El Muro De La Fama

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“Los gemelos millonarios y la niñera: El secreto que cambió sus vidas” Los hijos gemelos del millonario viudo no comían ...
12/10/2025

“Los gemelos millonarios y la niñera: El secreto que cambió sus vidas”


Los hijos gemelos del millonario viudo no comían nada hasta que la nueva niñera hizo algo inesperado y cambió sus vidas para siempre. Cuando Mariana baja del auto frente a la enorme mansión de Ricardo Navarro, siente un hormigueo de nervios y emoción. No es como cualquier casa, es una casa llena de

terminan el recorrido, Ricardo le dice que mañana empiece a las 8 y la deja sola con los niños. En silencio a solas con ellos por primera vez.
Habla con ellos otra vez con voz suave. Les pregunta cómo están. Nada, solo escuchas el eco de su voz en el pasillo. Eso le confirma que no es solo un tema de hambre. Algo pasó en casa. Sale del cuarto y ve a distancia a Ricardo sentado en su despacho. No la mira, pero ella siente su mirada. Baja

la cabeza un instante y sigue su camino hacia la cocina, pensando en qué hacer para que esos niños coman.
Afuera, mientras el sol baja, las sombras crecen por la mansión. Y Mariana se pregunta si esos hilos de silencio podrán romperse con ella. Se queda un instante viendo una galleta que alguien dejó sin terminar en la encimera. Se la lleva a la boca y la prueba insípida, pero hay una chispa de

complicidad en el simple gesto. Cierra los ojos.
Esto apenas comienza. Mariana se cambió de ropa rápido. Nada de uniforme, nada de parecer enfermera ni maestra estricta. Eligió unos jeans cómodos y una blusa clara. se recogió el cabello y bajó a la cocina. Ahí conoció a Chayo, la cocinera, una señora de unos 60 años, seria con voz grave.

Mariana se presentó con una sonrisa, pero Chayo apenas levantó la vista de los vegetales que estaba picando. ¿Para qué te arreglas tanto? Aquí los niños ni te pelan y el señor menos. Soltó sin filtro. Mariana solo rió bajito. No le gustó el tono, pero decidió no engancharse. Mientras Chayo

terminaba la comida, Mariana preguntó cómo les gustaba la comida a los niños.
Les gustaba el arroz con plátano, pero eso era cuando Lucía estaba viva. Dijo Chayo sin detenerse. Mariana notó ese les gustaba como si ya no les gustara nada. ¿Y qué comieron ayer? Preguntó. Nada. Mariana se quedó callada. Chayo no parecía preocupada. Así son. No comen. Desde que se murió su mamá,

nadie los ha hecho comer. Ya pasaron cinco niñeras. Todas se fueron.
A Mariana le picó la curiosidad, pero no quiso parecer. Metiche. Se acercó a la mesa, limpió un poco el área y comenzó a poner los platos. El comedor estaba enorme, con una lámpara colgando que daba más sombra que luz. Puso servilletas con figuras de animales que encontró en un cajón.

Nada muy llamativo, solo un intento por hacer el momento más amable. Ricardo apareció puntual, vestido igual que en la mañana, elegante, pero sin alma, saludó seco, se sentó al frente de la mesa y revisó su celular. Mariana colocó los platos y llamó a los niños. Bajaron sin prisa, tomados de la

mano. Se sentaron uno frente al otro. Nadie hablaba. Chayo sirvió.
Arroz, pollo asado y sopa caliente. El olor era bueno, pero los niños ni lo miraron. Mariana se sentó al lado de ellos observando cada gesto. Ricardo levantó la vista un segundo. “Pueden comer si quieren. No están obligados”, dijo. Luego bajó la mirada al teléfono. Mariana se inclinó un poco hacia

Sofía. “¿Quieres que te ayude con el pollo?” La niña negó con la cabeza.
Emiliano solo miraba su plato como si fuera una hoja en blanco. Mariana pensó en sus sobrinos, en cómo les gustaba hacer figuras con la comida. “¿Y si hacemos una carita con el arroz?”, propuso en voz baja. Sofía giró los ojos. No queremos comer. Soltó Emiliano sin emoción. Ricardo levantó la vista,

pero no dijo nada. Mariana le sonrió al niño.
Está bien, no tienen que comer, pero pueden contarme cómo fue su día. Los niños se quedaron mudos. Chayo miraba desde la cocina con cara de Te lo dije. Ricardo se levantó antes de que pasaran 10 minutos. Tengo una llamada. Disculpen. Se fue sin más. Mariana se quedó sola con los niños. El silencio

pesaba, pero no se rindió. Se paró.
Fue por una manzana. La partió en gajos. la acomodó en forma de estrella en un plato pequeño y la puso entre los dos. No es comida de verdad, es una figura solo para ver si adivinan qué es. Los niños miraron el plato. Un segundo. Dos. Sofía estiró la mano y acomodó un gajo. Emiliano hizo otro

movimiento.
No se lo comieron, pero ya habían tocado algo. Chayo chasqueó la lengua. Eso no es cenar, murmuró desde la cocina. Mariana ignoró el comentario. Se quedó ahí sentada sin decir nada más, solo mirando como los niños, sin hablar acomodaban gajito por gajito haciendo una especie de flor. Cuando

terminaron, Sofía empujó el plato hacia Mariana.
Es un sol, dijo. Emiliano, asintió. Mariana sonrió. No era comida, pero era un primer paso. Un sol hecho de manzana en Milancién te, una casa donde todo era frío. La cena terminó con los platos llenos, pero por primera vez alguien habló, aunque fuera poquito.

Mariana limpió todo, lavó los platos y cuando estaba por subir, Chayo se le acercó. No te encariñes, aquí nada cambia. Mariana solo la miró. Ya veremos, respondió sin levantar la voz. y subió despacio las escaleras, sabiendo que lo que venía sería más difícil de lo que imaginaba. La mañana empezó

con el sonido suave de los pájaros afuera, pero en la mansión no se escuchaba nada, ni una voz, ni una risa, ni una queja.
Mariana se despertó temprano y bajó directo a la cocina. Chayo ya estaba ahí moliendo café y cortando frutas con la misma cara de pocos amigos. Mariana le dijo, “Buenos días, pero Chayo solo levantó la ceja.” Mariana no se dejó intimidar, preparó leche caliente con un poco de canela, pan tostado y

puso todo en una bandeja.
Subió a las habitaciones con paso firme, tocó la puerta del cuarto de los gemelos, esperó un segundo y luego entró. Ellos ya estaban despiertos, sentados en la cama, mirando la tele sin volumen. Mariana dejó la bandeja en una mesa baja. “Hoy no hay reglas”, les dijo. Los dos giraron a verla. “Vamos

a hacer algo diferente.
” Nadie respondió, pero tampoco la ignoraron. Mariana les hizo una seña con la mano para que la siguieran. Bajaron en silencio, pasaron de largo el comedor enorme y entraron directo a la cocina. Chayo los vio y soltó una risa seca. Aquí no pueden estar. Mariana la miró tranquila. Hoy sí pueden.

Chayo la miró con los ojos bien abiertos. Eso va contra las reglas del señor. Mariana respiró profundo. Entonces que me corra. Y siguió su camino con los niños detrás. La cocina era amplia, llena de luz y con una isla grande en el centro. Mariana sacó harina, huevos, leche y azúcar. Todo lo puso

sobre la mesa como si fuera un juego. Emiliano se acercó sin tocar nada. Sofía la miraba con curiosidad.
Mariana les dio un bowl a cada uno. Vamos a hacer hotcakes, pero ustedes son los chefs. Yo solo ayudo. Ellos se miraron entre sí, como preguntándose si de verdad podían hacerlo. Sofía fue la primera en meter las manos en la harina. Emiliano se animó a romper un huevo, aunque lo hizo tan fuerte que

se salpicó la cara. Mariana no se rió, solo le ofreció una toallita.
Eso pasa cuando uno se apura. No pasa nada. Poco a poco se soltaron, rieron bajito, mezclaron, probaron. La cocina empezó a llenarse de un olor rico, diferente. Chayo los veía desde la estufa cruzada de brazos. No decía nada, pero no se fue. Cuando terminaron de cocinar, Mariana puso los hotcakes

en platos pequeños y los llevó a la mesa de la cocina, no al comedor.
Ella se sentó con ellos, les dio miel, rodajas de plátano, un poquito de crema batida. Sofía puso cara de duda. Emiliano giró el tenedor en la mano. Mariana no los miraba directo, solo comía el suyo. Tranquila, como si todo fuera normal. Sofía fue la primera. Tomó un pedacito chiquito. Mariana

fingió no notarlo. Luego Emiliano también lo hizo. No dijeron nada, pero masticaron.
Mariana casi suelta el llanto ahí mismo, pero se aguantó. Solo dijo, “Les quedó muy buenos.” Ellos no respondieron, pero se terminaron la mitad. En eso entró Ricardo. Se detuvo en seco al ver la escena. Los tres sentados en la cocina, platos sucios, harina en la mesa, niños comiendo. Mariana lo

miró sin moverse.
“Buenos días”, dijo él. Sofía bajó el tenedor. Emiliano se quedó quieto. Ricardo se acercó serio. “¿Qué hacen aquí?” Mariana se levantó. Estamos desayunando. Los niños cocinaron. Fue idea mía. Ricardo miró a los niños. Ellos no hablaron. ¿Cocinaron ustedes? Preguntó Emiliano. Asintió. Sofía bajó la

mirada. ¿Comieron? Esta vez no dijeron nada. Solo Mariana respondió.
Sí, por primera vez. Ricardo respiró hondo, miró la mesa y luego a Mariana. Eso no estaba en el plan. ¿Y qué si estaba en el plan? Preguntó ella sin levantar la voz. Chayo intervino desde su rincón. Se metieron donde no deben. Esto no es una fonda. Ricardo la miró. Está bien, Chayo. Solo déjanos un

momento. La mujer frunció los labios y salió.
Mariana no sabía si la iban a correr ahí mismo. Ricardo se quedó viendo los platos. Luego a los niños. ¿Les gustó?, preguntó. Sofía hizo un gesto apenas visible. Emiliano dijo bajito. Sí. Ricardo no supo qué hacer con esa respuesta. Mariana tampoco. Él se acomodó el s**o. Está bien, pero no lo

hagan costumbre. Se fue sin decir más.
Cuando la puerta se cerró, Mariana se sentó otra vez. Sofía le dio su tenedor. ¿Podemos cocinar otra vez? Mariana asintió. Cuando quieran. La cocina volvió a llenarse de ruido. Platos, risas suaves, cucharas chocando. No era una comida formal, era otra cosa, algo más vivo, algo más de verdad. La

regla de oro era simple, nada de forzar, solo dejar que ellos decidieran. Por primera vez funcionó.
La rutina en la casa ya no era la misma, aunque nadie lo dijera en voz alta. Mariana lo notaba desde que bajaba por las escaleras. Los pasillos ya no se sentían tan fríos y los niños no se encerraban en su cuarto todo el día. Ahora salían, aunque fuera solo para ver que estaba cocinando o para

preguntarle algo tonto, como si los hotcakes se podían hacer con forma de dinosaurio.
Esa mañana Sofía apareció en la cocina con el cabello despeinado y un peluche en la mano. Mariana estaba lavando los trastes. La niña no dijo nada, solo se sentó en la barra y la miró. Mariana le dio un plátano así, sin decirle nada. Sofía lo tomó y le quitó la cáscara con cuidado. Mariana casi no

lo podía creer. No era mucho, pero era algo. Emiliano llegó 2 minutos después.
Hoy vamos a cocinar. Ariana se secó las manos y se giró. Si quieren. Él asintió y se sentó junto a su hermana. Los dos callados, pero ahí estaban juntos presentes. Ricardo los vio desde el marco de la puerta sin entrar. Solo los observó por unos segundos antes de seguir su camino, pero Mariana lo

notó.
Él pasaba más seguido por donde estaban los niños, siempre con pretextos, que se le olvidó algo, que buscaba un papel, pero Mariana sabía que no era eso. Él estaba mirando. No sabía qué pensar de eso aún, pero lo dejaba hacer. Ese mismo día, Mariana los llevó al jardín trasero. Era la primera.

¿Vez? Abrió la puerta con una llave que encontró en una de las gavetas de la cocina.
Era un jardín grande con árboles altos y una fuente seca. Había juguetes viejos en una esquina, algunos oxidados, pero el pasto estaba verde. Los niños dudaron en salir. Sofía se quedó en la puerta. Emiliano la miró como pidiendo permiso. Mariana caminó sin voltear, como si fuera lo más normal.

Cuando llegó al centro del jardín, los escuchó venir corriendo atrás de ella.
Jugaron con una pelota desinflada que encontraron entre unos arbustos. Mariana les enseñó un juego de su infancia, aventar la pelota al aire y atraparla sin dejarla caer. Sofía se reía cada vez que fallaba. Emiliano la imitaba. Mariana dejó que ganaran. Hacía tanto que no reían, que sentía que el

aire del lugar había cambiado.
En la tarde, Mariana los llevó al cuarto de juegos, uno que estaba cerrado desde hacía tiempo. Ricardo lo había mandado a cerrar porque, según él, les traía recuerdos dolorosos. Pero Mariana encontró la llave en una caja de herramientas. Entraron despacio. El polvo cubría casi todo. Había muñecos,

libros, una casa de madera en miniatura. Una alfombra con caminos pintados.
Los niños no dijeron nada, solo miraban todo con una mezcla de sorpresa y tristeza. Mariana sacudió la alfombra con fuerza, abrió las ventanas y dejó que entrara la luz. Este cuarto es suyo. Aquí pueden hacer lo que quieran. Emiliano se acercó a una estantería y tomó un libro. Sofía se sentó en una

esquina y abrazó una muñeca vieja.
No hablaban, pero sus cuerpos decían más que mil palabras. A la hora de la cena, Mariana los dejó escoger el menú. “Hoy es su día,”, les dijo. Sofía pidió quesadillas y Emiliano quería arroz con plátano. Mariana se puso manos a la obra. Chayo miraba desde lejos con los brazos cruzados. “Nunca había

visto a esos niños pedir comida”, murmuró. Mariana le sonrió. Yo tampoco.
Cuando se sentaron a comer, los platos no quedaron vacíos, pero al menos la comida ya no se quedaba intacta. Era como si de a poquito el hielo se empezara a derretir. Esa noche Mariana se quedó un rato más después de acostarlos, les leyó un cuento mientras ellos se acomodaban bajo las sábanas.

Cuando terminó, no dijeron nada, pero no le pidieron que se fuera. Ella se quedó un rato más en silencio. Sofía se giró hacia la pared. Emiliano se quedó boca arriba mirando el techo. Mariana les acarició el cabello muy suave. Ninguno se movió. Cuando salió del cuarto, Ricardo la estaba esperando

en el pasillo.
Tenía las manos en los bolsillos y la cara tensa. Mariana lo miró sin saber si estaba molesto o curioso. Él rompió el silencio. ¿Qué les hiciste? Mariana frunció el ceño. Nada, solo estuve con ellos. Ricardo asintió despacio. Hacía mucho que no los veía. Así Mariana quiso decir algo más, pero no lo

hizo. Solo lo miró a los ojos.
Él bajó la mirada como si se sintiera culpable. Cada paso que daban era pequeño, pero real y eso empezaba a notarse en todos los rincones de esa casa, que por fin parecía menos casa y más hogar, aunque nadie lo dijera con palabras. El cielo estaba medio nublado, pero el clima era perfecto para

estar afuera. No hacía calor, no hacía frío.
Mariana bajó con los niños después de la comida. Emiliano traía un balón bajo el brazo y Sofía llevaba una libreta donde dibujaba caritas tristes con ojos grandes. Mariana no dijo nada sobre eso, solo abrió la puerta del jardín sin preguntar a nadie. Chayo la miró desde la ventana otra vez con cara

de te vas a meter en problemas, pero no dijo nada.
Los tres salieron al jardín. Había una mesa larga con bancas de madera en un rincón. Mariana se acercó, la limpió con un trapo y puso ahí unos jugos que había preparado en frascos con popotes. “Hoy vamos a hacer algo distinto”, dijo. Emiliano. Dejó el balón en el pasto y se acercó. Sofía se sentó

sin dejar su libreta.
Mariana sacó una caja de cartón. Tenía tijeras de punta redonda, colores, cinta adhesiva, botones viejos, estambre, hojas secas y un montón de cosas más. Vamos a inventar algo. Un monstruo, un robot, un animal raro, lo que se les ocurra. Sofía levantó la vista por primera vez en todo el día.

Emiliano sacó unos botones. Esto es basura. Preguntó. Mariana. Se rió.
Sí, pero de la basura salen cosas geniales. Pasaron más de una hora ahí. Mariana hacía un pájaro con tubos de cartón, Sofía un perro con taparroscas y Emiliano, un robot con latas. Ninguno hablaba mucho, pero el ambiente era relajado, hasta alegre. De vez en cuando se escuchaban risas bajitas. A

Mariana le gustaba ese tipo de momentos, no forzados, naturales, de esos que salen cuando nadie está fingiendo. Ricardo los vio desde la ventana de su oficina.
Cerró la computadora sin darse cuenta. Se quedó mirando como Emiliano mostraba su robot como si fuera un trofeo. Mariana lo aplaudía como si de verdad fuera una obra de arte. Sofía le enseñaba su dibujo y Mariana la abrazaba sin hacer escándalo. Solo la abrazaba como quien sabe lo mucho que ese

momento vale.
Ricardo se pasó la mano por la cara. Algo le picaba en el pecho. Más tarde, Mariana trajo una bandeja con galletas que ella misma horneó con los niños el día anterior. Les preguntó si querían una. Emiliano agarró dos. Sofía solo una, pero se la comió entera. Mariana fingió no emocionarse, solo les

dio un vaso de leche y siguió con el juego. Después jugaron fútbol. Mariana era la portera.
Sofía gritaba cada vez que Emiliano le metía gol. Mariana se tiraba al pasto de mentira. Fingía que no podía levantarse. Los niños reían. El balón rodaba por el césped. Ricardo volvió a mirar por la ventana. Esta fez no se fue, solo se quedó ahí apoyado en el marco con los brazos cruzados sin decir

nada. Cuando empezó a oscurecer, Mariana recogió todo con ayuda de los niños. No se lo pidió.
Ellos lo hicieron solos. Guardaron el material, llevaron los vasos a la cocina y se lavaron las manos. Chayo no se metió, pero los miraba de reojo. En Minones, su cara había algo raro, como si no supiera si estaba molesta o sorprendida. Ya en la sala, Mariana los dejó ver un capítulo de caricaturas.

Se sentaron en el piso con cojines. Emiliano se quedó dormido.
Sofía se recargó en Mariana sin decir palabra. Cuando Ricardo entró y los vio así, se quedó callado. Mariana le hizo una seña para que no hiciera ruido. Él solo asintió. Mariana lo acompañó al pasillo. Ricardo no la miró a los ojos, solo dijo, “Gracias.” Mariana bajó la mirada. “No hice nada

especial.” Ricardo respiró hondo. Hiciste mucho.
No sé cómo, pero lo hiciste. Se quedaron un segundo en silencio. Mariana rompió el momento. Mañana quiero llevarlos al mercado. Quiero que elijan su comida. Ricardo dudó. Al mercado con gente. Mariana asintió. Con vida. Ricardo no dijo que sí ni que no, solo se fue. Esa noche los niños durmieron

sin pedir cuentos.
Mariana los tapó, les dio un beso en la frente y salió del cuarto sin quejarse del cansancio. Afuera el cielo se había despejado. Había luna. El tipo de noche que se siente diferente, aunque no pase nada, aunque todo siga igual. Pero algo se movió por dentro y eso ya era suficiente para decir que

esa fue una tarde distinta. La casa tenía lugares a los que nadie entraba. Mariana ya se lo había notado.
Había puertas cerradas con llave, cortinas que nunca se corrían y habitaciones que ni los niños mencionaban. Un día en la tarde, mientras los gemelos dormían una siesta larga después de correr por el jardín, Mariana aprovechó para limpiar un poco por su cuenta. Subió al segundo piso y empezó a

revisar un pasillo que nunca había recorrido completo.
Ahí encontró una puerta distinta a las demás. Era de madera más oscura con una cerradura antigua y un letrero pequeño casi invisible. Decía, estudio. La puerta no tenía llave puesta. Solo estaba cerrada por dentro. Mariana empujó con cuidado, abrió despacito. Adentro olía a algo guardado por años.

No ha podrido, pero sí a tiempo detenido.
Era un cuarto mediano con un escritorio lleno de papeles, una silla giratoria, fotos enmarcadas y un perchero con un suéter colgado. Todo estaba en su sitio como si alguien todavía lo usara. En las paredes había dibujos hechos por niños, algunos firmados con crayón. Para mamá, con amor. Mariana

sintió un hueco en el estómago.
Ahí estaba Lucía, no en cuerpo, pero en cada cosa. Había fotos de ella con los gemelos de bebés en la playa, en el jardín de la casa. Lucía sonreía en todas, se veía viva, se veía feliz. Mariana no pudo evitar acercarse. Tocó un portarretratos con cuidado, como si al moverlo pudiera alterar algo

importante. Sobre el escritorio había una libreta de notas.
No era un diario, pero tenía cosas escritas a mano. Recetas, listas de cosas por hacer, anotaciones sobre los niños. Mariana pasó las hojas con cuidado. Una decía, “Emiliano odia el huevo, pero le encanta el pan con canela. Sofía prefiere estar callada, pero dibuja todo lo que siente. Mariana se

quedó leyendo eso una y otra vez.
Era como si Lucía aún estuviera ahí, guiándola desde milonicientos de lejos. No sabía cuánto tiempo llevaba en el cuarto cuando escuchó pasos en el pasillo. Cerró la libreta rápido y dio un paso hacia atrás. La puerta se abrió de golpe. Era Ricardo. Tenía los ojos duros. la boca apretada. “¿Qué

haces aquí?”, dijo sin gritar, pero con una voz que dolía. Mariana tragó saliva. Estaba limpiando.
La puerta no tenía llave, solo quería. Ricardo levantó la mano. “Este cuarto no se toca.” Mariana quiso explicarle, pero él ya había entrado. Se acercó al escritorio, tomó la libreta y la guardó en un cajón. Luego cerró con llave. Aquí no se entra. Punto.

Mariana no dijo nada, solo salió del cuarto con la cara caliente, bajó rápido las escaleras y se metió en la cocina. Chayo estaba ahí picando cebolla. ¿Qué hiciste ahora? Preguntó con tono entre burla y molestia. Mariana no respondió. Solo se sirvió un vaso de agua. Chayo la miró de reojo. Entraste

al estudio, ¿verdad? Mariana asintió sin hablar. Chayo soltó un suspiro.
Ahí nadie entra desde que se murió Lucía, ni él mismo se atreve a tocar nada, pero parece que tú le estás sacando todo lo que tenía guardado. Mariana no sabía si eso era un reproche o una observación. Dejó el vaso sobre la mesa y se sentó. Su cabeza daba vueltas. Lucía no estaba viva, pero se

sentía presente en cada rincón, y esa presencia no dejaba espacio para nadie más.
Ricardo seguía atado a ella, eso era claro, pero también era claro que los niños estaban empezando a soltarse y él él parecía no saber qué hacer con ese cambio. Esa noche Mariana se acercó a los gemelos mientras armaban un rompecabezas. Les preguntó por su mamá. Sofía bajó la mirada. Emiliano dijo.

Ella cantaba mientras cocinaba. Mariana sonrió.
¿Qué cantaba? Una canción vieja, la de los elefantes que se balanceaban. Mariana empezó a cantarla bajito. Sofía la miró. ¿Tú la conocías? Mariana negó con la cabeza. “Pero me la puedo aprender.” Cantaron un ratito. Luego los llevó a dormir, les dio un beso en la frente y cuando salió del cuarto se

quedó un momento afuera. El pasillo estaba oscuro.
Al fondo se veía la puerta del estudio cerrada. Mariana sabía que no debía volver a entrar, pero también sabía que ese cuarto no solo estaba lleno de recuerdos, estaba lleno de secretos. Y tarde o temprano esos secretos iban a salir porque Lucía ya no estaba, pero su sombra todavía mandaba. Esa

mañana Mariana bajó con los niños después de desayunar.
Iban contentos, riéndose por algo que Emiliano dijo sobre un gato que había soñado. Mariana los llevaba de la mano, uno a cada lado. La cocina olía a pan recién hecho y Chayo estaba de mejor humor que otros días. Incluso había dejado la radio prendida bajito. Todo parecía ir bien hasta que una voz

conocida, fuerte y con tono de orden se escuchó desde el pasillo.
“Y esta escena tan feliz”, dijo una mujer delgada de cabello castaño, muy arreglada para ser tan temprano. Traía tacones, bolso de marca y unas gafas que se quitó con elegancia. Mariana no la conocía, pero por cómo los niños se pusieron tiesos, supo que era alguien importante. Ricardo apareció

justo detrás de ella.
Adriana, llegaste temprano dijo con una sonrisa que no parecía muy honesta. Adriana, la tía, hermana de Lucía, había escuchado de ella, pero no la había visto en persona. Sofía soltó la mano de Mariana y se escondió un poco detrás de su padre. Emiliano se quedó quieto. Mariana sintió que el aire se

había enfriado sin explicación. Adriana caminó con pasos firmes hacia los niños. Les dio un beso en la frente a los dos, pero ellos no reaccionaron.
Luego miró a Mariana de pies a cabeza. Y tú eres la nueva niñera. Mariana asintió. Mucho gusto, soy Mariana. Adriana no le devolvió el saludo, solo le sonrió sin ganas. Ricardo, ¿podemos hablar en privado? Él dudó un segundo. Claro. Acompáñame al despacho.

Antes de irse, Ricardo le hizo un gesto a Mariana como diciendo, “Tranquila.” Pero ella sentía que no lo estaba. En cuanto se cerró la puerta del despacho, Chayo se acercó. Llegó la tormenta dijo bajito. Mariana no entendió. ¿Por qué lo dices? Chayo hizo una mueca. Adriana quiere manejar esta casa.

Siempre ha querido y no le va a gustar lo que tú estás haciendo con los niños.
Mariana tragó saliva. Ella solo hacía su trabajo, nada más. Pero Chayo tenía razón. Adriana no parecía cómoda con ella ahí. Ese mismo día, Adriana volvió a salir del despacho con Ricardo. Se quedó en la casa todo el día, paseándose como si fuera la dueña. Mariana la veía meterse en el cuarto de

juegos, revisar los libros de cuentos o leer la ropa de los niños.
En la hora del almuerzo se sentó en la cabecera de la mesa. Ricardo a un lado, los niños enfrente, Mariana al otro extremo. “Me contaron que ahora cocinan”, dijo Adriana mirando su servilleta. “Sí”, respondió Mariana tranquila. “¿Les gusta?” Adriana soltó una risita. “Sí, claro. A los sienton

enentos.
Niños ricos siempre les gusta jugar a ser pobres un rato. Ricardo la miró de reojo molesto. Mariana respiró hondo. No iba a engancharse. Después del almuerzo, Sofía quiso dibujar, pero Adriana dijo que tenía que cambiarse la ropa porque estaba desalineada. Emiliano quería jugar en el jardín, pero

ella dijo que se podía enfermar por la humedad.
Mariana no dijo nada, pero los niños la miraban con cara de, “¿Y ahora qué?” Más tarde, Mariana fue a buscar a Ricardo. Lo encontró en el estudio. Él le abrió la puerta con cara de cansado. ¿Está todo bien?, preguntó ella. Ricardo asintió. Adriana solo viene a asegurarse de que todo siga. Normal.

Mariana lo miró. Pero las cosas ya no son normales, están mejor. Ricardo bajó la mirada.
Eso es lo que a ella le molesta. Esa noche, después de que Adriana se fue, Ricardo bajó al jardín donde Mariana estaba recogiendo juguetes. La ayudó sin decir nada por unos minutos. Luego, sin verla a los ojos, dijo, “Ella cree que estás ocupando un lugar que no te corresponde.” Mariana se detuvo.

“¿Y tú qué crees?” Ricardo levantó la vista.
“No lo sé, pero los niños te necesitan y eso pesa más que cualquier opinión. Esa fue la primera vez que Mariana sintió que algo estaba cambiando entre ellos. No era solo respeto, había algo más, algo que a Adriana no le iba a gustar. Y ella lo sabía porque los celos ya no solo eran por los niños,

eran por todo lo que Mariana estaba empezando a mover en esa casa. Ese sábado amaneció con un solve de esos que invitan a salir.
Mariana despertó a los niños más temprano que de costumbre. Les puso ropa cómoda, tenis y preparó una mochila con agua, fruta y galletas. Emiliano preguntó a dónde iban. Mariana solo sonríó. A un lugar que no conocen bien. Sofía levantó una ceja, pero no dijo nada. Bajaron en silencio. Ricardo no

estaba.
Según Chayo, había salido a una reunión temprano. Eso le daba espacio a Mariana para moverse. Caminó con los niños por el pasillo largo que daba al fondo del jardín. Ahí había una reja que siempre estaba cerrada con candado. Mariana había visto esa reja desde el primer día, pero nunca se atrevió a

preguntar. Hasta que una tarde Emiliano le dijo en voz baja que ahí atrás había algo divertido, que su mamá los dejaba jugar ahí antes de todo. La reja estaba oxidada.
Mariana metió la mano en su bolsillo y sacó una llavecita vieja que había encontrado en un cajón del cuarto de herramientas. Encajó perfecto. El click del candado fue suave, pero en su cabeza sonó como si estuviera rompiendo una regla muy grande. Abrió despacio. Sofía se pegó a su costado. Emiliano

entró primero. El espacio era un segundo jardín escondido.
más salvaje con pasto alto, árboles torcidos, una casita de madera medio rota, una cuerda colgando de una rama y un columpio viejo, todo cubierto de hojas secas. Pero en el aire había algo especial, como si ahí hubiera pasado algo bueno hace mucho. ¿Qué es este lugar?, preguntó Sofía en voz bajita.

Mariana se agachó frente a ella. Es su lugar.
Ustedes lo conocían mejor que nadie. Emiliano empezó a correr. Sofía se quedó quieta unos segundos y luego lo siguió. Mariana los miró jugar. No había gritos fuertes, pero sí risas. Risas reales. El columpio crujía, pero aguantaba. Emiliano subió primero. Sofía empujaba desde atrás. Mariana buscó

un banco viejo y se sentó ahí. Sacó los jugos y los puso sobre una manta.
Se sentía como un día de campo dentro de una casa gigante. Los niños descubrieron una caja enterrada, la sacaron con las manos. Estaba llena de juguetes mojados por el tiempo, pero entre ellos había fotos, piedras pintadas, tarjetas con dibujos. Sofía encontró una donde decía club secreto de Sofía

y Emy. Mariana sintió un n**o en el pecho.
¿Podemos reconstruir la casita?, preguntó Emiliano. “Claro que sí”, respondió Mariana sin pensarlo. Pasaron horas entre ramas, piedras, hojas secas y gritos bajitos de emoción. Sofía encontró una muñeca rota y la sentó en una esquina de la casita. Emiliano puso una piedra grande como si fuera un

asiento.
Mariana arregló el techo con una lona vieja que traía en la mochila. No quedó perfecta, pero ya no se mojaban si llovía. En medio de todo escucharon pasos, pasos firmes. Ricardo se detuvo en seco al ver la reja abierta. Caminó rápido con la cara seria. Mariana lo vio venir, pero no se movió. Los

niños tampoco. Ricardo miró todo en silencio.
El columpio, la casita, los restos del picnic. Luego habló bajito. ¿Quién les dio permiso de entrar aquí? Emiliano lo miró con miedo. Sofía bajó la cabeza. Mariana se levantó. Yo los traje. Este lugar les pertenece y necesitaban volver. Ricardo apretó los labios, se giró y miró hacia el árbol

grande. Ahí había una tabla con los nombres de los niños tallados.
Lucía hizo este lugar para ellos. Dijo casi sin voz. Era su rincón secreto. Mariana no sabía si hablar o quedarse callada. ¿Y por qué lo cerraste?, preguntó ella al fin. Ricardo tardó en responder porque me dolía, porque no podía verlo sin pensar en ella. Mariana lo miró directo y ellos tampoco

podían olvidarla si se les prohibía recordarla.
Ricardo se quedó quieto, luego se acercó al árbol, pasó la mano por la tabla y se sentó en el suelo. Emiliano se le acercó. Papá, ¿podemos venir aquí todos los días? Ricardo no respondió de inmediato, luego lo miró. Sí, pero solo si cuidan el lugar. Sofía se acercó a él y le puso la tarjeta del club

secreto en las piernas.
Ricardo la miró, sonrió apenas y la guardó en su s**o. Esa tarde nadie mencionó la palabra prohibido, nadie cerró la reja. Nadie fingió que no había pasado nada porque ese lugar lleno de polvo y ramas había traído algo que hacía mucho no se sentía. Libertad. Ese día Mariana decidió que no iba a

cocinar sola, no porque estuviera cansada, sino porque ya sentía que ese cocinar con los niños no era una actividad, sino un punto de conexión. Lo que empezaba en 19, la cocina se quedaba con ellos el resto del
día. Y ese día tenía una idea distinta. Por la mañana fue al mercado, no pidió permiso. Le dijo a Chayo que se llevaría a los niños y punto. Ricardo no estaba. Adriana tampoco. Chayo bufó, pero no la detuvo. Mariana caminó con los gemelos por los pasillos del mercado de San Ángel. Les dejó tocar,

oler, probar cosas.
Compraron elotes, pan dulce, fresas frescas, queso Oaxaca y carne para enchiladas. Emiliano eligió las tortillas. Sofía encontró un ramito de flores que quiso llevar para poner bonito el comedor. Cuando regresaron, Mariana los dejó ayudar en todo. Sofía lavó las fresas con tanto cuidado como si

fueran joyas.
Emiliano rayó queso y terminó con los dedos pegajosos. Mariana cocinaba y cantaba. una cumbia vieja que su mamá ponía en casa. Los niños no sabían la letra, pero se reían al escucharla. A eso de las 7, Mariana puso la mesa, pero no en la cocina como siempre. Esta vez fue en el comedor grande, ese

que nadie usaba. Quitó los manteles viejos, puso los individuales que los niños habían decorado con plumones y servilletas de colores.
En medio el ramito de flores que trajo Sofía. Luz baja, olor a comida caliente. Ricardo apareció justo cuando ella encendía la última vela. Se detuvo al ver todo eso. Mariana lo miró. ¿Te quedas a cenar? Él frunció el seño como si la pregunta fuera rara. Aquí. Sí, con nosotros. Ricardo dudó.

Luego vio a Emiliano salir con la jarra de agua, a Sofía acomodando los tenedores y asintió. Se sentaron los cuatro. Mariana sirvió las enchiladas y les explicó lo que habían hecho. Todo esto lo eligieron ellos. Bueno, excepto la cumbia. Sofía rió. Ricardo probó el primer bocado y se quedó callado.

Mariana pensó que no le había gustado, pero él tragó despacio y dijo, “Está muy bueno.
” Emiliano abrió los ojos. En serio. “Sí.” “Muy bueno.” Sofía le puso más queso a su enchilada. La cena siguió sin tenciones. Ricardo preguntó cosas simples. ¿Cómo había sido el mercado que habían comprado si regatearon? Mariana notó que no hablaba como jefe, hablaba como papá, como hombre normal.

En un momento, Emiliano dijo, “Papá, ¿te acuerdas cuando mamá hacía sopa de letras?” Ricardo bajó el tenedor, sonríó, pero esa sonrisa era mitad dulce, mitad triste. Sí, le gustaba esconder palabras. Siempre escribía, “Te amo con letras”, dijo Sofía. Mariana no dijo nada, solo los escuchaba.

Después de la comida no se levantaron de inmediato. Sofía quiso que todos jugaran. ¿Qué prefieres? Con preguntas tontas.
¿Prefieres tener una nariz de payaso o pies de pato? Ricardo se rió. Pies de pato. Así nada mejor. Mariana no lo había visto reír así nunca. No era una carcajada, pero sí un sonido genuino, limpio, de alguien que se había olvidado de reír por mucho tiempo. Cuando se terminó el juego, Mariana

comenzó a recoger los platos, pero Ricardo la detuvo. Déjalo, yo ayudo. Mariana lo miró sorprendida.
Él ya estaba llevando vasos a la cocina. Sofía aplaudió como si fuera una hazaña. Papá está lavando platos. Emiliano le echó porras. Ricardo, entre risas solo dijo, “Hoy todo es diferente, ¿no?” Y sí, lo era, porque esa cena no había sido planeada.
No era una cena elegante ni un evento especial, era solo eso, una cena, una mesa, comida hecha con amor, palabras simples, pero para esa casa era como una fiesta. Mariana se quedó mirando como Ricardo secaba un vaso con un trapo, como Sofía ordenaba las servilletas, como Emiliano cerrábala a la.…Continuará en los c0mentarios 👇https://ht.goc5.com/tuong3/los-gemelos-millonarios-y-la-ninera-el-secreto-que-cambio-sus-vidas/

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