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Remedios Varo: "Armonía (Autorretrato sugerente)";La alquimia del ser.Armonía (Autorretrato sugerente), pintada por Reme...
07/08/2025

Remedios Varo: "Armonía (Autorretrato sugerente)";
La alquimia del ser.

Armonía (Autorretrato sugerente), pintada por Remedios Varo en 1956, es una obra que trasciende el simple gesto de la representación personal. No se trata de un autorretrato tradicional, sino de una formulación simbólica, íntima y profundamente filosófica del yo. Varo, con su estilo inconfundible, crea una escena en la que la protagonista –alter ego de la artista– se encuentra rodeada por un entorno que vibra con instrumentos y elementos musicales, pero también alquímicos, oníricos y matemáticos.

La figura central no domina el espacio: está en simbiosis con él. Esta mujer que afina cuerdas invisibles que conectan con los objetos a su alrededor está realizando un acto de sintonización, una búsqueda de correspondencias entre su interior y el universo. Lo que afina no es un instrumento externo, sino su propia relación con el mundo. El mensaje es claro: la armonía no es una conquista externa, sino una alineación interna entre espíritu, materia y pensamiento.

Varo, influida por corrientes esotéricas, la ciencia, la música y la filosofía, sugiere que la verdadera creación –y por lo tanto, el verdadero conocimiento de una misma– implica el ajuste cuidadoso y consciente de todas las fuerzas invisibles que nos atraviesan. El rostro sereno de la protagonista, su concentración, su estar-en-el-mundo sin estridencia, evocan una espiritualidad práctica, un misticismo de lo cotidiano.

Este autorretrato, entonces, no es un espejo del cuerpo, sino del alma que se afina para estar en consonancia con las vibraciones del universo. En ese sentido, Armonía no solo es una obra pictórica: es también una partitura visual de la existencia.

El exilio como semilla creativaEl exilio duele. No hay romanticismo que alcance para suavizar el desarraigo. Sin embargo...
03/08/2025

El exilio como semilla creativa

El exilio duele. No hay romanticismo que alcance para suavizar el desarraigo. Sin embargo, para muchos artistas y escritores, el exilio ha sido también la grieta por donde brota lo inédito. Lo que se pierde en la patria se gana en lenguaje. Lo que se abandona en tierra firme, a veces, florece en el papel, en el lienzo, en la imagen.

El exilio es fractura: de lengua, de cuerpo, de hogar. Pero también es revelación. Albert Camus, Marina Tsvetáieva, Edward Said, César Vallejo, Mahmoud Darwish, Cristina Peri Rossi, Paul Celan… Todos transformaron la distancia en profundidad. El exilio les otorgó una segunda mirada: más aguda, más herida, más lúcida.

En el destierro, la palabra se vuelve urgente. El idioma natal se convierte en refugio, o en ruina. Los recuerdos se petrifican y se reinventan. Se escribe para no desaparecer, para conservar la memoria como una casa portátil. Para no dejar que la historia borre los pasos.

El exilio no sólo expulsa del territorio físico: también obliga a inventar una nueva identidad. Ahí donde hay pérdida, el arte responde con invención. El creador exiliado es un traductor de sí mismo, obligado a habitar lo inestable, a escribir sin tierra.

Y es que hay belleza en esa condición de extranjería: porque permite observarlo todo con ojos nuevos, construir desde la intemperie, crear sin las certezas que a veces adormecen al que nunca ha partido.

La semilla del exilio germina en la escritura, en la pintura, en el cine, como una flor que crece entre ruinas. No porque el dolor sea bello, sino porque hay quienes logran convertir su herida en visión.



Pintura: Napoléon I en la Isla Santa Elena, por el pintor franco-alemán Franz Josef Sandmann.

Yayoi Kusama: la obsesión convertida en artePocas artistas han logrado transformar su obsesión en un lenguaje visual tan...
03/08/2025

Yayoi Kusama: la obsesión convertida en arte

Pocas artistas han logrado transformar su obsesión en un lenguaje visual tan poderoso como Yayoi Kusama. Nacida en Matsumoto, Japón, en 1929, Kusama ha construido un universo propio hecho de lunares infinitos, habitaciones espejadas y una repetición casi hipnótica de formas. Su arte no busca sólo la belleza: busca la disolución del yo, la fusión con el cosmos, la anulación del ego.

Desde temprana edad, Kusama experimentó alucinaciones visuales que marcaron su percepción del mundo. Los lunares, las redes, las formas repetitivas nacen de esas visiones. Lejos de reprimirlas, las convirtió en su motor creativo. Su obra es testimonio de una mente que habita el límite entre el delirio y la lucidez.

En los años 60, Kusama fue figura clave en la escena neoyorquina. Se relacionó con Warhol, Claes Oldenburg y Donald Judd, aunque su trabajo siempre fue único e inclasificable. A través del happening, la instalación, la escultura, la pintura y la performance, su obra abordó temas como el s**o, la guerra, el feminismo, la enfermedad mental y el infinito.

Hoy, desde su voluntario internamiento en un hospital psiquiátrico en Tokio, sigue produciendo arte con una disciplina asombrosa. Kusama no busca fama ni consuelo. Busca desaparecer entre puntos infinitos, como si el arte fuera un ritual de disolución. Sus instalaciones Infinity Rooms son más que una experiencia estética: son un viaje interior, un espejo cósmico. “Si no fuera por el arte, ya me habría suicidado. Es mi forma de sobrevivir.”

El arte de Kusama no se puede entender sin su dolor, sin su pulsión existencial, sin su deseo de fundirse con el todo. Ella no representa lo infinito: ella lo habita.

02/08/2025

Fernando Pessoa y el arte de ser muchos

Fernando Pessoa no fue un solo autor: fue una constelación. Bajo su firma vivieron muchos otros nombres, otras voces, otras vidas: Alberto Caeiro, Ricardo Reis, Álvaro de Campos… heterónimos que no eran simples seudónimos, sino personalidades completas con estilos, biografías y visiones del mundo propias. Pessoa inventó un universo dentro de sí mismo, y lo habitó con lucidez y misterio.

Nacido en Lisboa en 1888, Pessoa vivió gran parte de su vida como traductor y oficinista. Pero en secreto, escribió miles de páginas que transformarían la literatura del siglo XX. Su obra más conocida, El libro del desasosiego, firmado por Bernardo Soares, no es una novela ni un diario: es un fragmento continuo del alma. Una colección de pensamientos sobre la soledad, el tedio, la identidad y el tiempo.

Pessoa fue un poeta metafísico, un ingeniero de las emociones, un habitante de la contradicción. En sus versos y prosas no buscaba certezas, sino el vértigo del pensamiento. Fue un hombre dividido, un “drama en gente”, como él mismo se definió. “Vivo siempre en el presente. El futuro no lo conozco. El pasado ya no lo tengo.”

Su obra no se limita a la nostalgia o el ensueño. También hay fuerza, ironía, crítica social, modernidad. Álvaro de Campos, por ejemplo, expresa un furor futurista, una angustia eléctrica que anticipa el vértigo de nuestra época.

Leer a Pessoa es entrar en un laberinto de espejos. Cada página nos devuelve una imagen distinta de nosotros mismos. No hay una verdad única, sino muchas verdades parciales. Porque Pessoa no escribió para afirmar, sino para dudar.

Hoy, desde las estanterías del mundo, Fernando Pessoa sigue hablándonos con todas sus voces. Y cada una de ellas nos dice algo distinto, pero esencial.

Edward Hopper: la soledad como escena cotidianaEdward Hopper no pintaba multitudes. Pintaba silencios. Ventanas abiertas...
02/08/2025

Edward Hopper: la soledad como escena cotidiana

Edward Hopper no pintaba multitudes. Pintaba silencios. Ventanas abiertas, estaciones vacías, habitaciones iluminadas por la luz de una tarde que no se acaba. Su obra no grita: susurra. Y en ese susurro cabe toda la melancolía del siglo XX.

Nacido en Nueva York en 1882, Hopper fue un testigo atento del ritmo urbano y la soledad moderna. Mientras el mundo se aceleraba, él detenía el tiempo. Sus personajes —mujeres solas, camareros inmóviles, parejas que no se miran— están físicamente presentes, pero emocionalmente lejos. Como si habitaran un espacio entre el sueño y la vigilia. “Si pudiera decirlo con palabras, no necesitaría pintar”, decía.

Sus cuadros son poemas visuales del aislamiento. En Nighthawks (1942), tres personas coinciden en una cafetería nocturna, pero no comparten nada más que la luz artificial. En Morning Sun (1952), una mujer sentada en la cama mira por la ventana, atrapada entre la esperanza y la resignación. Cada pintura es un momento suspendido, una historia sin relato, una espera sin destino.

La arquitectura en Hopper es clave. Las casas, hoteles, oficinas, estaciones y trenes no son solo escenarios: son protagonistas. Espacios que contienen estados de ánimo, fragmentos de vidas calladas, ausencias que pesan más que las presencias.

Su técnica es precisa, casi cinematográfica. La luz recorta los cuerpos, define volúmenes, construye atmósferas. No es una luz cálida: es una luz que interroga.

Aunque fue etiquetado como “realista americano”, Hopper iba más allá de la realidad. Su arte no refleja el mundo tal cual es, sino cómo lo sentimos cuando nadie nos mira. Fue un pintor de la intimidad, de lo inconfesable, de eso que sucede cuando el ruido termina y solo queda uno mismo frente al día.

Mirar a Hopper es aprender a mirar el vacío. Y descubrir que, a veces, la soledad también puede ser un refugio.

01/08/2025

Andrei Tarkovsky: el tiempo como herida luminosa
Por Libros y Arte La Libre

Andrei Tarkovsky no filmaba historias. Filmaba el alma. Sus películas no se entienden, se respiran. Se arrastran como sueños antiguos, como recuerdos que no terminan de morir. En su cine, el tiempo no es una línea: es una herida que se abre lentamente.

Nacido en 1932 en la Unión Soviética, Tarkovsky fue un cineasta que convirtió el cine en liturgia. Su obra no buscaba entretener, sino conmover hasta lo más profundo. Andrei Rublev, Solaris, El espejo, Stalker, Nostalgia, Sacrificio… cada una de estas películas es una catedral interior, una meditación sobre la fe, la memoria, la pérdida, la belleza y la redención.

El tiempo, para Tarkovsky, no es solo un recurso técnico. Es el corazón mismo del cine. Él lo llamaba “esculpir el tiempo”, y eso es lo que hacía: tallaba escenas largas, lentas, con silencios que decían más que mil palabras. No buscaba explicar. Buscaba que el espectador se encontrara consigo mismo.

“El arte es una oración”, dijo alguna vez.
Y Tarkovsky oraba con su cámara.

Su cine está lleno de símbolos: agua, fuego, espejos, ruinas, caminos. Pero no son metáforas cerradas. Son puertas. Y cada espectador tiene la llave para abrirlas.

Expulsado de su país, incomprendido, Tarkovsky hizo de su vida una peregrinación hacia lo esencial. Murió en 1986, exiliado en Francia, dejando tras de sí una obra breve, pero inmensa. Hoy, su influencia atraviesa generaciones de cineastas, artistas y pensadores.

Ver una película de Tarkovsky es detenerse. Es salir del ruido. Es recordar que el cine puede ser algo más que espectáculo: puede ser un acto de fe.

📚✨ Descubre la magia ancestral del Mayab ✨📚¿Sabías que las antiguas leyendas de los pueblos mayas aún viven entre nosotr...
01/08/2025

📚✨ Descubre la magia ancestral del Mayab ✨📚

¿Sabías que las antiguas leyendas de los pueblos mayas aún viven entre nosotros, transmitidas en susurros por el viento, en la sombra de los ceibas, en los ecos de los cenotes?
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🌿 La cultura maya no está mu**ta: vive en cada página, en cada palabra.

Walter Benjamin: El aura en la era digitalWalter Benjamin no fue un filósofo de cátedra ni un académico encerrado en lib...
31/07/2025

Walter Benjamin: El aura en la era digital

Walter Benjamin no fue un filósofo de cátedra ni un académico encerrado en libros polvorientos. Fue, más bien, un caminante del pensamiento. Un hombre que escribía como quien pasea por una ciudad: recogiendo fragmentos, ecos, postales de la historia. Uno de esos raros pensadores que nos siguen hablando desde las ruinas.

Nació en Berlín en 1892, y murió huyendo del nazismo, en un pequeño pueblo de la frontera franco-española en 1940. Se suicidó con una dosis de morfina, cargando una maleta que —dicen— contenía un manuscrito que nunca apareció. Como si su pensamiento estuviera condenado a la desaparición, al mito, al parpadeo entre lo visible y lo invisible.

Benjamin pensaba el arte desde la historia. Pero no desde la cronología, sino desde la experiencia: ¿cómo sentimos una obra? ¿qué se pierde cuando se reproduce infinitamente? ¿qué hace que algo tenga un “aura”?

En su ensayo más famoso, La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica (1936), escribió una de las frases más influyentes del siglo XX:

“Lo que con la reproducción desaparece es el aura de la obra de arte.”

El aura es, para Benjamin, esa chispa irrepetible que tiene una obra cuando está situada en su lugar y en su tiempo originales: la pintura en el museo, el fresco en la iglesia, la escultura en el templo. Pero con la fotografía, el cine, la impresión masiva… esa aura se desvanece. El arte se vuelve democrático, pero también pierde su misterio.

¿Es eso bueno o malo? Benjamin no lo responde con contundencia. Porque en el fondo, le interesan más las preguntas que los juicios. ¿Cómo cambia nuestra percepción del arte cuando ya no hay “aura”? ¿Cómo se transforma la política, la sensibilidad, la memoria?

Y aquí es donde su pensamiento sigue latiendo: hoy, en plena era digital, donde todo se comparte, se guarda, se duplica, ¿qué queda del aura? ¿Tiene un meme algo de aura? ¿Una obra digital, reproducida miles de veces, puede ser única?

Benjamin fue también un gran lector del pasado. Leía a Baudelaire y a Kafka como quien escucha voces en un cuarto oscuro. Pensaba en las ciudades como textos. Y en los objetos cotidianos como ruinas del alma moderna. Su obra inconclusa más ambiciosa —El libro de los pasajes— es un collage de citas, reflexiones, fragmentos: un museo mental de la modernidad.

Walter Benjamin no da respuestas fáciles. Nos exige atención, lentitud, mirada crítica. Pero quien entra en su mundo, encuentra una brújula para navegar este presente saturado de imágenes.

Porque entender el aura no es mirar hacia atrás con nostalgia, sino preguntar:
¿Qué sigue siendo auténtico en un mundo donde todo se repite?

José GorostizaMUERTE SIN FINConmigo está el consejo y el ser;yo soy la inteligencia; mía es la fortaleza.Proverbios, 8,1...
31/07/2025

José Gorostiza
MUERTE SIN FIN
Conmigo está el consejo y el ser;
yo soy la inteligencia; mía es la fortaleza.
Proverbios, 8,14.

Con él estaba yo ordenándolo todo;
y fui su delicia todos los días,
teniendo solaz delante de él en todo tiempo.
Proverbios, 8,30.

Mas el que peca contra mí defrauda su alma;
todos los que me aborrecen aman la muerte.
Proverbios, 8,36.

I

Lleno de mí, sitiado en mi epidermis
por un dios inasible que me ahoga,
mentido acaso
por su radiante atmósfera de luces
que oculta mi conciencia derramada,
mis alas rotas en esquirlas de aire,
mi torpe andar a tientas por el lodo;
lleno de mí -ahíto- me descubro
en la imagen atónita del agua,
que tan sólo es un tumbo inmarcesible,
un desplome de ángeles caídos
a la delicia intacta de su peso,
que nada tiene
sino la cara en blanco
hundida a medias, ya, como una risa agónica,
en las tenues holandas de la nube
y en los funestos cánticos del mar
-más resabio de sal o albor de cúmulo
que sola prisa de acosada espuma.
No obstante -oh paradoja- constreñida
por el rigor del vaso que la aclara,
el agua toma forma.
En él se asienta, ahonda y edifica,
cumple una edad amarga de silencios
y un reposo gentil de muerte niña,
sonriente, que desflora
un más allá de pájaros
en desbandada.
En la red de cristal que la estrangula,
allí, como en el agua de un espejo,
se reconoce;
atada allí, gota con gota,
marchito el tropo de espuma en la garganta
¡qué desnudez de agua tan intensa,
qué agua tan agua,
está en su orbe tornasol soñando,
cantando ya una sed de hielo justo!
Mas qué vaso -también- más providente
éste que así se hinche
como una estrella en grano,
que así, en heroica promisión, se enciende
como un seno habitado por la dicha,
y rinde así, puntual,
una rotunda flor
de transparencia al agua,
un ojo proyectil que cobra alturas
y una ventana a gritos luminosos
sobre esa libertad enardecida
que se agobia de cándidas prisiones!

II

¡Más qué vaso -también- más providente!
Tal vez esta oquedad que nos estrecha
en islas de monólogos sin eco,
aunque se llama Dios,
no sea sino un vaso
que nos amolda el alma perdidiza,
pero que acaso el alma sólo advierte
en una transparencia acumulada
que tiñe la noción de Él, de azul.
El mismo Dios,
en sus presencias tímidas,
ha de gastar la tez azul
y una clara inocencia imponderable,
oculta al ojo, pero fresca al tacto,
como este mar fantasma en que respiran
-peces del aire altísimo-
los hombres.
¡Sí, es azul! ¡Tiene que ser azul!
Un coagulado azul de lontananza,
un circundante amor de la criatura,
en donde el ojo de agua de su cuerpo
que mana en lentas ondas de estatura
entre fiebres y llagas;
en donde el río hostil de su conciencia
¡agua fofa, mordiente, que se tira,
ay, incapaz de cohesión al suelo!
en donde el brusco andar de la criatura
amortigua su enojo,
se redondea
como una cifra generosa,
se pone en pie, veraz, como una estatua.
¿Qué puede ser -si no- si un vaso no?
Un minuto quizá que se enardece
hasta la incandescencia,
que alarga el arrebato de su brasa,
ay, tanto más hacia lo eterno mínimo
cuanto es más hondo el tiempo que lo colma.
Un cóncavo minuto del espíritu
que una noche impensada,
al azar
y en cualquier escenario irrelevante
-en el terco repaso de la acera,
en el bar, entre dos amargas copas
o en las cumbres peladas del insomnio-
ocurre, nada más, madura, cae
sencillamente,
como la edad, el fruto y la catástrofe.
¿También -mejor que un lecho- para el agua
no es un vaso el minuto incandescente
de su maduración?
Es el tiempo de Dios que aflora un día,
que cae, nada más, madura, ocurre,
para tornar mañana por sorpresa
es un estéril repetirse inédito,
como el de esas eléctricas palabras
-nunca aprehendidas,
siempre nuestras-
que eluden el amor de la memoria,
pero que a cada instante nos sonríen
desde sus claros huecos
en nuestras propias frases despobladas.
Es un vaso de tiempo que nos iza
en sus azules botareles de aire
y nos pone su máscara grandiosa,
ay, tan perfecta,
que no difiere un rasgo de nosotros.
Pero en las zonas ínfimas del ojo,
en su nimio saber,
no ocurre nada, no, sólo esta luz,
esta febril diafanidad tirante,
hecha toda de pura exaltación,
que a través de su nítida sustancia
nos permite mirar,
sin verlo a Él, a Dios,
lo que detrás de Él anda escondido:
el tintero, la silla, el calendario
-¡todo a voces azules el secreto
de su infantil mecánica!-
en el instante mismo que se empeñan
en el tortuoso afán del universo.

III

Pero en las zonas ínfimas del ojo
no ocurre nada, no, sólo esta luz¡
ay, hermano Francisco,
esta alegría,
única, riente claridad del alma.
Un disfrutar en corro de presencias,
de todos los pronombres -antes turbios
por la gruesa efusión de su egoísmo-
de mí y de Él y de nosotros tres
¡siempre tres!
mientras nos recreamos hondamente
en este buen candor que todo ignora,
en esta aguda ingenuidad del ánimo
que se pone a soñar a pleno sol
y sueña los pretéritos de moho,
la antigua rosa ausente
y el prometido fruto de mañana,
como un espejo del revés, opaco,
que al consultar la hondura de la imagen
le arrancara otro espejo por respuesta.
Mirad con qué pueril austeridad graciosa
distribuye los mundos en el caos,
los echa a andar acordes como autómatas;
al impulso didáctico del índice
oscuramente
¡hop!
la apostrofa
y saca de ellos cintas de sorpresas
que en un juego sinfónico articula,
mezclando en la insistencia de los ritmos
¡planta-semilla-planta!
¡planta-semilla-planta!
su tierna brisa, sus follajes tiernos,
su luna azul, descalza, entre la nieve,
sus mares plácidos de cobre
y mil y un encantadores gorgoritos.
Después, en un crescendo insostenible,
mirad como dispara cielo arriba,
desde el mar,
el tiro prodigioso de la carne
que aun a la alta nube menoscaba
con el vuelo del pájaro,
estalla en él como un cohete herido
y en sonoras estrellas precipita
su desbandada pólvora de plumas.

IV

Mas en la médula de esta alegría,
no ocurre nada, no;
sólo un cándido sueño que recorre
las estaciones todas de su ruta
tan amorosamente
que no elude seguirla a sus in****nos,
ay, y con qué miradas de atropina,
tumefactas e inmóviles, escruta
el curso de la luz, su instante fúlgido,
en la piel de una gota de rocío;
concibe el ojo
y el intangible aceite
que nutre de esbeltez a la mirada;
gobierna el crecimiento de las uñas
y en la raíz de la palabra esconde
el frondoso discurso de ancha copa
y el poema de diáfanas espigas.
Pero aún más -porque en su cielo impío
nada es tan cruel como este puro goce-
somete sus imágenes al fuego
de especiosas torturas que imagina
-las infla de pasión,
en el prisma del llanto las deshace,
las ciega con el lustre de un barniz,
las satura de odios purulentos,
rencores zánganos
como una mala costra,
angustias secas como la sed del yeso.
Pero aún más -porque, inmune a la mácula,
tan perfecta crueldad no cede a límites-
perfora la sustancia de su gozo
con rudos alfileres;
piensa el tumor, la úlcera y el chancro
que habrán de festonar la tez pulida,
toma en su mano etérea a la criatura
y la enjuta, la hincha o la demacra,
como a un copo de cera sudorosa,
y en un ilustre hallazgo de ironía
la estrecha enternecido
con los brazos glaciales de la fiebre.

Mas nada ocurre, no, sólo este sueño
desorbitado
que se mira a sí mismo en plena marcha;
presume, pues, su término inminente
y adereza en el acto
el plan de su fatiga,
su justa vacación,
su domingo de gracia allá en el campo,
al fresco albor de las camisas flojas.
¡Qué trebolar mullido, qué parasol de niebla,
se regala en el ánimo
para gustar la miel de sus vigilias!
Pero el ritmo es su norma, el solo paso,
la sola marcha en círculo, sin ojos;
así, aun de su cansancio, extrae
¡hop!
largas cintas de cintas de sorpresas
que en un constante perecer enérgico,
en un morir absorto,
arrasan sin cesar su bella fábrica
hasta que -hijo de su misma muerte,
gestado en la aridez de sus escombros-
siente que su fatiga se fatiga,
se erige a descansar de su descanso
y sueña que su sueño se repite,
irresponsable, eterno,
muerte sin fin de una obstinada muerte,
sueño de garza anochecido a plomo
que cambia sí de pie, mas no de sueño,
que cambia sí la imagen,
mas no la doncellez de su osadía
¡oh inteligencia, soledad en llamas!
que lo consume todo hasta el silencio,
sí, como una semilla enamorada
que pudiera soñarse germinando,
probar en el rencor de la molécula
el salto de las ramas que aprisiona
y el gusto de su fruta prohibida,
ay, sin hollar, semilla casta,
sus propios impasibles tegumentos.

V

¡Oh inteligencia, soledad en llamas,
que todo lo concibe sin crearlo!
Finge el calor del lodo,
su emoción de sustancia adolorida,
el iracundo amor que lo embellece
y lo encumbra más allá de las alas
a donde sólo el ritmo
de los luceros llora,
mas no le infunde el soplo que lo pone en pie
y permanece recreándose en sí misma,
única en Él, inmaculada, sola en Él,
reticencia indecible,
amoroso temor de la materia,
angélico egoísmo que se escapa
como un grito de júbilo sobre la muerte
-¡oh inteligencia, páramo de espejos!
helada emanación de rosas pétreas
en la cumbre de un tiempo paralítico;
pulso sellado;
como una red de arterias temblorosas,
hermético sistema de eslabones
que apenas se apresura o se retarda
según la intensidad de su deleite;
abstinencia angustiosa
que presume el dolor y no lo crea,
que escucha ya en la estepa de sus tímpanos
retumbar el gemido del lenguaje
y no lo emite;
que nada más absorbe las esencias
y se mantiene así, rencor sañudo,
una, exquisita, con su dios estéril,
sin alzar entre ambos
la sorda pesadumbre de la carne,
sin admitir en su unidad perfecta
el escarnio brutal de esa discordia
que nutren vida y muerte inconciliables,
siguiéndose una a otra
como el día y la noche,
una y otra acampadas en la célula
como en un tardo tiempo de crepúsculo,
ay, una nada más, estéril, agria,
con Él, conmigo, con nosotros tres;
como el vaso y el agua, sólo una
que reconcentra su silencio blanco
en la orilla letal de la palabra
y en la inminencia misma de la sangre.
¡Aleluya, aleluya!



VI

Iza la flor enseña,
agua, en el prado.
¡Oh, qué mercadería
de olor alado!

¡Oh, que mercadería
de tenue olor!
¡cómo inflama los aires
con su rubor!

¡Qué anegado de gritos
está el jardín!
"¡Yo, el heliotropo, yo!"
"¿Yo? El jazmín."

Ay, pero el agua,
ay, si no huele a nada.

Tiene la noche un árbol
con frutos de ámbar;
tiene una tez la tierra,
ay, de esmeraldas.

El tesón de la sangre
anda de rojo;
anda de añil el sueño;
la dicha, de oro.

Tiene el amor feroces
galgos morados;
pero también sus mieses,
también sus pájaros.

Ay, pero el agua,
ay, si no luce a nada.

Sabe a luz, a luz fría,
sí, la manzana.
¡Qué amanecida fruta
tan de mañana!

¡Qué anochecido sabes,
tú, sinsabor!
¡cómo pica en la entraña
tu picaflor!

Sabe la muerte a tierra,
la angustia a hiel.
Este morir a gotas
me sabe a miel.

Ay, pero el agua,
ay, si no sabe a nada.

[ Baile ]

Pobrecilla del agua,
ay, que no tiene nada,
ay, amor, que se ahoga,
ay, en un vaso de agua.

VII

En el rigor del vaso que la aclara,
el agua toma forma
-ciertamente.
Trae una sed de siglos en los belfos,
una sed fría, en punta, que ara cauces
en el sueño moroso de la tierra,
que perfora sus miembros florecidos,
como una sangre cáustica,
incendiándolos, ay, abriendo en ellos
desapacibles úlceras de insomnio.
Más amor que sed; más que amor, idolatría,
dispersión de criatura estupefacta
ante el fulgor que blande
-germen del trueno olímpico- la forma
en sus netos contornos fascinados.
¡Idolatría, sí, idolatría!
Mas no le basta el ser un puro salmo,
un ardoroso incienso de sonido;
quiere, además, oírse.
Ni le basta tener sólo reflejos
-briznas de espuma
para el ala de luz que en ella anida;
quiere, además, un tálamo de sombra,
un ojo,
para mirar el ojo que la mira.
En el lago, en la charca, en el estanque,
en la entumida cuenca de la mano,
se consuma este rito de eslabones,
este enlace diabólico
que encadena el amor a su pecado.
En el nítido rostro sin facciones
el agua, poseída,
siente cuajar la máscara de espejos
que el dibujo del vaso le procura.
Ha encontrado, por fin,
en su correr sonámbulo,
una bella, puntual fisonomía.
Ya puede estar de pie frente a las cosas.
Ya es, ella también, aunque por arte
de estas limpias metáforas cruzadas,
un encendido vaso de figuras.
El camino, la barda, los castaños,
para durar el tiempo de una muerte
gratuita y prematura, pero bella,
ingresan por su impulso
en el suplicio de la imagen propia
y en medio del jardín, bajo las nubes,
descarnada lección de poesía,
instalan un in****no alucinante.

VIII

Pero el vaso en sí mismo no se cumple.
Imagen de una deserción nefasta
¿qué esconde en su rigor inhabitado,
sino esta triste claridad a ciegas,
sino esta tentaleante lucidez?
Tenedlo ahí, sobre la mesa, inútil.
Epigrama de espuma que se espiga
ante un auditorio anestesiado,
incisivo clamor que la sordera
tenaz de los objetos amordaza,
flor mineral que se abre para adentro
hacia su propia luz,
espejo ególatra
que se absorbe a sí mismo contemplándose.
Hay algo en él; no obstante, acaso un alma,
el instinto augural de las arenas,
una llaga tal vez que debe al fuego,
en donde le atosiga su vacío.
Desde este erial aspira a ser colmado.
En el agua, en el viento, en el aceite,
articula el guión de su deseo;
se ablanda, se adelgaza;
ya su sobrio dibujo se le nubla,
ya, embozado en el giro de un reflejo,
en un llanto de luces se liquida.



IX

Mas la forma en sí misma no se cumple.
Desde su insigne trono faraónico,
magnánima,
deífica,
constelada de epítetos esdrújulos,
rige con hosca mano de diamante.
Está orgullosa de su orondo imperio.
¿En las augustas pituitarias de ónice
no juega, acaso, el encendido aroma
con que arde a sus pieles la poesía?
¡Ilusión, nada más, gentil narcótico
que puebla de fantasmas los sentidos!
Pues desde ahí donde el olor emite
¡oh turbio sol de pobre!
el esmerado brillo que lo embosca,
ay, desde ahí, presume la materia
que apenas cuaja su dibujo estricto
y ya es un jardín de huellas fósiles,
estruendoso fanal,
rojo timbre de alarma en los cruceros
que gobierna la ruta hacia otras formas.
La rosa edad que esmalta su epidermis
-senil recién nacida-
envejece por dentro a grandes siglos.
Trajo puesta la proa a lo amarillo.
El aire se coagula entre sus poros
como un sudor profuso
que se anticipa a destilar en ellos
una esencia de rosas subterráneas.
Los crudos garfios de su muerte suben,
como musgo, por grietas inasibles,
ay, la hostigan con tenues mordeduras
y abren hueco por fin a aquel minuto
-¡miradlo en la lenteja del reloj,
neto, puntual, exacto,
correrse un eslabón cada minuto!-
cuando al soplo infantil de un parpadeo,
la egregia masa de ademán ilustre
podrá caer de golpe hecha cenizas.



X

No obstante -¿por qué no?- también en ella
tiene un rincón el sueño,
árido paraíso sin manzana
donde suele escaparse de su rostro,
por el rostro marchito del espectro
que engendra, aletargada, su costilla.
El vaso de agua es el momento justo.
En su audaz evasión se transfigura,
tuerce la órbita de su destino
y se arrastra en secreto hacia lo informe.
La rapiña del tacto no se ceba
-aquí, en el sueño inhóspito-
sobre el templado nácar de su vientre,
ni la flauta Don Juan que la requiebra
musita su cachonda serenata.
El sueño es cruel,
ay, punza, roe, quema, sangra, duele.
Tanto ignora infusiones como ungüentos.
En los sordos martillos que la afligen,
la forma da en el gozo de la llaga
y el oscuro deleite del colapso.
Temprana madre de esa muerte niña
que nutre en sus escombros paulatinos,
anhela que se hundan sus cimientos
bajo sus plantas, ay, entorpecidas
por una espesa lentitud de lodo;
oye nacer el trueno del derrumbe;
siente que su materia se derrama
en un prurito de ácidas hormigas;
que, ya sin peso, flota
y en un claro silencio se deslíe.
Por un aire de espejos inminentes
¡oh impalpables derrotas del lirio!
cruza entonces, a velas desgarradas,
la airosa teoría de una nube.

XI

En la red de cristal que la estrangula,
el agua toma forma,
la bebe, sí, en el módulo del vaso,
para que éste también se transfigure
con el temblor del agua estrangulada
que sigue allí, sin voz, marcando el pulso
glacial de la corriente.
Pero el vaso
-a su vez-
cede a la informe condición del agua
a fin de que -a su vez- la forma misma,
la forma en sí, que está en el duro vaso
para que éste también se transfigure
con el temblor del agua estrangulada
que sigue allí, sin voz, marcando el pulso
glacial de la corriente.
Pero el vaso
-a su vez-
cede a la informe
condición del agua
a fin de que -a su vez- la forma misma,
la forma en sí, que está en el duro vaso
sosteniendo el rencor de su dureza
y está en el agua de aguijada espuma
como presagio cierto de reposo,
se pueda sustraer al vaso de agua;
un instante, no más,
no más que el mínimo
perpetuo instante del quebranto,
cuando la forma en sí, la pura forma,
se abandona al designio de su muerte
y se deja arrastrar, nubes arriba,
por ese atormentado remolino
en que los seres todos se repliegan
hacia el sopor primero,
a construir el escenario de la nada.
Las estrellas entonces ennegrecen.
Han vuelto el dardo insomne
a la noche perfecta de su aljaba.



XII

Porque en el lento instante del quebranto,
cuando los seres todos se repliegan
hacia el sopor primero
y en la pira arrogante de la forma
se abrasan, consumidos por su muerte
-¡ay, ojos, dedos, labios,
etéreas llamas del atroz incendio!-
el hombre ahoga con sus manos mismas,
en un negro sabor de tierra amarga,
los himnos claros y los roncos trenos
con que cantaba la belleza,
entre tambores de gangoso idioma
y esbeltos címbalos que dan al aire
sus golondrinas de latón agudo;
ay, los trenos e himnos que loaban
la rosa marinera
que consuma el periplo del jardín
con sus velas henchidas de fragancia;
y el malsano crepúsculo de herrumbre,
amapola del aire lacerado
que se pincha en las púas de un gorjeo;
y la febril estrella, lis de calosfrío,
punto sobre las íes
de la tinieblas;
y el rojo cáliz del p***n macizo,
sola flor de granado
en la cima angustiosa del deseo,
y la mandrágora del sueño amigo
que crece en los escombros cotidianos
-ay, todo el esplendor de la belleza
y el bello amor que la concierta toda
en un orbe de imanes arrobados.



XIII

Porque el tambor rotundo
y las ricas bengalas que los címbalos
tremolan en la altura de los cantos,
se anegan, ay, en un sabor de tierra amarga,
cuando el hombre descubre en sus silencios
que su hermoso lenguaje se le agosta,
se le quema -confuso- en la garganta,
exhausto de sentido;
ay, su aéreo lenguaje de colores,
que así se jacta del matiz estricto
en el humo aterrado de sus sienas
o en el sol de sus tibios bermellones;
él, que discurre en la ansiedad del labio
como una lenta rosa enamorada;
él, que cincela sus celos de paloma
y modula sus látigos feroces;
que salta en sus caídas
con un ruidoso síncope de espumas;
que prolonga el insomnio de su brasa
en las mustias cenizas del oído;
que oscuramente repta
e hinca enfurecido la palabra
de hiel, la tuerta frase de ponzoña;
él, que labra el amor del sacrificio
en columnas de ritmos espirales,
sí, todo él, lenguaje audaz del hombre,
se le ahoga -confuso- en la garganta
y de su gracia original no queda
sino el horror de un pozo desecado
que sostiene su mueca de agonía.



XIV

Porque el hombre descubre en sus silencios
que su hermoso lenguaje se le agosta
en el minuto mismo del quebranto,
cuando los peces todos
que en cautelosas órbitas discurren
como estrella de escamas, diminutas,
por la entumida noche submarina,
cuando los peces todos
y el ulises salmón de los regresos
y el delfín apolíneo, pez de dioses,
deshacen su camino hacia las algas;
cuando el tigre que huella
la castidad del musgo
con secretas pisadas de resorte
y el bóreas de los ciervos presurosos
y el cordero Luis XV, gemebundo,
y el león babilónico
que añora el alabastro de los frisos
-¡flores de sangre, eternas,
en el racimo inmemorial de las especies!-
cuando todos inician el regreso
a sus mudos letargos vegetales;
cuando la aguda alondra se deslíe
en el agua del alba,
mientras las aves todas
y el solitario búho que medita
con su antifaz de fósforo en la sombra,
la golondrina escritura hebrea
y el pequeño gorrión, hambre en la nieve,
mientras todas las aves se disipan
en la noche enroscada del reptil;
cuando todo -por fin- lo que anda o repta
y todo lo que vuela o nada, todo,
se encoge en un crujir de mariposas,
regresa a sus orígenes
y al origen fatal de sus orígenes,
hasta que su eco mismo se reinstala
en el primer silencio tenebroso.



XV

Porque los bellos seres que transitan
por el sopor añoso de la tierra
- ¡trasgos de sangre, libres,
en la pantalla de su sueño impuro! -
todos se dan a un frenesí de muerte,
ay, cuando el sauce
acumula su llanto
para urdir la sustancia de un delirio
en que -¡tú! ¡yo! ¡nosotros!- de repente,
a fuerza de atar nombres destemplados,
ay, no le queda sino el tronco prieto,
desnudo de oración ante su estrella;
cuando con él, desnudos, se sonrojan
el álamo temblón de encanecida barba
y el eucalipto rumoroso,
témpano de follaje
y tornillo sin fin de la estatura
que se pierde en las nubes, persiguiéndose;
y también el cerezo y el durazno
en su loca efusión de adolescentes
y la angustia espantosa de la ceiba
y todo cuanto nace de raíces,
desde el heroico roble
hasta la impúbera
menta de boca helada;
cuando las plantas de sumisas plantas
retiran el ramaje presuntuoso,
se esconden en sus ásperas raíces
y en la acerba raíz de sus raíces
y presas de un absurdo crecimiento
se desarrollan hacia la semilla,
hasta quedar inmóviles
¡oh cementerios de talladas rosas!
en los duros jardines de las piedra.



XVI

Porque desde el anciano roble heroico
hasta la impúbera
mente de boca helada,
ay, todo cuanto nace de raíces
establece sus tallos paralíticos
en los duros jardines de la piedra,
cuando el rubí de angélicos melindres
y el diamante iracundo
que fulmina a la luz con un reflejo,
más el ario zafir de ojos azules
y la geórgica esmeralda que se anega
en el abril de su robusta clorofila,
una a una, las piedras delirantes,
con sus lindas hermanas cenicientas,
turquesa, lapislázuli, alabastro,
pero también el oro prisionero
y la plata de lengua fidedigna,
ingenuo ruiseñor de los metales
que se ahoga en el agua de su canto;
cuando las piedras finas
y los metales exquisitos, todos,
regresan a sus nidos subterráneos
por las rutas candentes de la llama,
ay, ciegos de su lustre,
ay, ciegos de su ojo,
que el ojo mismo,
como un siniestro pájaro de humo,
en su aterida combustión se arranca.



XVII

Porque raro metal o piedra rara,
así como la roca escueta, lisa,
que figura castillos
con sólo naipes de aridez y escarcha,
y así la arena de arrugados pechos
y el humus maternal de entraña tibia,
ay, todo se consume
con un mohino crepitar de gozo,
cuando la forma en sí, la forma pura,
se entrega a la delicia de su muerte
y en su sed de agotarla a grandes luces
apura en una llama
el aceite ritual de los sentidos,
que sin labios, sin dedos, sin retinas,
sí, paso a paso, muerte a muerte, locos,
se acogen a sus túmidas matrices,
mientras unos a otros se devoran
al animal, la planta
a la planta, la piedra
a la piedra, el fuego
al fuego, el mar
al mar, la nube
a la nube, el sol
hasta que todo este fecundo río
de enamorado semen que conjuga,
inaccesible al tedio,
el suntuoso caudal de su apetito,
no desembocan en sus entrañas mismas,
en el acre silencio de sus fuentes,
entre fulgor de soles emboscados,
en donde nada es ni nada está,
donde el sueño no duele,
donde nada ni nadie, nunca, está muriendo
y sola ya, sobre las grandes aguas,
flota el Espíritu de Dios que gime
con un llanto más llanto aún que el llanto,
como si herido -¡ay, Él también!- por un cabello,
por el ojo en almendra de esa muerte
que emana de su boca,
hubiese al fin ahogado su palabra sangrienta.
¡Aleluya, aleluya!

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