. Y ahora un mocoso de dieciocho años mandaba como si fuera suyo.

—¡Rocío! —gritó, dirigiéndose a la cocina—. ¡Rocío, ven aquí ahora mismo!

Su esposa salió de la cocina, secándose las manos en el delantal. Ni un ápice de vergüenza en su rostro.

—¿Qué pasa, Vicente? ¿Por qué gritas?

—¿Qué pasa? —Vicente no daba crédito—. ¡Tu hijo ha invadido mi habitación! ¡Mis cosas están en el balcón! ¿Qué clase de barbaridad es esta?

—Vicente, cálmate —Rocío hablaba suave, pero firme—. Adrián ha entrado en la universidad, necesita un sitio para estudiar. Tú puedes dormir en el balcón, lo he preparado yo, está acogedor.

—¿En el balcón? —Vicente no creía lo que escuchaba—. Rocío, ¿te has vuelto loca? ¡Este es mi piso! ¡Estoy empadronado aquí, vivo aquí!

—Nuestro piso —lo corrigió ella—. Y Adrián también vive aquí ahora. Para siempre.

Vicente se dejó caer en una silla. Cuando se casó con Rocío hace dos años, ella le advirtió que tenía un hijo que vivía con su padre. El chico venía algunos fines de semana, callado, sin molestar. Hasta pensó que podrían llevarse bien.

—¿Por qué no me dijiste nada? —preguntó con voz cansada.

—¿Qué había que decir? —Rocío se sentó frente a él—. Adrián es mayor, necesita su espacio. Tú puedes adaptarte.

—Adaptarme… —repitió Vicente—. Rocío, trabajo por turnos, necesito dormir bien. En el balcón hace frío en invierno y calor en verano.

—No pasa nada, te acostumbrarás. Adrián es un buen chico, no te molestará.

Vicente miró a su esposa. Dos años atrás, ella era su salvación. Tras años de soledad, tras el divorcio de su primera mujer, que se llevó a su hija a otra ciudad, Rocío fue un soplo de aire fresco. Una mujer guapa de cuarenta y cinco años, contable, de buen carácter y que cocinaba de maravilla. Se conocieron en el parque, donde ella daba de comer a las palomas y él leía el periódico en un banco.

—Tengo un hijo —le dijo entonces—. Vive con su padre, pero viene a verme a veces.

—No es problema —respondió Vicente—. Me gustan los niños.

Y era cierto. A su hija Laura ap***s la veía, su ex no facilitaba su relación. Adrián al principio parecía un buen chico: educado, tranquilo.

—Mira, Rocío —intentó hablar con calma—. ¿No podríamos organizar el espacio de otra forma? Un sofá cama en el salón para Adrián, y mi habitación sigue siendo mía.

—No —negó ella—. Adrián estudia, necesita silencio. Tú solo ves la tele.

—Solo veo la tele… —Algo se rompió dentro de Vicente—. Rocío, llego cansado del trabajo, necesito descansar en condiciones.

—Eres un egoísta, Vicente. Solo piensas en ti. Yo tengo un hijo, debo cuidar de él.

Vicente se levantó y fue al balcón. Su cama estaba allí, junto a cajas apiladas. El balcón estaba acristalado, pero se notaba la humedad. Se sentó al borde de la cama y enterró el rostro en las manos.

Por la noche, Adrián salió a cenar. Vicente estaba en la mesa, tomando café.

—Oye, Adrián —habló con calma—. Hablemos como adultos. Quizá haya otra solución.

—¿Qué solución? —Adrián abrió la nevera y sacó un yogur—. Ahora tengo mi habitación, tú la tuya. Todo justo.

—Mi habitación está en el balcón —apuntó Vicente.

—¿Y qué? Así tenéis más espacio tú y mamá.

—Adrián, entiendo que estés en la universidad, es genial. Pero no se puede tratar así a la gente. Podríamos hablarlo, encontrar un término medio.

—¿Cómo? —Adrián sonrió—. Tú no eres familia. Mamá es mamá, tú solo eres su marido. Temporalmente.

—¿Temporalmente? —Vicente se tensó.

—¿Crees que es para siempre? —Adrián se encogió de hombros—. Mamá es joven, guapa. Quizá encuentre a alguien mejor.

Vicente sintió la sangre subirle a la cara, pero se contuvo. No quería peleas.

—Adrián, respeto a tu madre y a ti. Pero este es mi piso.

—Anda ya —bostezó el chico—. Ya no es tuyo. Mamá dice que al casarse todo es común.

—Nos casamos en mi piso —recordó Vicente.

—¿Y qué? La ley es igual para todos.

Vicente entendió que no había diálogo. El chico estaba firme y no cedía.

Al día siguiente, Vicente habló otra vez con Rocío.

—Rocío, en serio. No puedo dormir en el balcón. ¿No hay otra opción?

—Vicente, deja de quejarte —ella ni lo miró, ocupada en la cocina—. Adrián es estudiante, necesita buenas condiciones. Tú eres un hombre, aguanta.

—¿Aguantar? —Vicente estalló—. Rocío, trabajo en la central eléctrica, es un trabajo serio. Si no duermo, puedo equivocarme, y eso es peligroso.

—No exageres —revolvió la sopa—. Dormir en el balcón no es tanto.

—¡Hay humedad! ¡Y frío! ¿Por qué debo amontonarme en el balcón en mi propio piso?

Rocío se giró, y Vicente vio en sus ojos un frío que antes no había notado.

—Porque tengo un hijo, y él es más importante que…
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**La hija no querida**Ya estaba llegando a casa cuando el teléfono sonó en mi bolso. Lo saqué y contesté a mi hermano.—H...
11/08/2025

**La hija no querida**

Ya estaba llegando a casa cuando el teléfono sonó en mi bolso. Lo saqué y contesté a mi hermano.

—Hola, Toño —le llamé por su apodo infantil sin remordimientos, aunque ya era un hombre alto, más que yo.

—No se te ha olvidado que el cumpleaños de mamá es la semana que viene, ¿verdad? Y además es su cincuenta cumpleaños —me recordó.
Justo a tiempo, porque en verdad lo había olvidado.

—No, no se me ha olvidado —mentí descaradamente—. ¿Ya le has comprado el regalo?

—Por eso te llamo. Quedamos y lo hablamos, ¿vale?

—Vale. ¿Quieres venir a mi casa? ¿O mañana en la pausa del almuerzo, en nuestro café de siempre? —propuse.

—Trato hecho. A las doce te espero allí. Si surge algo, llamamos, ¿de acuerdo? Hasta mañana. —Y Antonio colgó.

Lo adoro, a mi hermano pequeño. Es la persona más importante para mí. No mi madre, sino él. Ahora me aterra recordar que un día quise matarlo. Todavía me persigue la culpa, especialmente cuando lo veo. Y la vergüenza. Nunca me lo perdonaría. Pero en aquel entonces…

***

Mis futuros padres se conocieron en la universidad y no podían pasar un día sin estar juntos, iban a todas partes como si fueran uno solo. Pero no tenían intimidad. Mi madre vivía con sus padres, y mi futuro padre, en una residencia de estudiantes. La única solución para estar juntos era casarse. Eso fue lo que anunciaron a los padres de mi madre. Suspiros, ruegos para que no se apresuraran, lágrimas… nada funcionó. Los jóvenes eran firmes, defendían con ardor su derecho a amar. A los padres no les quedó más que ceder.

Hay que decir que mi madre tenía un carácter que, si se le metía algo en la cabeza, iba a por ello sin mirar atrás. Convenció a sus padres de celebrar una boda modesta y usar el dinero ahorrado para alquilar un piso. No podían vivir todos juntos en dos habitaciones. Así quedó decidido.

Durante los primeros meses, los recién casados pasaban todo su tiempo libre en la cama. Llegaban a clase sin dormir, agotados, pero irradiando felicidad. Como todos los enamorados, creían que su amor superaría cualquier prueba. Y no esperaban dificultades en un futuro cercano. ¡Qué ingenuos fueron!

Ocurrió lo inevitable: mi madre quedó embarazada. Para ambos fue una sorpresa y la primera prueba que afrontaron con dignidad. Les quedaba año y medio de estudios. Nada, lo superarían.

Mi madre se volvió caprichosa. Sufría náuseas terribles, siempre tenía sueño. No soportaba los olores de la comida y no podía cocinar. Mi padre empezó a pasar las tardes en la residencia con sus compañeros. Las discusiones comenzaron por eso, pero se reconciliaban rápido, sobre todo cuando pasaron las náuseas y mi madre volvió a cocinar.

Con mi nacimiento llegaron las noches sin dormir y el cansancio constante, sin contar los estudios. Mi abuela y mi abuelo se turnaban para cuidarme y darle a mi madre la oportunidad de terminar la carrera. A menudo, mi madre se escapaba de clase porque le dolían los pechos por la leche acumulada.

Su agotamiento y estrés me afectaban. Creo que por eso lloraba tanto y solo me dormía en brazos. Mis padres me dejaban encantados con quien fuera para correr a la universidad y descansar, o incluso dormir en clase.

El amor es amor, pero les faltaba experiencia y paciencia. De pronto empezaron a notar los defectos del otro, a reprocharse cosas, a llevar la cuenta de quién hacía qué. Con el cansancio y la falta de sueño, las peleas estallaban por cualquier tontería. Mi padre volvió a refugiarse en la residencia. Llegaba tarde, y las discusiones eran aún peores.

Finalmente, llegaron los exámenes finales, obtuvieron sus títulos y mi padre empezó a trabajar. El dinero escaso y las noches en vela quedaron atrás. Yo crecí y me llevaron a la guardería, mientras mi madre también empezó a trabajar. Pero entonces me enfermé a menudo, y ella tenía que pedir permisos médicos. Mis abuelos todavía trabajaban, no podían ayudar. La vida les seguía poniendo pruebas. Mi padre se quedaba cada vez más horas en el trabajo…

Una noche llegó tarde, y mi madre montó otro escándalo.

—¡Basta ya! —gritó mi padre—. No puedo vivir así. Casarnos fue un error. Nos apresuramos… Estoy enamorado de otra persona. —Lo dijo sin rodeos, recogió sus cosas y se fue.

Obviamente, yo no lo recuerdo, era demasiado pequeña. Parte me lo contó mi madre, otra parte mi abuela, y el resto lo deduje al crecer.

No todas las parejas jóvenes superan las dificultades cotidianas y pueden presumir de un matrimonio duradero. Tras la marcha de mi padre, mi madre cambió por completo. Lloraba a menudo y descargaba su dolor y su rencor en mí.

Si derramaba el té o se me caían las galletas al suelo, mi madre decía que era una torpe, igual que mi padre. Y decidí que él se había ido por mi culpa, porque yo era mala. Así lo creí durante años. Crecí con esa culpa.

—Todos los niños son normales, y tú eres un desastre, siempre llena de porquería —me regañaba—. Manazas. Igual que tu padre.

Pensaba que con solo verme, mi madre se irritaba. Quizá no andaba muy equivocada, porque mi abuela solía decir que yo era idéntica a mi padre. Qué mala suerte, parecerme justo a él.

Mi objetivo en la vida era no decepcionar a mi madre. Una nota por debajo de un sobresaliente era una tragedia. Me esforzaba hasta el agotamiento por complacerla, pero era difícil.

Mi letra dejaba mucho que desear.

—¿Qué es esto? Parece garabateado por un pollo. Tu padre tampoco escribía con claridad —refunfuñaba mi madre.

Así que pasaba las tardes practicando caligrafía en vez de jugar. Hasta que conseguí una letra bonita. Pero mi madre ni se dio cuenta.

Luego, mi madre se volvió a casar. Fue un alivio, porque dejó de fijarse en mí. El tío Pablo venía a mi habitación a jugar conmigo, me ayudaba con los deberes… hasta que mi madre lo llamaba.

Un día me preguntó si quería un hermanito o una hermanita. Yo no quería a nadie. Solo quería que me quisieran a mí. Dije que mejor un hermano. El tío Pablo sonrió y me acarició la cabeza. Mi madre nunca hacía eso. Mi corazón se llenó de gratitud por ese gesto.

Los días que mi madre estuvo en el hospital fueron los más felices para mí. Vivíamos solo el tío Pablo y yo. Sin gritos, sin peleas. Empecé a llamarle papá. Pero luego…
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