01/10/2025
Moñis caprichos 🔥🥵🔥
Nunca imaginé que un día mis caprichos y mis ganas de sentirme deseada me llevarían a algo tan arriesgado. Yo tenía apenas veintidós años y todavía vivía en casa de mis papás. Mi papá siempre recibía a sus amigos en la sala, hombres mayores, algunos casados, otros divorciados, pero todos con una seguridad que a mí me resultaba fascinante.
Al principio solo me gustaba provocar con mi forma de vestir cuando ellos venían de visita: un vestido corto, un perfume intenso, una sonrisa que dejaba claro que sabía el efecto que causaba. Era un juego, o eso pensaba. Pero pronto descubrí que ellos también entendían mis miradas.
El primero fue Roberto, un viejo socio de mi papá. Una tarde, mientras mi papá salió a atender una llamada, él se acercó y me dijo al oído: “Sabes perfectamente lo que haces, y si quieres, yo puedo darte más de lo que imaginas”. Esa misma noche me mandó un mensaje y nos vimos en un hotel discreto. Me trató como a una reina: me llenó de halagos, me colmó de caricias intensas y al despedirnos me dejó una caja con un reloj carísimo.
Después vino Esteban, que siempre me observaba en silencio cuando jugaban cartas. Con él fue distinto: me llevó a un restaurante elegante, me hizo sentir como si fuera la mujer más importante de su vida, y cuando terminó la noche me deslizó un sobre con dinero. “Para que no tengas que pedirle nada a nadie”, me dijo con una sonrisa.
Así, poco a poco, cada encuentro me envolvía más. No era solo lo que me daban, era el poder de sentirme dueña de sus deseos, la adrenalina de saber que eran los amigos de mi propio papá… y la dulzura de tener en mis manos lujos que antes solo veía de lejos.
Lo que no imaginaba era que este juego, tarde o temprano, iba a ponerme frente a un límite peligroso: el de no saber si yo controlaba la situación o si eran ellos quienes realmente me tenían atrapada.
Con cada encuentro, mi vida se volvía más brillante hacia afuera y más oscura por dentro. Mis amigas me preguntaban cómo podía tener ropa de marca, perfumes caros y un nuevo celular cada par de meses. Yo sonreía y respondía evasivamente, pero en realidad sabía bien de dónde venía todo eso.
Hasta que apareció Julián. Era el más serio de los amigos de mi papá, de esos que rara vez hablaban de más. Siempre me había parecido distante, pero un día me buscó directamente. Me dijo que quería verme a solas, que no era como los demás.
Cuando nos encontramos, su trato fue distinto: no me ofreció regalos, ni me habló de dinero. Me dijo algo que me desarmó: “Lo que quiero de ti no lo puedo comprar”. Esa frase me dio miedo y emoción al mismo tiempo.
Con él la pasión fue más intensa, pero también más peligrosa. Después del primer encuentro, no me dio joyas ni sobres discretos… solo me tomó de la mano y me advirtió: “Ahora eres mía, y no quiero compartirte con nadie más”.
Me quedé helada. Hasta ese momento yo jugaba a tener el control, a decidir con quién salir, a quién aceptar, a quién rechazar. Pero Julián no me pedía, me imponía. Su mirada me dejaba claro que no estaba acostumbrado a que le dijeran que no.
Y lo peor fue cuando, una tarde en casa, lo sorprendí hablando con mi papá como si nada. Ellos reían, brindaban y hablaban de negocios… mientras yo lo miraba con el corazón latiendo a mil, sabiendo que solo unas horas antes había estado conmigo en la intimidad.
Ese día comprendí que mi juego estaba a punto de escaparse de mis manos.
Desde que Julián me dijo que era “suya”, todo cambió. Ya no era como los demás, que me buscaban de vez en cuando y luego seguían con sus vidas. Él empezó a aparecer en todos lados. Me escribía de madrugada, me esperaba afuera de la universidad, y a veces hasta me dejaba regalos pequeños, no de lujo, sino detalles personales que me hacían sentir vigilada.
Al principio me ilusionaba, porque me hacía sentir especial, diferente. Pero pronto descubrí que detrás de ese interés había una obsesión. Me prohibió volver a ver a los otros amigos de mi papá. Y lo más inquietante fue cuando me susurró: “Si tu padre llega a saber algo, será de mí, no de los otros… y no me importa”.
Esa frase me persiguió varios días. Imaginaba el rostro de mi papá si algún día descubriese la verdad, y el solo pensarlo me estremecía. Julián jugaba con ese miedo, me llevaba al límite. Una tarde, mientras mi papá lo había invitado a la casa para un asado, me siguió discretamente al pasillo y me acorraló contra la pared. Su cercanía, su voz baja, sus manos rozando mi piel… todo mientras mi padre estaba a pocos metros riendo con los demás.
Sentí que el suelo se me movía: la adrenalina, el peligro, la culpa. Y lo peor fue que no pude resistirme. Me dejé llevar, con el corazón golpeando tan fuerte que pensé que todos podrían escucharlo.
Esa noche, en mi habitación, me quedé mirando el techo con una certeza peligrosa: ya no era yo quien manejaba el juego. Era Julián quien me estaba arrastrando a un mundo del que no sabía si podría salir.