
06/07/2025
Título: “La presencia de mi tío Julián”
Narrado por: Agustina Rolón
No sé por dónde empezar. Tal vez porque todavía me cuesta aceptar que algo así me pasó. Siempre fui una persona lógica, escéptica incluso, hasta que lo viví. Hasta que la muerte de mi tío Julián cambió para siempre la forma en la que veo el mundo… o lo que hay más allá de él.
Él era el hermano de mi madre, soltero, introvertido, muy apegado a la casa familiar. Vivía en el fondo de nuestro terreno, en una casita que él mismo remodeló hace años. Cuando éramos chicos, mis hermanos y yo lo veíamos como el tío raro pero tierno, ese que hablaba poco pero sabía escuchar. Siempre estaba para nosotros.
Julián falleció de un infarto mientras dormía. Lo encontramos una mañana de octubre. Fue un shock, claro, pero al mismo tiempo una muerte serena. Tranquila. Sin sufrimiento. Al menos eso creíamos.
Después del velorio, mamá no quiso alquilar su casita. Decía que era mejor dejar todo como estaba. La puerta cerrada, las ventanas cubiertas. “Hasta que alguien de la familia la necesite”, repetía. Yo no pensaba mucho en eso. Seguía con mi vida… hasta que las cosas empezaron a ponerse raras.
La primera noche que sentí algo extraño fue dos semanas después del entierro. Me desperté sobresaltada a las 3:46 a.m., sin razón. Silencio total. Y entonces lo escuché: una tos. Seca, profunda. Exactamente igual a la de mi tío Julián. Provenía del fondo del terreno.
Me levanté. Caminé hasta la cocina y desde ahí vi por la ventana algo que me paralizó: la luz del baño de su casita estaba encendida. Nadie tenía llave, nadie había entrado desde que lo enterramos.
Le conté a mamá. Me dijo que probablemente fue un corto eléctrico, que me lo había imaginado. Pero yo sabía lo que vi.
Las semanas siguientes, todo fue en aumento.
Empecé a encontrar la silla del comedor corrida hacia el lado donde él solía sentarse. En mi pieza, se caían cosas sin explicación: una lámpara, un retrato, incluso libros que estaban bien acomodados. El aire cambiaba. De pronto todo se sentía denso, como si alguien respirara al lado mío.
Una madrugada, mientras pasaba por el pasillo para ir al baño, sentí claramente una mano apoyarse en mi hombro. Me di vuelta al instante. Nada. Nadie.
Empecé a tener pesadillas. Siempre con él. Con mi tío parado en la puerta de mi cuarto, mirándome en silencio. A veces hablaba. Me decía que no podía irse. Que necesitaba terminar algo. Que me estaba buscando.
Pensé en terapia. En que quizás era un duelo mal gestionado. Hasta que ocurrió lo que no pude negar.
Una noche escuché pasos en el pasillo. Claros. Lentos. Me armé de valor y salí con el celular encendido como linterna. Los pasos pararon cuando llegué al living. Pero el portarretrato con su foto —que estaba guardado en un cajón— estaba sobre la mesa. Derecho. Como si alguien lo hubiera colocado con cuidado.
A esa altura, ya no sabía si estaba volviéndome loca o si algo realmente sucedía. Lo hablé con mi abuela. Me miró con una mezcla de tristeza y resignación.
—Tu tío tenía un secreto —me dijo—. Desde joven practicaba cosas… distintas. Cosas que no todos entenderían.
Le pedí que me explicara, pero solo murmuró: “Él decía que la muerte no era el final. Que lo que uno deja pendiente puede atarte. Yo le tenía miedo…”
Empecé a revisar sus cosas. Entré a la casita. Todo seguía tal cual. El olor, los objetos, su ropa, su taza con manchas de café seco. En su mesa de luz encontré una caja de madera con símbolos tallados. Adentro, había un cuaderno.
El contenido era inquietante.
Había páginas con fechas, dibujos extraños, palabras en latín. Fragmentos escritos como si hablara con alguien… o con algo. Decía cosas como:
“Sigue viniendo en mis sueños. No quiere que me vaya aún.”
“Si muero sin dejarlo encerrado, él saldrá.”
“La casa lo contiene, pero no por siempre.”
Sentí un escalofrío. Entendí entonces que lo que me rondaba… quizás no era mi tío. Tal vez era aquello con lo que él había luchado durante años. Algo que había invocado, controlado, o tal vez simplemente contenido… hasta que murió.
Desde esa noche, cada vez que lo escucho —porque sí, lo sigo escuchando— repito en voz baja su nombre. Le hablo. Le digo que puede irse. Que todo está bien.
No sé si eso lo calma o lo enfurece.
A veces, al pasar cerca del fondo, escucho la tos. O un golpe en la pared. O una sombra moverse detrás de la cortina cerrada. Mi madre prefiere no hablar de eso. Y yo… simplemente convivo con la presencia.
Porque hay algo que no puedo ignorar.
A veces, cuando me despierto de madrugada, lo veo parado en el pasillo, con los ojos vacíos, como si no supiera quién soy.
Como si ya no quedara nada de mi tío en él. Solo una forma. Una sombra.
Y en esos momentos, me repito una sola cosa:
“No le abras la puerta.”
Porque si algún día le abro,
sé que no será Julián quien entre.