26/04/2025
Érase una vez un pueblo escondido entre las montañas de Michoacán, donde el sol parecía brillar con más calma y el viento acariciaba los techos de teja como si susurrara secretos de antaño. Allí, las calles empedradas contaban historias con cada paso, los niños jugaban libres en la plaza, y las familias se saludaban con una sonrisa honesta al cruzarse cada mañana.
Era un lugar donde el tiempo se movía despacio y la vida se sentía segura.
Donde las campanas de la iglesia marcaban las horas y no las alarmas del miedo.
Pero el cuento empezó a cambiar.
Primero fueron los murmullos, luego los rostros serios. Después, las puertas comenzaron a cerrarse más temprano, y las risas de los niños fueron reemplazadas por el silencio tenso de quienes esperan lo peor. Los forasteros ya no venían a descansar entre los cerros, y los de casa comenzaron a marcharse, llevándose consigo sueños, recuerdos, y una tristeza que no cabía en la maleta.
La inseguridad llegó como sombra, sin anunciarse, y fue robando la paz, el sueño, la confianza. Hoy, muchos viven con el corazón encogido, mirando hacia la carretera como esperando que vuelva esa versión del pueblo que ya parece tan lejana.
Es difícil aceptar que la tierra que antes era refugio ahora sea motivo de preocupación. Pero aún queda algo que no pueden quitarnos: la esperanza. Porque cada persona que ama su tierra resiste desde su trinchera, con dignidad, con fe, con la voluntad de no dejar morir el alma del pueblo.
No es justo que quien siembra el maíz ahora siembre miedo. No es justo que quien cantaba al amanecer ahora calle por temor. Pero aún queda valor en los corazones de quienes creen que este cuento aún puede tener un nuevo capítulo.
Uno donde la paz vuelva a caminar por nuestras calles.
Donde los niños puedan jugar sin miedo.
Y donde volvamos a decir, sin dudar: “Aquí se vive bien”.