
31/03/2025
El espectador - Carlos Valencia
Sarabia tomó asiento en la calurosa, pequeña y oscura sala. A escasos diez metros se levantaba el escenario, mínimo, con tenues luces azules y amarillas. Dos filas adelante se perfilaba un hombre mayor, con un anticuado sombrero, bastón y un ci******lo en la mano derecha. En primera fila había un par de mujeres jóvenes que esperaban en silencio el inicio de la obra. –Las suplentes- conjeturó Sarabia. Al lado izquierdo, una fila más adelante, una pareja que no paraba de intercambiar nociones teatrales, obra vistas, compañías conocidas. La sala era pequeña, y aun así lucía despoblada. Para los calores que comenzaban a fustigar en marzo, eso era lo mejor posible.
Sarabia se abstrajo del rechineo de las butacas y de la aguarda expectante, y pensó en el café de la tarde, en los portales, en las palmeras de esa ciudad que tanto le había regalado, y que, por lo mismo, tanto amaba, odiaba, reía y lloraba. Él, proveniente de un lugar más frío, recatado y silencioso, jamás se sacaría del corazón esa tierra tropical, bullanguera, ahogada en su propio calor y frenesí. Tan no podía sacársela que allí estaba de nuevo caminando sus calles, recorriendo sus parques y plazas, sufriendo su sofocante calor, lastimándose el corazón con recuerdos que no volverían.
Las luces ambientales se apagaron. Una momentánea oscuridad reinó en la sala. Un par de sombras amarillas irrumpieron en el centro del escenario. Se escuchó una voz, que no dijo nada. Entonces ella emergió de las sombras, dejando que las pálidas luces bañaran de a poco su rostro, sus manos, sus pies descalzos. Un vestido blanco con casi invisibles detalles rosados cubría su esbelta y poderosa figura. Sus grandes ojos asomaron una primera mirada, profunda e implacable, y ella se postró ante todo el mundo, ante ese pequeño mundo de cinco espectadores. Sarabia volvía a verla; era Estela. Eso lo supo desde que leyó el programa de mano. Pero sabía que ese nombre no representaba sólo seis letras, y que la mujer del escenario no era sólo una actriz representando un personaje. Estela era pasado, Estela era recuerdos: Estela era el café de la mañana; Estela era el canto de mediodía; Estela era el suspiro nocturno. Estela acariciando su rostro, Estela abrazándolo en la madrugada. Estela, un puñado de razones y sinrazones, Estela, mirando implacable un punto fijo en el público. Sarabia contemplaba lejano el cuerpo que, alguna vez fue cercano, escuchó esa voz que lo hipnotizó y aturdió, observó esa mirada tan ajena a él, tan concentrada en extraer de lo profundo de su ser un sentimiento que embargara a los cinco del público. Sarabia se sentía como quien mira un secreto que no le pertenece. Sarabia, en lo profundo de aquélla sala. Sarabia, tan inseguro, tan jodidamente objetivo, tan objetivamente jodido, tan incapaz de olvidarla.
Estela brilló en esa triste sala de medio pelo. El público aplaudió, Estela se inclinó y recibió los aplausos serena, dueña de sí misma. La pareja se retiró con su misma diatriba teatrera, ahora nuevamente alimentada. Las de la primera fila abrazaron a su compañera. El viejo se acercó a a felicitar personalmente a la estrella de la noche, y a invitarla a cenar. Pero Sarabia no se retiró de la sala: no estaba allí, nunca estuvo.
Sarabia enciende un ci******lo y abre el Sol del Oriente en la sección de deportes.