
28/08/2025
Cara a la banqueta, vista nublada, cuerpo devastado y pulsaciones de encías, fue el “tomatodo” de una golpiza saliendo de la universidad. Desde mi derrota y sin que nadie me auxiliara veía tres de mis dientes tirados frente a mi cara y uno más entre la saliva ensangrentada al interior de mi boca. Días de acoso, incertidumbre y hasta miedo de abrir los ojos se convirtieron un diario vivir. Portar un cubre bocas en lo que se verificaba la operación dental fue de in****no.
Siempre había sido una chica callada, sumida en mis pensamientos y soñando con ser una experta disecadora de animales. Me gustaba la taxidermia al grado de devorar libros alusivos al tema. No había animalito que viera en la calle que no imaginara en alguna vitrina. Sabía de mis capacidades. Tanta teoría traía en mi cabeza que segura estaba podía paralizar cualquier bestia del campo. Mi encierro envuelta en música de Paganini, letras de Voltaire y Robespierre, me convirtieron en una chica solitaria y solemne.
Casi al finalizar la universidad entendí que Nietzsche era la ma**da, que su pensamiento de superación era sí o sí la doctrina que todos debían seguir. Ser débil, papanatas y enteramente apendejado era algo en lo que yo estaba inmersa y debía escapar. Mis lecturas me instaron a odiar a los atolondrados del salón al grado de instarlos a darse de baja cuando sus calificaciones eran nefastas. Y es que, qué gusto de estorbar, quitar el tiempo, aire, amistades a los demás. Le agarré desprecio a los becados, esos jodidos que aunque eran inteligentes, apestaban a pobres. Iban con sus tacos de chorizo, termos con café corriente y sus galletas abetunadas.
Albertina era el claro ejemplo de seguro Nietzsche utilizaría para ilustrar su ideología. Era inteligente, pero plebeya. Semestre tras semestre me atosigaba junto Eduardo Calix y Servando Paniagua. Entre los tres hacían cuánto podían para convertirme en nada. Se burlaban de mis gustos y por ser bonita e inteligente, tal vez no un genio, pero sí más que ellos.
Ese día que me llevaron con ayuda de unos desconocidos bajo el puente Variopinto creí ciegamente que era mi último día. Al ver a los tres de pie, mirándome en el suelo sin que sus huellas estuvieran en mi piel supe que si sobrevivía nada sería igual y que convenía a sus bienestar que me mataran.
No puse una demanda y me límite a decir que todo había sido un asalto.
Mi vida se convirtió entonces en un crudo juego de serpientes y escaleras, y cuando solo restaba una semana para graduarnos, todo se les truncó. Mientras ellos bajaban por la enroscada serpiente, yo trepaba por una larga escalinata. No me detuvieron por tener a Paniagua desnudo, coronado y con un tridente; tampoco por haber convertido a Calix en un bello Apolo conduciendo una carroza de fuego. Me detuvieron porque tenía a Albertina en el bosque rellena de hojas de maple para eliminar aromas y volverla más natural. Si la policía no hubiera llegado se hubiera convertido en la pieza número cincuenta y seis de mi galería clandestina. Albertina sería una hermosa Afrodita de la que ya estaba enamorada. Cosa curiosa, me excitaba mi acosadora, la que me escupía, empujaba y humillaba. Por eso, cuando le abrí el vientre para sacarle su basura interna, la dejé despierta y sin anestesia para que todo fuera y ahora para ella un “tomatodo”, una culminación fantástica de una rica venganza.
La taxidermia es pasional. Ver las expresiones de tus piezas tan reales son como si ellas mismas te estuviera felicitando.
La vida es una taxidermia, se deben paralizar los momentos valiosos y conservarlos lo más pronto posible. Son esos momentos los que se llevan en el corazón y si se tiene la capacidad de la narración, uno mismo puede exhibir su propia galería de recuerdos.
AUTOR: JUAN DE DIOS JASSO ARÉVALO
EL VIAJERO VINTAGE