08/08/2025
Mi hijo comenzó a encerrarse en el baño más de lo normal.
Decía que era por privacidad, por tranquilidad… que ahí podía pensar sin ruido.
Yo pensé que era eso: necesidad de espacio. Adolescencia.
Hasta que una tarde olvidó cerrar la puerta con seguro.
Estaba sentado en el suelo, con los ojos perdidos, mirando el vacío.
Frente a él, el espejo empañado.
Y sobre el cristal, escrito con su dedo:
“Si me pierdo… ¿alguien vendrá a buscarme?”
No quise asustarlo. Cerré la puerta con cuidado, como si no hubiera visto nada.
Pero esa noche me senté en su cama, le acaricié el cabello como cuando era niño…
y le dije:
—Si algún día te sientes perdido… yo voy contigo.
Y si no puedes hablar… me siento a tu lado hasta que quieras.
Y si no puedes llorar… lloramos en silencio.
Él se quebró.
Yo también.
Lloramos sin palabras.
Esa fue la primera vez que me dejó entrar… en su verdadero mundo.
Desde entonces, no dejo que las puertas cerradas me asusten.
No invado, pero pregunto.
No presiono, pero acompaño.
Y no doy por hecho que el silencio es señal de calma.
Porque a veces, el que más ríe… es el que más está pidiendo auxilio.
Y el que más se encierra… es el que más anhela que alguien insista en entrar.
📚Historia anónima