29/07/2025
Volver a empezar
Nunca pensé que mi vida iba a dar un giro tan fuerte. Si me hubieras conocido hace dos años, probablemente habrías cruzado la calle para evitarme. Yo era de esas mujeres que confundían la libertad con el descontrol, la independencia con el egoísmo… y el amor con cualquier cosa que me hiciera olvidar quién era.
Mi nombre es Laura. Tengo 31 años y por mucho tiempo mi vida fue una sucesión de fiestas, excesos, amistades vacías y relaciones fugaces que me dejaban más sola de lo que llegaban. Me cansé de todo, pero no sabía cómo salir. Estaba atrapada en mi propio caos.
Todo cambió el día que decidí visitar a mi tía Rosa, en un pueblito perdido entre cerros y caminos de tierra. Ella siempre me decía que fuera a verla, que el aire puro me haría bien, que allá las cosas eran más simples, más sinceras. Me fui sin pensarlo demasiado, con lo poco que tenía y un corazón cansado.
Y ahí fue donde lo conocí: Él.
Se llama Mateo. Un hombre de manos curtidas por el trabajo, mirada serena y sonrisa franca. Tenía 38 años y desde muy joven se dedicaba al campo. Cultivaba tomates, criaba gallinas y hablaba con las plantas como si fueran parte de su familia.
Yo era todo lo contrario a él. Llegué con el cabello teñido, uñas postizas, gafas de sol enormes y un aire de superioridad que no me duró ni dos días. Mateo no me juzgó. Me ofreció un café de olla, me mostró su huerto y me dijo:
—Aquí las cosas no son rápidas ni fáciles, pero son verdaderas.
Al principio me reía de él, de su forma de hablarle al cielo, de su amor por las vacas, de su silencio. Pero con el tiempo… empecé a escucharlo. Y cuando una persona te enseña a quedarte en silencio, también te está enseñando a mirar hacia adentro.
Mateo me invitaba a acompañarlo por las mañanas. Me prestaba una gorra y me ofrecía una fruta recién cortada del árbol. Me explicaba cómo leer el cielo para saber si llovería, cómo se siente la tierra cuando está lista para sembrar. Él no tenía redes sociales, ni prisa, ni máscaras.
Y sin darme cuenta, yo también empecé a quitarme las mías.
Había noches en las que lloraba sola, acostada en la cama que me prestó mi tía. No por tristeza, sino porque por primera vez sentía que estaba viva de verdad. Que no necesitaba maquillaje, ni alcohol, ni la validación de nadie.
Solo necesitaba a alguien que me hablara con la verdad, como Mateo lo hacía.
Y aunque al principio él me trataba con respeto y distancia, con el tiempo… algo empezó a florecer entre nosotros.
No sé en qué momento exacto empezó a cambiar mi forma de mirarlo. Quizá fue aquella tarde en que me llevó a ver el atardecer desde la cima del cerro. Subimos en silencio, solo se escuchaban los grillos, nuestras pisadas en la tierra seca y el viento que soplaba entre los árboles. Cuando llegamos, se sentó sobre una roca y me dijo:
—Mira, Laura… el sol también se va despacito. Nada en la naturaleza tiene prisa, y todo llega a su tiempo.
Me quedé sin palabras. Porque hasta ese momento, yo siempre había corrido. Por miedo, por ansiedad, por no pensar. Pero él me estaba enseñando que también se puede vivir pausado… y que eso no es rendirse, sino todo lo contrario: es empezar a vivir con intención.
Empezamos a compartir más. Me enseñó a plantar lechugas, a ordeñar una vaca, a cocinar tortillas en comal de barro. Yo, que antes ni el microondas sabía usar. Me ponía un sombrero viejo, botas prestadas, y sentía que cada día que pasaba era un poco menos la mujer que fui, y un poco más la que siempre quise ser.
Mateo era diferente a todos los hombres que conocí. Nunca me dijo lo bonita que era… hasta que un día me lo dijo sin decirlo.
Estábamos regando los surcos de maíz al atardecer, y sin mirarme, me dijo:
—Tú eres como esta tierra… solo necesitabas que alguien te cuidara un poco para que volvieras a florecer.
Me temblaron las manos.
Esa noche no pude dormir. Porque me di cuenta que lo quería. Que me enamoré de su calma, de su respeto, de su forma de mirarme como si no importara nada de lo que fui antes. Solo quién era ahora.
Y poco a poco, también empecé a quererme yo.
No fue un romance de película. No hubo promesas grandiosas ni cenas con velas. Pero sí hubo madrugadas preparando café, manos embarradas de tierra, risas compartidas cuando me caía aprendiendo a montar, y silencios que decían más que mil palabras.
Un día, mientras recogíamos calabazas, me tomó de la mano. Solo eso. Y sentí que no necesitaba nada más.
En ese campo, rodeada de naturaleza, entendí que el amor también puede ser suave. Que un hombre bueno no viene a salvarte, sino a acompañarte mientras tú misma te salvas.
Y yo… por fin me estaba salvando.