10/08/2025
Nogales y Matamoros: La Realidad y la Farsa.
Por Jorge Chávez Mijares.
Han pasado 114 días hasta hoy domingo desde que el jovencito alcalde Alberto Granados inició su coreografía de evasivas, instalando en la plaza pública una de las frases más célebres —y más huecas— de su administración: “la visa está en casa”. No se trató de un lapsus, ni de un error inocente; fue una decisión consciente, una mentira performativa en toda regla, diseñada no para convencer, sino para exhibir poder.
Querido lector, mentir no es simplemente decir algo falso: es decirlo sabiendo que es falso y esperando que el otro lo tome por verdadero. Ahí reside su carga ética, porque introduce una ruptura deliberada en el pacto de confianza que sostiene toda comunicación.
Dos alcaldes, dos versiones.
Por un lado, el alcalde de Nogales lleva en su apellido el nombre de la ciudad que gobierna, Juan Francisco Gim Nogales. Reportes extraoficiales señalan que intentó cruzar la frontera hacia Estados Unidos el pasado 5 de agosto por la garita Dennis DeConcini, pero fue retenido durante varias horas. Lo plausible es que a través de sus redes sociales, el alcalde de Nogales no lo negó, sino que confirmó la revocación de su visa estadounidense y aseguró que solo se trata de un tema administrativo. No mintió.
Sesudo lector, desde Platón, que ya reflexionaba sobre “la mentira noble” en La República como un recurso para el bien común, hasta Nietzsche, que veía en toda verdad una especie de mentira útil y socialmente aceptada, la filosofía pragmática ha debatido si la mentira siempre es reprobable o si hay casos, como con la visa que descansa en casa, en los que puede ser un deber moral.
Kant, por ejemplo, fue tajante: mentir en el caso de la visa de Granados es siempre inadmisible porque degrada la dignidad humana y convierte a la persona en un simple medio. En cambio, otros como Maquiavelo aceptaron su uso estratégico, sobre todo en política, para preservar un fin mayor.
Estimado lector, la mentira aceptada por muchos es un fenómeno político y psicológico muy particular, y también muy antiguo: el poder que miente sin ocultar que miente, y que, aun así, impone su mentira como si fuera verdad.
Recurrentemente he dicho tantas teorías que aprendí en la universidad y una de ellas es que, en filosofía política, esto se conecta con la idea de la mentira performativa: los asesores en comunicación de Alberto Granados no buscan convencer de su veracidad, sino demostrar que el poder es tan grande que no necesita decir la verdad. Es la mentira de que la visa está en casa como exhibición de dominio, situación que el alcalde de Nogales no quiso utilizar.
La antropología nos dice que cuando todos —pueblo, adversarios, aliados— sabemos que la afirmación es falsa, y el gobernante lo sabe también, la mentira deja de ser un intento de engaño y se convierte en un acto de humillación simbólica: “Sé que saben que miento, pero seguirán actuando como si fuera verdad, porque mi poder no está en la verdad, sino en obligarlos a fingir que me creen porque les conviene por las dadivas que les doy”. Idea terrible y luminosa.
La filósofa alemana Hannah Arendt, una de las mentes más influyentes del siglo XX en el análisis del poder describió algo parecido al estudiar los totalitarismos: las mentiras evidentes servían para debilitar la noción misma de realidad, de modo que la gente terminaba dependiendo del régimen no solo para su sustento, sino para su sentido de lo real. Orwell, en 1984, lo dramatizó con la consigna “2 + 2 = 5”: “La visa está en casa”, no importa si es falso, lo importante es que lo aceptes porque lo ordena el jefe.
En ese escenario, en el que nadie pregunta por la visa, la mentira ya no es un acto de comunicación, sino una prueba de obediencia. Y el que se somete a ella, aun con cinismo, participa de una coreografía de sumisión colectiva.
Cuando Hannah Arendt habló de “la banalidad del mal”, lo hizo a partir de su cobertura del juicio de Adolf Eichmann en 1961. Esperaba encontrarse con un monstruo, un demonio ideológico, pero lo que vio fue alguien mediocre, con frases mal hechas y justificaciones burocráticas, cualquier parecido con la realidad es culpa de la realidad.
Lo impactante para Arendt fue descubrir algo que me incumbe como periodista, que el mal más atroz no siempre nace del odio furioso o de una mente criminal excepcional, sino de la ausencia de pensamiento crítico: gente que cumple órdenes, aplica procedimientos y “hace su trabajo” sin detenerse a reflexionar sobre las consecuencias humanas de sus actos y de sus mentiras.
En este sentido, decir que la visa está en casa, la banalidad no significa que el mal sea pequeño o trivial, sino que se hace y se acepta con frialdad administrativa, sin pasión, sin conciencia moral, como si fuera un trámite más.
Querido y dilecto lector, el verdadero problema con los dos alcaldes fronterizos, Gim y Granados, no radica en que les hayan quitado la visa. La diferencia esencial es cómo cada uno eligió enfrentar el hecho. Gim, alcalde de Nogales, lo aceptó con la serenidad de quien entiende que la verdad, aunque incómoda, no lo despoja de su dignidad. Seguirá sin visa, sí, pero también sin la carga de una mentira que lo persiga en cada declaración.
Granados, en cambio, optó por instalar una ficción: “la visa está en casa”. Y al sostenerla, no solo se miente a sí mismo, sino que obliga a toda una comunidad —funcionarios, aliados, adversarios— a actuar como si sus palabras fueran ciertas. Esa imposición es más corrosiva que la pérdida del documento; crea un entorno donde pensar se vuelve peligroso o inútil, y donde la obediencia se mide por la capacidad de fingir que se cree lo que todos saben que es falso.
En ese contraste, Nogales carga con la realidad, Matamoros con la farsa. Y al final, no es la visa lo que define al alcalde, sino la forma en que decide convivir con su propia verdad o su propia mentira.
El tiempo hablará.