08/11/2025
El Juicio del Amante de la Luna
por A. Ponce
"Nadie escapa del juicio del amor, ni siquiera aquellos que aman lo imposible."
Era un palacio enorme, situado en un lugar ajeno, solo conocido por aquellos a quienes el universo y su estructura han convocado a defender sus actos de locura ante el máximo poder legal y su enjuiciante supremo: el Juzgado de lo Etéreo.
Y estamos a punto de conocer uno de sus casos más notables y peculiares.
Uno del que aún se murmura en sus pasillos y salones, uno que marcó corazones y desató suspiros entre los astros:
el juicio del amante de la Luna.
El salón estaba suspendido entre penumbras.
Las paredes parecían respirar, y de los ventanales altos se filtraba un brillo lechoso, inconstante.
Nadie sabía si estaban bajo tierra o flotando en el firmamento.
Solo había una certeza: la Luna los observaba.
El juez, representante de la razón, la norma y el deber, con túnica gris y ojos como piedras antiguas, abrió el acto.
Su voz resonó profunda, con una solemnidad que rozaba lo eterno:
—Se abre el juicio contra el acusado.
Se le imputa el crimen de haber amado lo inalcanzable, de haber entregado su alma a la Luna, de haber confundido la devoción con la locura y lo sagrado con lo imposible.
El acusado era un hombre de treinta y tantos años. Se mantenía de pie, con las manos entrelazadas sobre el pecho, vestido con una mezcla de cansancio y reverencia.
Su mirada no estaba fija en el juez, sino en una rendija de luz que cruzaba la sala. Parecía que le hablaba a esa claridad, no a los hombres presentes.
—¿Tiene algo que declarar? —preguntó el juez.
El hombre respiró profundo y respondió:
—Sí.
Confieso mi amor.
Y lo confieso sin remordimiento, sin excusa… sin miedo.
He amado su brillo, pero también su oscuridad;
he deseado sus fases, sus ausencias, sus eclipses.
Porque en cada sombra suya encuentro el eco de mis propias grietas.
Ella no me promete, me refleja. Y en su silencio encuentro respuestas que los hombres olvidaron hace siglos.
Un murmullo recorrió el jurado.
Algunos asentían; otros lo miraban con lástima,
como si aquel amor fuera un padecimiento extraño, algo antinatural.
El juez continuó, con voz más grave:
—¿Y no comprende usted, insensato, que esa adoración es vana?
La Luna no responde. No ama.
Ella es solo un espejo de otra fuente.
El hombre sonrió apenas.
—Lo sé —dijo—.
Pero ¿no lo somos todos?
¿No vivimos repitiendo la luz de otros, reflejando lo que creemos ser?
Si amar su brillo es locura, entonces mi locura es la forma más lúcida de vivir.
Porque al mirar su luz aprendo a no temerle a mi sombra.
El juez se reclinó, incómodo.
El aire se volvió denso; el juicio ya no pertenecía a la sala, sino a un espacio interior.
Era el alma del hombre la que hablaba, enfrentando a su propia razón.
El jurado, flanqueado por pilares de cristal y bruma, conformado por rostros que parecían humanos pero apenas distinguibles entre túnicas oscuras, permaneció atento a cada palabra.
Entrecruzaban miradas; sus gestos estaban tan divididos como el día y la noche.
Se dispusieron a deliberar.
Entre los murmullos, el silencio se volvió casi tangible.
Hasta que, al cabo de unos instantes, la sala entera se cubrió de una quietud solemne.
Habían llegado a una conclusión.
El representante del jurado se levantó.
Su voz era serena, como la marea cuando empieza a retirarse:
—Tras escuchar al acusado, este jurado ha deliberado.
Y hemos concluido que no existe castigo justo para quien ama de verdad.
Sin embargo, el orden del mundo exige equilibrio, y el amor a lo imposible trastorna el equilibrio de los hombres.
Por eso, lo declaramos culpable…
Culpable de amar más allá de lo permitido.
Y su condena será eterna: amarla sin tocarla, buscarla sin hallarla, soñar con ella cada noche y despertar sabiendo que su rostro jamás le pertenecerá.
El silencio que siguió fue tan vasto como el cielo. Solo se rompió cuando el juez golpeó el mazo, y la sentencia quedó escrita en el aire,
como una constelación efímera que titiló un instante antes de desvanecerse.
—Se le declara culpable —dijo el juez—.
Su condena será amar eternamente, sin retorno ni descanso. Condenado a mirar hacia el cielo y ver su reflejo en los charcos, sin poder jamás sostenerla entre sus brazos.
El hombre alzó la vista hacia la luz de la Luna, que entraba temblorosa, como una bendición o una despedida.
Sonrió, bajó la mirada, e hizo una pausa, como quien se despide de sí mismo.
—Acepto —dijo—. Porque en mi condena también vive mi libertad.
Amarla sin poseerla también es una forma de libertad.
Y si el precio por sentir es la eternidad,
entonces… que me condenen a ella.
La Luna, allá arriba, pareció sonreír.
Su resplandor se agitó, tembloroso, como si contuviera una palabra que el universo no debía oír.
Entonces, una voz suave, apenas un susurro entre las nubes, cruzó el silencio:
—No hay culpa en amar lo que no se toca.
Solo en olvidar lo que se siente. Si la luz te condena, que la sombra te salve.
La sala entera quedó inmóvil.
El juez, el jurado y el propio condenado alzaron la vista, sabiendo que lo imposible acababa de hablar.
Y mientras el eco de aquella frase se disolvía en la penumbra, el juicio —como el amor mismo— quedó sin cierre posible.