
19/07/2025
HUAY BALAM
La sofocante humedad de la selva yucateca se aferraba a la piel de Luis, ingeniero civil. El sol de la tarde se filtraba a duras p***s entre la densa bóveda de árboles milenarios, creando un mosaico de luces y sombras que danzaban sobre el sendero fangoso. Luis, con su equipo de topografía al hombro, se adentraba en una zona inexplorada para evaluar un nuevo tramo carretero, un proyecto que lo había alejado de las rutas conocidas y lo había sumergido en el corazón de las leyendas mayas.
Desde que llegó a Yucatán, los lugareños le habían hablado de los nahuales. No como cuentos de fogata, sino con una seriedad que calaba los huesos. Personas, decían, capaces de transformarse en animales, amos de la selva y de la oscuridad, con un "tonal" o espíritu animal que los ligaba a la tierra misma. Podían ser protectores, o depredadores. Y a medida que Luis se internaba en el monte, la línea entre el folclore y la realidad comenzaba a desdibujarse.
Hacía días que sentía una presencia, una sensación de ser observado, una sombra que se movía justo más allá de su campo de visión. Los animales del monte, normalmente bulliciosos, guardaban un silencio antinatural a su paso. Las aves callaban, los monos se ocultaban. Era como si la selva misma contuviera el aliento.
Una noche, mientras armaba su campamento improvisado junto a un cenote de aguas profundas y oscuras, el sonido de las ramas crujiendo lo alertó. Era un sonido rítmico, pesado, no como el de un animal salvaje común. Luis empuñó su machete, la única arma que lo acompañaba en esa soledad verde.
De entre la maleza emergió una figura. Al principio, pensó que era un jaguar, pero la forma era demasiado grande, demasiado… incorrecta. Era un hombre, sí, pero su piel estaba cubierta de un pelaje oscuro y espeso, sus manos terminaban en garras afiladas y sus ojos, al reflejo de la luna, brillaban con un ámbar inquietante. Sus facciones eran toscas, casi animales, y de su boca brotaban colmillos que parecían demasiado grandes para un humano. Un nahual, aquí las leyendas lo llamaban Huay.
Luis sintió el aliento helado del miedo en su nuca. Había desestimado las advertencias, había creído que su lógica de ingeniero lo protegería. Pero la criatura que tenía enfrente era una pesadilla hecha carne.
El huay no atacó de inmediato. Lo observó con una curiosidad predatoria, sus ojos penetrando el alma de Luis. Un gruñido grave y resonante escapó de su garganta, un sonido que vibró en el pecho de Luis. Luego, con una agilidad sorprendente, la criatura se transformó. Los huesos crujieron, los músculos se contorsionaron, y ante los ojos aterrorizados de Luis, el hombre-bestia se convirtió en un jaguar colosal, más grande de lo que jamás había visto, con ojos ámbar que ardían en la oscuridad.
El jaguar no rugió, solo siseó, un sonido que era a la vez un silbido de advertencia y una promesa de muerte. Luis retrocedió lentamente, el machete temblándole en la mano. El animal, con movimientos lentos y calculados, comenzó a rodearlo. Cada paso era un latido fuerte en el corazón de Luis.
De repente, el jaguar se abalanzó. Luis reaccionó por puro instinto, esquivando el primer zarpazo que habría abierto su pecho de par en par. El machete brilló en la penumbra mientras intentaba un golpe desesperado. La hoja raspó el costado del jaguar, dejando una marca superficial en su pelaje. Un rugido de ira brotó de la garganta del huay.
La bestia se lanzó de nuevo, esta vez con una velocidad brutal, sus garras se hundieron en el muslo de Luis, desgarrando su pantalón y la carne con una facilidad espeluznante. Un grito de dolor brotó de los labios del ingeniero, cayó al suelo, el dolor era agudo y punzante.
El jaguar se paró sobre él, sus ojos ámbar brillando con una satisfacción cruel. Su aliento cálido y animal golpeaba el rostro de Luis, ahí mismo podía sentir el peso de la criatura y la tensión de sus músculos listos para el golpe final.
Pero en ese instante, el nahual dudó. Una luz extraña, casi de tormento, cruzó por sus ojos. La forma del jaguar comenzó a vacilar, a ondular como el calor sobre el asfalto. Por un momento, Luis vislumbró el rostro de un hombre, un rostro contorsionado por el dolor, antes de que volviera a ser el jaguar.
El huay, como si una fuerza invisible lo impulsara, retrocedió unos pasos. Rugió de frustración, no de rabia, y luego se lanzó a la selva, despareciendo entre la maleza con una velocidad sobrenatural.
Luis yacía en el suelo, la pierna sangrando profusamente, el cuerpo tembloroso por la adrenalina y el miedo. ¿Por qué se había detenido? ¿Qué había visto en los ojos del nahual?
La respuesta llegó días después, cuando fue encontrado por un grupo de cazadores locales. Le contaron que, en lo más profundo de la selva, existían huayes que luchaban contra su propia naturaleza, algunos que buscaban el equilibrio entre el hombre y la bestia. El huay que se le había presentado a Luis, por alguna razón, había sentido algo en él, algo que lo había frenado de dar el golpe final. Quizás, su conexión con la tierra, su respeto y amor por la naturaleza que él, como ingeniero, buscaba "domar".
Luis sobrevivió, pero la experiencia lo cambió para siempre. La selva dejó de ser solo un terreno para la construcción. Se convirtió en un lugar de respeto, de misterio, donde las leyendas cobraban vida y donde la delgada línea entre el hombre y el animal se difuminaba en la penumbra. Y cada vez que el sol se ponía en Yucatán, Luis sentía la presencia de esa sombra, de ese huay que le había concedido una segunda oportunidad, recordándole que no todo lo que existe puede ser explicado por la razón.