10/07/2025
Hotel López
César Rito Salinas
‘Llegó la aurora, pero no el día’
John Steinbeck, ‘Las uvas de la ira’
Pongo un río, un mar, la lluvia que nunca termina.
El viaje a la ciudad lo hice para dejar de ser canalla. Yo pretendía su cariño, aunque ella estaba con el otro, el mu**to, mi hermano —no encuentro palabras, esto me pasa desde que tengo uso de razón, desde la infancia no encuentro palabras.
Pensé que no sería mucho querer ocupar el espacio del mu**to, pero hicieron falta zapatos, pistolas, lentes de corrección de la vista cansada.
El mu**to andaba en el cielo, ocupaba el espacio del héroe, yo caminaba en la tierra con una angustia en mi costado —cargo la falta de las palabras y el mucho mezcal en el cuerpo.
Ella me dijo, “vamos a tomar algo”. Era un modo de comenzar torcido, sólo le doy vuelta a las frases. Así nos llegó la tarde, yo metido en un pleito desigual, el mu**to feliz en su río de recuerdos, ella atravesada entre los dos, yo tiraba puñetazos de ciego, desubicado.
Hay mu**tos que son pesos pesados. No hay palabras. El mu**to inubicable como el aire que respiramos, ella caminaba junto a mis hombros, mi malograda persona, lejana dentro de su vestido blanco con bolitas rojas, zapatos de tacón.
Como a las cinco de la tarde, las cinco de la tarde, se descubrió el final. A esa hora, las cinco de la tarde, vino el mu**to en mi ayuda, me echó una mano, yo no podía avanzar hacia ella por más esfuerzos que hacía, sólo pude mencionar como recuerdo vivo las andanzas de mi hermano, aquella alegría solitaria.
Ella se alejaba más. Estuvimos en la calle desde el mediodía. Luego de las cervezas en el bar Florida, al abrir la puerta del hotel Toledo, el mu**to volvió al pleito por su amor, nos encontró metidos en un abrazo.
Las cinco de la tarde será la hora en que los mu**tos vuelven por su amor. Tarde bermeja. Los brazos, las manos tienen más palabras; sólo le doy vueltas a las frases, no alcanzo a aclarar mis pensamientos.
Para no quedarme atrás en aquella pelea sin futuro —yo llevaba las de perder—, invoqué a mi madre, también mu**ta.
Ella llegó presurosa a socorrer a su hijo último, su benjamín. El amor será grande, como la ilusión de retenerlo en las manos. Mi caso ya no tenía remedio, pelear con un mu**to por el amor de una mujer será muy triste, hacerlo para llevarla a la cama con la ayuda de la madre mu**ta resultará cretino.
Hay una presencia sucia entre el silencio que embarra muros, puertas y ventanas.
¿Cómo puedo hablar de los dos mu**tos?
No lo sé, sólo entiendo que en mi soledad alcancé a bajar el cierre de su vestido blanco con bolitas rojas, ella sobre la cama, ya arrojados los zapatos de tacón en la alfombra. Yo andaba por la luna grande de su ombligo cuando la reclamó el mu**to, corrían gotitas de sudor por su axila blanca, mi mano había alcanzado su silencio cuando se cortó el aire inmóvil de la tarde entre sollozos.
El silencio se cuajó en la habitación. Pesaba la luz, el calor, las cinco de la tarde, las malditas cinco de la tarde con su sol en retirada sobre altos edificios altos, sus mu**tos.
No hice más, como el ahogado que se sabe mu**to bajé los brazos. Ella dijo, “quédate en mi pecho”.
Yo lo hice, pero ya sabía que la pelea estaba perdida, corría la hora del desamor. Entró la noche, ella dijo: “me voy”.
Se marchó sin despedirse, el vestido blanco con bolitas rojas, el cierre arriba —los zapatos de tacón—, me dejó la habitación en completa oscuridad, con mi cabeza repleta de fantasmas.