20/08/2025
ME RECLAMÓ LA CASA QUE ME DEJÓ CUANDO TENÍA 9 AÑOS… Y LE DI UNA LECCIÓN QUE NO OLVIDARÁ”
—Empaca tus cosas, mamá. Y puedes ir a buscar a tu poeta desempleado —le dije con frialdad, mientras cambiaban las cerraduras del departamento.
—¡Llévatelo todo y vete! —le lancé unas llaves—. Hay un apartamento a dos cuadras de aquí. Te pagué el primer mes de alquiler.
Me dejaste cuando tenía nueve años… y ahora vienes a reclamar lo que yo construí con mi esfuerzo.
No, mamá. Ahora vive como te mereces.
Vera se quedó en shock. Su labio temblaba.
—¿Cómo te atreves a hablarme así? ¡Yo te di la vida!
—Y luego me dejaste —respondí con calma—. Por Nikolai. Ese “romántico” sin trabajo que escribía poemas mientras yo pasaba hambre.
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Esta historia comenzó muchos años atrás.
Mi padre, Andrey, era un hombre trabajador. Capataz en una fábrica. Responsable, sencillo… pero sin tiempo para flores ni canciones.
Mi madre, en cambio, soñaba con una vida de novelas. Quería gestos, poesía… espectáculo.
Un día, papá le pagó unas vacaciones en un sanatorio. Fue sola, con la excusa de descansar.
Volvió… distinta.
—Conocí el amor verdadero —me dijo—. Nikolai es romántico, sensible… no como tu padre.
Poco después, papá se fue de la casa. En silencio. Nos dejó el departamento, a mi madre y a mí.
Y a la semana, Nikolai se mudó con nosotras.
Yo tenía solo nueve años.
—¡Mamá, que se vaya! ¡Quiero que vuelva papá! —le grité una vez.
—¡Cállate! —me gritó ella—. Nikolai es un artista. ¡Y es MI decisión!
Pero el “artista” no trabajaba. Ni sabía cómo. Decía que era porque “el ambiente laboral lo mataba”.
Eso sí: me quitaba la comida, la ropa, el lugar en la mesa…
Pero a mi madre le regalaba flores robadas de los jardines y versos ridículos.
Papá enviaba la pensión cada mes… pero yo jamás la vi.
—Necesito una chaqueta —le reclamé un día—. Ya no me cierra la que tengo.
—Aguanta —me dijo—. Kolya necesita ropa nueva para una entrevista.
Y cuando quedó embarazada de nuevo… me mandó con una vecina. Anna Petrovna.
Una anciana sola, que me trató como a su nieta.
Ella me enseñó más que nadie:
> “Ni la sangre garantiza cariño. El amor se demuestra. El respeto se gana. Incluso tu familia… puede traicionarte”.
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Crecí trabajando, estudiando y agradeciendo.
Fui becada. Fui arquitecta. Fui libre.
Con los años, compré el mismo departamento donde viví con mi madre. Lo reconstruí desde los cimientos.
Cada rincón llevaba mi nombre, no el de ella.
Hasta que un día… sonó el timbre.
—Hola, hija… vine a quedarme unos días —balbuceó—. Tu padrastro está enfermo. Perdimos el lugar donde vivíamos y…
Y ahí fue cuando le dije todo. Sin lágrimas. Sin gritos. Solo verdad.
—Tú me dejaste por un poeta de hambre. Y ahora vuelves cuando no tienes adónde ir.
Pero esta casa… esta vida… la levanté sola.
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Le pagué un mes en otro apartamento.
Y me despedí.
Esa noche preparé té. Como hacía con Anna.
Puse una segunda taza en la mesa… vacía. Pero sentí su abrazo ahí.
Porque a veces, lo que no se dice con palabras… se dice con dignidad.
Y algunas heridas no se curan con perdón.
Se curan con distancia. Y una última taza de té.
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Tres semanas.
Ese fue el tiempo que pasó desde que le entregué las llaves del otro apartamento y cerré la puerta sin mirar atrás.
Pensé que me sentiría liberada. Triunfadora. En paz.
Pero la verdad es que algo no me dejaba tranquila.
No era culpa. Era otra cosa… una inquietud que no encontraba nombre.
Tal vez era ese espacio vacío en la mesa cada vez que preparaba té.
El lugar que solía ocupar Anna.
O el recuerdo de una madre que, aunque ausente, nunca dejó de doler.
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