Luis Domenzain

Luis Domenzain Mitos, Leyendas y Entrevistas ⭐
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HUAY BALAMLa sofocante humedad de la selva yucateca se aferraba a la piel de Luis, ingeniero civil. El sol de la tarde s...
19/07/2025

HUAY BALAM
La sofocante humedad de la selva yucateca se aferraba a la piel de Luis, ingeniero civil. El sol de la tarde se filtraba a duras p***s entre la densa bóveda de árboles milenarios, creando un mosaico de luces y sombras que danzaban sobre el sendero fangoso. Luis, con su equipo de topografía al hombro, se adentraba en una zona inexplorada para evaluar un nuevo tramo carretero, un proyecto que lo había alejado de las rutas conocidas y lo había sumergido en el corazón de las leyendas mayas.

Desde que llegó a Yucatán, los lugareños le habían hablado de los nahuales. No como cuentos de fogata, sino con una seriedad que calaba los huesos. Personas, decían, capaces de transformarse en animales, amos de la selva y de la oscuridad, con un "tonal" o espíritu animal que los ligaba a la tierra misma. Podían ser protectores, o depredadores. Y a medida que Luis se internaba en el monte, la línea entre el folclore y la realidad comenzaba a desdibujarse.

Hacía días que sentía una presencia, una sensación de ser observado, una sombra que se movía justo más allá de su campo de visión. Los animales del monte, normalmente bulliciosos, guardaban un silencio antinatural a su paso. Las aves callaban, los monos se ocultaban. Era como si la selva misma contuviera el aliento.

Una noche, mientras armaba su campamento improvisado junto a un cenote de aguas profundas y oscuras, el sonido de las ramas crujiendo lo alertó. Era un sonido rítmico, pesado, no como el de un animal salvaje común. Luis empuñó su machete, la única arma que lo acompañaba en esa soledad verde.

De entre la maleza emergió una figura. Al principio, pensó que era un jaguar, pero la forma era demasiado grande, demasiado… incorrecta. Era un hombre, sí, pero su piel estaba cubierta de un pelaje oscuro y espeso, sus manos terminaban en garras afiladas y sus ojos, al reflejo de la luna, brillaban con un ámbar inquietante. Sus facciones eran toscas, casi animales, y de su boca brotaban colmillos que parecían demasiado grandes para un humano. Un nahual, aquí las leyendas lo llamaban Huay.

Luis sintió el aliento helado del miedo en su nuca. Había desestimado las advertencias, había creído que su lógica de ingeniero lo protegería. Pero la criatura que tenía enfrente era una pesadilla hecha carne.

El huay no atacó de inmediato. Lo observó con una curiosidad predatoria, sus ojos penetrando el alma de Luis. Un gruñido grave y resonante escapó de su garganta, un sonido que vibró en el pecho de Luis. Luego, con una agilidad sorprendente, la criatura se transformó. Los huesos crujieron, los músculos se contorsionaron, y ante los ojos aterrorizados de Luis, el hombre-bestia se convirtió en un jaguar colosal, más grande de lo que jamás había visto, con ojos ámbar que ardían en la oscuridad.

El jaguar no rugió, solo siseó, un sonido que era a la vez un silbido de advertencia y una promesa de muerte. Luis retrocedió lentamente, el machete temblándole en la mano. El animal, con movimientos lentos y calculados, comenzó a rodearlo. Cada paso era un latido fuerte en el corazón de Luis.

De repente, el jaguar se abalanzó. Luis reaccionó por puro instinto, esquivando el primer zarpazo que habría abierto su pecho de par en par. El machete brilló en la penumbra mientras intentaba un golpe desesperado. La hoja raspó el costado del jaguar, dejando una marca superficial en su pelaje. Un rugido de ira brotó de la garganta del huay.

La bestia se lanzó de nuevo, esta vez con una velocidad brutal, sus garras se hundieron en el muslo de Luis, desgarrando su pantalón y la carne con una facilidad espeluznante. Un grito de dolor brotó de los labios del ingeniero, cayó al suelo, el dolor era agudo y punzante.

El jaguar se paró sobre él, sus ojos ámbar brillando con una satisfacción cruel. Su aliento cálido y animal golpeaba el rostro de Luis, ahí mismo podía sentir el peso de la criatura y la tensión de sus músculos listos para el golpe final.

Pero en ese instante, el nahual dudó. Una luz extraña, casi de tormento, cruzó por sus ojos. La forma del jaguar comenzó a vacilar, a ondular como el calor sobre el asfalto. Por un momento, Luis vislumbró el rostro de un hombre, un rostro contorsionado por el dolor, antes de que volviera a ser el jaguar.

El huay, como si una fuerza invisible lo impulsara, retrocedió unos pasos. Rugió de frustración, no de rabia, y luego se lanzó a la selva, despareciendo entre la maleza con una velocidad sobrenatural.

Luis yacía en el suelo, la pierna sangrando profusamente, el cuerpo tembloroso por la adrenalina y el miedo. ¿Por qué se había detenido? ¿Qué había visto en los ojos del nahual?

La respuesta llegó días después, cuando fue encontrado por un grupo de cazadores locales. Le contaron que, en lo más profundo de la selva, existían huayes que luchaban contra su propia naturaleza, algunos que buscaban el equilibrio entre el hombre y la bestia. El huay que se le había presentado a Luis, por alguna razón, había sentido algo en él, algo que lo había frenado de dar el golpe final. Quizás, su conexión con la tierra, su respeto y amor por la naturaleza que él, como ingeniero, buscaba "domar".

Luis sobrevivió, pero la experiencia lo cambió para siempre. La selva dejó de ser solo un terreno para la construcción. Se convirtió en un lugar de respeto, de misterio, donde las leyendas cobraban vida y donde la delgada línea entre el hombre y el animal se difuminaba en la penumbra. Y cada vez que el sol se ponía en Yucatán, Luis sentía la presencia de esa sombra, de ese huay que le había concedido una segunda oportunidad, recordándole que no todo lo que existe puede ser explicado por la razón.

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17/07/2025

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El Día que Enfrenté al HuayEl sol se desplomaba sobre la selva yucateca como una moneda ardiente, tiñendo el cielo de na...
16/07/2025

El Día que Enfrenté al Huay
El sol se desplomaba sobre la selva yucateca como una moneda ardiente, tiñendo el cielo de naranjas y púrpuras que anunciaban la inminente llegada de la noche. Luis, ingeniero civil con la piel curtida por innumerables expediciones en los montes mayas, sentía un n**o de ansiedad en el estómago. No era el cansancio de la jornada lo que lo inquietaba, sino un presentimiento helado que se había anidado en su pecho desde hacía días.

Su trabajo lo había llevado a una aldea remota, donde los murmullos de los ancianos sobre los "huayes" se confundían con el canto de los grillos. Luis, un hombre de ciencia, siempre había mantenido una distancia escéptica de esas leyendas. Sin embargo, la insistencia con la que hablaban del Huay Chivo, el brujo que se transformaba en una cabra demoníaca con ojos rojos y cuernos, había empezado a perforar su lógica inquebrantable. Decían que vagaba por los montes, que se alimentaba de ganado y que mirar sus ojos traía la enfermedad y la locura.

Esa tarde, un sentimiento de urgencia inexplicable lo había empujado a adentrarse más de lo habitual en la espesura, buscando un punto de referencia para un nuevo trazo. Ahora, con la luz menguando rápidamente, se dio cuenta de su error. La bruma comenzaba a alzarse del suelo, densa y opresiva, y los sonidos de la selva se volvían más agudos. Cada crujido de rama, cada silbido del viento entre las hojas, se sentía cargado de una intención maligna.

El aire se volvió pesado, irrespirable. Un olor fétido, una mezcla de azufre y carne en descomposición, comenzó a impregnar el ambiente. Luis sintió cómo el vello de su nuca se erizaba. Recordó las advertencias: el Huay Chivo merodeaba por las noches, especialmente en los caminos solitarios.

De repente, a lo lejos, entre la densa vegetación, vio dos puntos rojos que brillaban en la oscuridad como brasas encendidas. No se movían, solo ardían, fijos, observándolo. El corazón de Luis dio un vuelco. La razón le decía que era un animal, tal vez un venado con ojos reflejando su linterna. Pero algo en la intensidad de esa mirada, en su quietud antinatural, le gritaba lo contrario.

Intentó desviar la mirada, recordando la advertencia, pero una fuerza invisible lo mantuvo clavado en el sitio, sus ojos fijos en los puntos rojos. La distancia se acortaba, lenta e inexorablemente. Esos puntos rojos crecían, se hacían más grandes, más definidos. Y luego, la silueta.

Emergiendo de la penumbra, no caminaba, sino que se deslizaba, una figura imponente, negra como la noche más profunda. Era mitad hombre, mitad chivo, tal como la leyenda. Cuernos retorcidos se curvaban hacia el cielo, un pelaje áspero cubría su cuerpo musculoso, y sus piernas terminaban en pezuñas que ap***s hacían ruido en el suelo. Pero eran los ojos. Esos ojos rojos y brillantes, que ardían con una malicia milenaria, los que lo hipnotizaban.

Luis sintió que el frío le calaba los huesos, un frío que venía de adentro, no del ambiente. Intentó gritar, pero su garganta estaba seca, paralizada. La criatura se detuvo a unos pocos metros de él, la bruma arremolinándose a su alrededor como un sudario. El hedor a putrefacción se volvió insoportable, punzándole las fosas nasales y el cerebro.

El Huay Chivo inclinó su cabeza, y Luis sintió que la criatura le hablaba, no con palabras, sino con una voz que resonaba directamente en su mente, unos susurros y risas macabras. "Has venido a mi dominio, forastero. Has dudado de mi existencia".

El miedo puro se apoderó de Luis. No era una ilusión, no era un cuento. Era real. Las brasas rojas de los ojos del Huay Chivo comenzaron a crecer, a envolverlo, distorsionando la realidad a su alrededor. La selva empezó a girar, los árboles se contorsionaban en figuras grotescas, y el cenote, antes un remanso de paz, se abrió como una boca oscura y sin fondo.

Luis sintió una presión brutal en su cabeza, como si una mano invisible lo estuviera estrujando. Un dolor agudo y punzante se extendió desde sus sienes hasta la base de su cráneo. Imágenes distorsionadas de su vida, de sus seres queridos, parpadearon ante sus ojos, mezclándose con visiones de cabras demacradas y chivos sacrificados. La risa del Huay Chivo, ahora un ruido, retumbaba en su mente, amplificada hasta el delirio.

Cayó de rodillas, las manos apretadas contra su cabeza en un intento desesperado de detener el tormento. Pero no había escape. Los ojos rojos del Huay Chivo se acercaron, y Luis pudo ver su propio reflejo en esas pupilas ardientes, un reflejo de un hombre que se desmoronaba, su cordura deshilachándose hilo a hilo.

El brujo no lo tocó, pero la invasión era más profunda. Sentía su mente siendo profanada, sus pensamientos más íntimos expuestos y retorcidos. El Huay Chivo se estaba alimentando, no de su carne, sino de su razón, de su incredulidad.

"Ahora sabes", resonó la voz en su cabeza, "ahora crees. Y tu creencia será mi festín".

La agonía se volvió insoportable. Luis gimió, luego gritó, un sonido que se perdió en la inmensidad de la selva. El mundo se fragmentó en mil pedazos, cada fragmento una punzada de terror y locura. La última imagen que vio fue la sonrisa retorcida en el rostro de la cabra, sus ojos rojos, brillantes, inyectándole el horror directamente en el alma.

Cuando los equipos de búsqueda encontraron a Luis días después, estaba solo, sentado en medio de un claro, mirando fijamente a la nada. Sus ojos estaban abiertos, pero vacíos, y una fina capa de baba se había secado en sus labios. No respondía, no reaccionaba. Su mente, la que una vez fue aguda y lógica, había sido devorada.

El médico del campamento, un hombre joven y escéptico, no encontró signos de agresión física, ninguna herida, ninguna enfermedad conocida. Solo una profunda y aterradora ausencia en la mirada de Luis. Los ancianos de la aldea, sin embargo, solo asintieron con gravedad. Sabían lo que había ocurrido. Luis había enfrentado al Huay Chivo. Y el brujo se había llevado lo más valioso que un hombre podía poseer: su cordura.

Ahora, Luis vivía, pero era una sombra. Una prueba silenciosa de que, en los montes de Yucatán, algunas leyendas no son solo cuentos, sino horrores que esperan en la oscuridad para devorar a aquellos que se atreven a dudar. Y en las noches de luna llena, algunos juran escuchar el débil balido de un chivo en la distancia, una risa que helaba la sangre, y el susurro del viento llevando un solo nombre: "Huay".

ALUXEl sol se filtraba entre la densa selva yucateca, dibujando patrones de luz y sombra sobre el suelo húmedo. Para Lui...
14/07/2025

ALUX
El sol se filtraba entre la densa selva yucateca, dibujando patrones de luz y sombra sobre el suelo húmedo. Para Luis, el ingeniero civil conocedor de estas tierras, cada paso era una lucha contra la vegetación exuberante y el calor opresivo. Su misión de supervisar los avances de una nueva carretera lo había llevado a una zona remota, inexplorada, donde los viejos relatos mayas cobraban una vida inquietante.

Había oído hablar de los aluxes, duendes o espíritus diminutos que habitaban la selva. Pequeños, invisibles a men**o, pero capaces de manifestarse para juguetear o asustar. Los viejos decían que protegían la selva y el inframundo, el Xibalbá, y que era sabio pedir permiso antes de entrar en sus dominios. Luis, un hombre de ciencia, siempre había tomado estas historias con una sonrisa condescendiente, considerándolas parte de las leyendas locales. Pero la sonrisa se había desvanecido.

Desde hacía días, una serie de "accidentes" inexplicables habían plagado su campamento. Herramientas que desaparecían, cables que se cortaban misteriosamente, y un escalofrío persistente en el aire, como si una presencia invisible lo observara. Los trabajadores locales, con sus rostros curtidos y susurros de "aluxes enojados", se negaban a adentrarse más en el monte, paralizados por el miedo.

Una tarde, mientras Luis inspeccionaba un área particularmente densa, se encontró con una pequeña estructura de piedra, casi oculta por la maleza: una casa del alux. Era rudimentaria, pero claramente construida con intención. Recordó la leyenda: si un campesino construía una de estas casitas y no la sellaba después de siete años, el alux encerrado dentro se volvía agresivo.

La curiosidad, y tal vez un poco de arrogancia, vencieron el sentido común de Luis. Se acercó a la casita. Un hedor fétido, como de carne podrida y humedad estancada, emanaba de su interior. Miró por una de las pequeñas ventanas. El interior estaba oscuro, pero sintió una mirada clavada en él, una presencia opresiva que le erizó los vellos de la nuca.

De repente, un grito agudo y chirriante llenó el aire, resonando en la selva. Un sonido que no era humano, pero que destilaba una furia incomprensible. Luis retrocedió de golpe, tropezando con una raíz expuesta y cayendo de espaldas. Sus ojos se abrieron con horror.

Frente a él, emergiendo de la casa del alux, había una criatura diminuta, no más alta que sus rodillas. Pero esta no era la imagen bonachona de los duendes de cuentos. Era la personificación de la ira. Su piel, de un color terroso, estaba surcada por arrugas de malicia. Llevaba un tocado de piedra con símbolos mayas, y sus ojos, dos orbes incandescentes de un verde neón, brillaban con una luz sobrenatural. De ellos, brotaban volutas de energía verdosa, danzando en el aire como llamas fantasmales. Sus rasgos eran una mueca de puro odio, su boca diminuta torcida en un gruñido silencioso, mostrando pequeños dientes afilados como agujas.

El alux dio un paso adelante, y el suelo bajo sus pies pareció temblar ligeramente. Luis intentó levantarse, pero su cuerpo estaba paralizado por el terror. El aire se volvió denso, irrespirable, cargado con el mismo olor nauseabundo que emanaba de la casita.

El alux levantó una mano diminuta, y Luis sintió como si garras invisibles le desgarraran la carne. Un dolor punzante le recorrió el brazo. La criatura se movió con una velocidad sorprendente, desapareciendo frente a Luis en un parpadeo. Sus ojos verdes brillaron con intensidad, y la energía verdosa que emanaba de ellos se arremolinó alrededor de la cabeza de Luis.

Una voz, no una voz audible sino una voz en su mente, resonó con una furia desquiciada. "¡Intruso! ¡Profanador! ¡Pagaras por tu osadía!"

Luis sintió que algo dentro de su cabeza se retorcía. Un dolor insoportable estalló en su cráneo. Vio destellos de luz, y luego una oscuridad abrumadora. Cayó de rodillas, con las manos apretadas contra sus sienes. El alux lo observaba con una expresión de triunfo retorcido.

El dolor se intensificó, un taladro invisible perforando su cerebro. Sangre comenzó a brotar de sus ojos y oídos, empapando su rostro. El alux se deleitaba en su agonía, sus ojos verdes brillando más intensamente.

Luis sintió que su mente se desgarraba. Imágenes de su vida, fragmentos de recuerdos, se disolvían en una neblina. El alux estaba devorando su cordura, su alma, poco a poco.

Un último grito ahogado escapó de su garganta, un sonido de pura desesperación. El pequeño monstruo se abalanzó, y Luis sintió las diminutas, pero increíblemente fuertes, manos del alux aferrarse a su rostro. Las garras, finas como agujas, se hundieron en sus ojos. Un dolor inimaginable lo consumió. La última imagen que vio fue el rostro deformado por la rabia del alux, sus ojos verdes brillando con un resplandor infernal.

Cuando los compañeros de Luis finalmente lo encontraron, lo que quedaba de él era ap***s reconocible. Su rostro estaba desfigurado, sus ojos vacíos, y su cerebro había sido, literalmente, destrozado. La casa del alux estaba sellada, y un silencio espeluznante había caído sobre esa parte de la selva. La leyenda del alux, que una vez fue un cuento para niños, se había convertido en una macabra realidad para el ingeniero civil que se atrevió a profanar un lugar sagrado. Y en la profundidad de la selva, los ojos verdes de la pequeña criatura brillaban con una satisfacción oscura.

HUAY PEKLa oscuridad se cernía sobre Ticul, Yucatán, espesa y pegajosa como la melaza, solo rota por el fulgor de una lu...
14/07/2025

HUAY PEK
La oscuridad se cernía sobre Ticul, Yucatán, espesa y pegajosa como la melaza, solo rota por el fulgor de una luna llena que se alzaba majestuosa sobre el horizonte. Luis, el ingeniero civil acostumbrado a los desafíos de los montes mayas, sentía un escalofrío recorrerle la espalda, uno que no tenía nada que ver con la brisa nocturna. Su camioneta, averiada en medio de un camino desolado, lo había dejado a merced de una noche que prometía ser larga y, quizás, la última.

Había escuchado las historias, por supuesto: Leyendas de un curandero del siglo XVII, Juan Moo, que se transformaba en un colosal perro negro, el Huay Pek. Un ser que, se decía, practicaba magia blanca. Pero las advertencias de los lugareños, susurros sobre “varios” Huay Pek, algunos con “mala voluntad” y “arrebatos”, resonaban ahora en su mente con una intensidad perturbadora. El reciente reporte de un ser canino caminando erguido cerca de Tzucacab solo alimentaba su creciente ansiedad.

Decidió caminar hacia Ticul, la luz de la luna era su única guía. El sendero serpenteaba entre antiguos sepulcros olvidados, lápidas inclinadas y cruces carcomidas por el tiempo. Un hedor dulzón y putrefacto, como el de un matadero abandonado, comenzó a flotar en el aire, punzando sus fosas nasales.

De repente, una silueta imponente emergió de entre las sombras del cementerio. Luis se detuvo en seco, el corazón golpeándole contra las costillas. No era un perro cualquiera. Era una figura monstruosa, erguida sobre dos patas, con el torso de un hombre pero la cabeza y el pelaje de un lobo gigantesco, de un negro tan profundo. Sus ojos, dos orbes incandescentes de un rojo, lo miraban fijamente, irradiando una inteligencia retorcida y una malicia ancestral.

El ser llevaba un sombrero de ala ancha adornado con plumas, y en una de sus manos, garras afiladas y negras como obsidiana, sostenía un bastón coronado por un símbolo que parecía un ojo rojo incandescente. A su lado, un perro, también de pelaje negro y ojos rojos centelleantes, se erguía en cuatro patas, pero su tamaño y la intensidad de su mirada eran igualmente aterradores. La bestia canina gruñó, un sonido grave y gutural que resonó en el silencio sepulcral del cementerio.

Luis sintió que el aire se le escapaba de los pulmones. Era el Huay Pek, o quizás uno de ellos. Pero la figura central, la del hechicero, era algo aún más siniestro, una encarnación del miedo mismo. La criatura de dos patas, el brujo, levantó su bastón. La gema en la punta pulsó con una luz rojiza, y Luis sintió una oleada de frío que le caló hasta los huesos, no la brisa nocturna, sino una frialdad sobrenatural que le erizó los vellos de la nuca.

Un susurro, un murmullo indescifrable, pareció desprenderse de los labios del brujo, una invocación oscura que resonó en el aire. El perro que lo acompañaba, el Huay Pek, dejó escapar un aullido largo y estremecedor que hizo que los pocos perros domésticos de las casas cercanas ladraran con desesperación.

Luis intentó retroceder, pero sus pies estaban clavados al suelo, como si una fuerza invisible lo retuviera. Los ojos rojos del brujo lo penetraban, y sintió una presión indescriptible en su mente, como si manos invisibles intentaran estrujar sus pensamientos.

De repente, el Huay Pek, el perro gigantesco, se lanzó. Luis ap***s tuvo tiempo de levantar sus brazos en un vano intento de protegerse. Las garras, afiladas como cuchillas de obsidiana, se hundieron en su carne. Un dolor atroz lo recorrió mientras la bestia desgarraba su brazo con una fuerza brutal.

Un grito desgarrador escapó de los labios de Luis, pero fue ahogado por el gruñido feroz del Huay Pek. La sangre brotó a borbotones, empapando su camisa. El perro brujo, con sus ojos rojos, le clavó la mirada, y Luis sintió una punzada de pánico absoluto.

El brujo, observaba con una sonrisa cruel en su rostro demoníaco. Su bastón pulsaba con más intensidad, y Luis sintió que la carne de su brazo se desprendía bajo el asalto de las garras del Huay Pek. La visión se le nubló, y el sabor ferroso de la sangre llenó su boca.

El Huay Pek retrocedió un momento, solo para abalanzarse de nuevo, esta vez apuntando a su pierna. Luis cayó al suelo con un golpe sordo, el dolor era insoportable. Las garras de la bestia se hundieron una vez más, desgarrando músculos y tendones. Podía escuchar el crujido de sus propios huesos.

Los ojos rojos del brujo brillaron con una luz más intensa, casi de placer. Se acercó a Luis, el bastón en alto. El hedor a muerte y putrefacción se intensificó. Luis intentó arrastrarse, pero el dolor era demasiado. Su cuerpo ya no le respondía.

El brujo se inclinó sobre él, su rostro horripilante a pocos centímetros del suyo. La voz que emergió de su garganta no era humana, sino un grito gutural, lleno de un odio antiguo y frío. La punta de su bastón, el ojo rojo, se posó sobre el pecho de Luis. Sintió una quemadura, y luego un dolor indescriptible que lo atravesó hasta el alma. Era como si su propia esencia estuviera siendo arrancada de su cuerpo.

Las últimas imágenes que pasaron por la mente de Luis fueron el rostro sonriente del brujo, los ojos rojos y brillantes del Huay Pek, y la luna llena que, indiferente, seguía iluminando la escena macabra. El grito de agonía que se ahogó en su garganta fue el último sonido que emitió. Cuando la oscuridad lo consumió por completo, el cementerio de Ticul solo guardó el silencio de la noche, roto únicamente por el siseo del viento que susurraba los nombres de los mu***os, y la risa silenciosa de un terror que aún acecha en las sombras de Yucatán.

HUAY CHIVOLa luna llena, era la única testigo del terror que se gestaba en las entrañas de la selva yucateca. Luis, un i...
13/07/2025

HUAY CHIVO
La luna llena, era la única testigo del terror que se gestaba en las entrañas de la selva yucateca. Luis, un ingeniero civil con la piel curtida por el sol y el espíritu forjado en el fragor de los montes mayas, sintió un escalofrío que no provenía del aire fresco de la noche. La linterna de su mano izquierda ap***s rasgaba la oscuridad, proyectando sombras danzantes sobre los troncos que se alzaban como esqueletos gigantes. Había perdido la noción del tiempo y del sendero. Una tormenta imprevista lo había obligado a desviarse de su ruta, dejándolo varado en lo que se sentía como un laberinto sin fin de vegetación.

Recordó las advertencias de los lugareños, sus voces graves susurrando historias del Huay Chivo, ese ser mitad hombre, mitad bestia, amo de la oscuridad que despertaba un temor ancestral. Siempre había descartado tales relatos como meras supersticiones, cuentos para asustar a los niños. Pero ahora, con el aullido de un animal desconocido resonando en la lejanía y el aroma dulzón y fétido de algo putrefacto llenando el aire, la incredulidad comenzaba a desmoronarse.

De repente, una silueta imponente emergió de la penumbra. Al principio, Luis pensó que era un animal grande, quizá un tapir. Pero a medida que la figura se acercaba, sus ojos se abrieron con horror. No era un tapir. Era la encarnación de la pesadilla. Una criatura de pelaje negro, musculosa y erguida como un hombre, pero con la cabeza de un chivo, adornada con cuernos retorcidos pero sus ojos. Esos ojos eran lo más aterrador. Rojos, incandescentes, como brasas vivas, perforaban la oscuridad con una maldad palpable.

Luis sintió que el corazón se le encogía en el pecho, golpeando con una fuerza brutal contra sus costillas. La leyenda decía que, si uno se atrevía a sostener la mirada del Huay Chivo, sufriría fiebres y malestares; cargaría el “mal aire”. Pero Luis estaba paralizado, incapaz de desviar sus ojos de las brasas hipnóticas. El aire se volvió pesado, irrespirable, cargado con el olor a azufre y carne en descomposición.

Un gruñido gutural escapó de la garganta de la criatura, un sonido que era a la vez un bramido animal y una risa horripilante. El Huay Chivo dio un paso, luego otro, acercándose lentamente. Luis intentó moverse, pero sus piernas se negaban a obedecer. Un sudor frío le corría por la frente.

La bestia se detuvo a pocos metros de él, su aliento fétido golpeando el rostro de Luis. Podía ver el brillo de colmillos afilados en la boca del chivo, y por un instante, la imagen de un hombre desfigurado pareció superponerse al rostro de la criatura, una visión fugaz que le heló la sangre. El Huay Chivo levantó una mano, garras negras y largas como cuchillas extendiéndose amenazadoramente.

"¡No... no!", balbuceó Luis, su voz ap***s un susurro.

Pero la súplica fue en vano. La criatura se abalanzó con una velocidad antinatural. Luis ap***s tuvo tiempo de levantar su machete de explorador, un arma rudimentaria contra la furia de la bestia. El impacto fue brutal. El machete rebotó inútilmente contra la piel dura del Huay Chivo, y Luis fue arrojado al suelo como un muñeco de trapo.

Cayó con un golpe sordo, el aire escapando de sus pulmones. Antes de que pudiera recuperar el aliento, sintió un peso aplastante sobre su pecho. Los ojos rojos del Huay Chivo lo miraban fijamente, la malicia brillando en sus profundidades. Un dolor lacerante lo atravesó cuando las garras afiladas se hundieron en su carne, desgarrando su ropa y la piel con una facilidad escalofriante.

Un grito de agonía escapó de sus labios, un sonido ahogado por el gruñido gutural del monstruo. La sangre comenzó a brotar, empapando la tierra bajo él. El Huay Chivo inclinó su cabeza, y Luis sintió la presión de algo caliente y húmedo sobre su cuello. Era la boca de la bestia, sus colmillos rozando su yugular.

Los ojos de Luis se abrieron desmesuradamente, no solo por el dolor, sino por el horror absoluto. Pudo sentir la respiración irregular de la criatura sobre su piel, el olor a sangre fresca, la suya propia. Un último destello de la luna se reflejó en los ojos rojos del Huay Chivo, y Luis supo que la leyenda no era solo un cuento. Era una verdad aterradora que ahora le arrebataba la vida en las profundidades de la selva, un sacrificio más para el amo de la oscuridad. La noche lo engulló por completo, y solo el siseo del viento entre los árboles y el incesante chirrido de los insectos quedaron como testigos del final de Luis, un ingeniero civil que desafió las leyendas mayas y pagó el precio más alto.

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12/07/2025

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Temporada unoCapítulo unoTe cuento una anécdota sobre los tesoros que aun se esconden bajo la tierra en estas antiguas construcciones [leyendas de yucatán] ?...

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07/07/2025

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Esta semana, Facebook me ha reconocido como creador en ascenso destacado.
01/07/2025

Esta semana, Facebook me ha reconocido como creador en ascenso destacado.

El Aullido del Cementerio ViejoEl aire de la noche en Mérida siempre había sido denso, cargado con el perfume dulzón del...
28/06/2025

El Aullido del Cementerio Viejo

El aire de la noche en Mérida siempre había sido denso, cargado con el perfume dulzón del jazmín y el eco de los grillos. Pero esa noche de luna nueva, una pesadez diferente se arrastraba, un frío que no venía del viento. Era la clase de frío que se te mete en los huesos y te susurra al oído que no estás solo.

Don Armando, el viejo guardián del cementerio colonial en las afueras de la ciudad, lo sintió ap***s el sol se puso. Un escalofrío le recorrió la espalda mientras cerraba el pesado portón de hierro, sus ojos cansados escudriñando entre las tumbas centenarias y las cruces de piedra cubiertas de moho. Llevaba décadas vigilando el descanso de los mu***os, y nunca había sentido algo así. No era el frío de los mu***os; era el aliento helado de algo vivo y muy, muy antiguo.

Dentro de su pequeña caseta, Don Armando encendió una vela y se sentó, el rosario apretado en su mano. Había escuchado las historias desde niño, susurradas al calor de la lumbre: el Huay Pek, el brujo que se transformaba en un perro inmenso, de ojos rojos como brasas, que vagaba por los camposantos buscando almas descarriadas. Siempre las había considerado cuentos para asustar a los niños, pero esa noche, la piel se le erizó al recordar las descripciones. Un perro tan grande como un becerro, de pelaje oscuro que se fundía con la noche, y unos ojos que prometían la locura.

De repente, un aullido rasgó el silencio. No era el aullido lastimero de un perro callejero, sino un lamento gutural, que parecía salir de las entrañas mismas de la tierra. Don Armando se puso de pie de un salto, la vela titilando violentamente, proyectando sombras danzarinas por toda la caseta. El aullido se repitió, más cerca esta vez, y con él llegó el inconfundible sonido de algo grande arrastrándose entre las tumbas, crujiendo la gravilla.

El viejo guardián se asomó por la rendija de la ventana, su corazón latiéndole como un tambor de guerra. Entre las siluetas borrosas de los mausoleos, vislumbró una figura. Al principio, pensó que era un hombre, alto y corpulento, pero mientras la figura se acercaba a la luz tenue de la luna filtrándose entre las nubes, Don Armando sintió que el aire se le escapaba de los pulmones.

No era un hombre. Ni tampoco un perro. Era algo intermedio, una aberración, una pesadilla materializada. Tenía el torso de un hombre, musculoso y retorcido, pero sus extremidades eran las de una bestia canina, terminadas en garras afiladas que rasgaban la tierra con cada paso. Su cabeza... la cabeza era la de un lobo, pero los ojos, ¡ay, los ojos! Eran dos orbes de un rojo tan intenso que parecían arder en la oscuridad, fijos en la caseta de Don Armando. Una baba oscura goteaba de sus fauces abiertas, revelando dientes largos y puntiagudos. La sed de venganza y la maldad pura emanaban de él, un aura tan palpable que el viejo guardián retrocedió, tropezando con una silla.

El Huay Pek, ahora transformado en esa grotesca bestia, se detuvo frente a la caseta. Un relámpago iluminó el cielo en ese instante, revelando con una claridad aterradora la figura imponente de la bestia, los músculos tensos, el pelaje erizado, el bastón de mando que, ahora se daba cuenta Don Armando, era más bien una estatúa retorcida, como si hubiera sido arrancado de un árbol centenario y empapado en algún veneno ancestral.

Un gruñido profundo escapó de la garganta del Huay Pek, un sonido que vibró en el pecho de Don Armando, paralizándolo. Sabía que no había forma de escapar. Esta criatura no solo infundía miedo; lo devoraba. Los ojos rojos se clavaron en los suyos, y el viejo sintió cómo su voluntad se desvanecía, reemplazada por un terror que llegaba al alma.

Mientras el Huay Pek levantaba su bastón, el último pensamiento de Don Armando fue un ruego silencioso a los antiguos dioses mayas, esperando que su alma encontrara descanso más allá del alcance de la oscuridad que ahora se cernía sobre el viejo cementerio. El relámpago volvió a iluminar el cielo, y el aullido, esta vez, fue el del guardián, un grito que se ahogó rápidamente en la noche, devorado por la leyenda del Huay Pek.

A la mañana siguiente, el portón del cementerio estaba abierto de par en par. La caseta de Don Armando estaba vacía, y solo la vela consumida y el rosario roto daban testimonio de la noche. En la tierra húmeda del sendero principal, entre las tumbas, se podían ver las marcas inconfundibles de unas garras enormes, arrastrándose hacia la oscuridad de los montes cercanos. La gente de Mérida, que acudió al llamado de los aullidos que algunos valientes juraron haber escuchado, ya no dudaba de las viejas leyendas. El Huay Pek había vuelto a cobrar su cuota en el viejo cementerio de Mérida.

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