21/05/2025
Las monedas al sol
En el corazón de un pequeño pueblo de tierra roja y caminos empedrados, vivía Don Aurelio, un hombre de sombrero ancho, voz pausada y mirada sabia. Cada domingo por la mañana, cuando el sol apenas acariciaba los tejados, salía al corredor de su casa con una vieja cajita de madera. Dentro, bien ordenadas por tamaño y brillo, estaban sus monedas.
—Hay que sacarlas a orear —decía con una sonrisa, mientras las colocaba una por una sobre una manta blanca extendida al sol.
Su nieto Emiliano, curioso como todo niño de siete años, lo observaba fascinado.
—¿Por qué las pones al sol, abuelito? —preguntaba siempre.
—Porque las monedas también guardan recuerdos —respondía Don Aurelio—. Si las dejas mucho tiempo encerradas, se ponen tristes, se olvidan de los mercados, de las ferias, de las manos que las sostuvieron.
Y así, bajo el sol tibio, Don Aurelio le contaba historias de cada una: la moneda que ganó jugando canicas, la que recibió en su primer trabajo, la que le dio su madre para comprar pan.
Con el tiempo, Emiliano comprendió que no era sólo el metal lo que brillaba al sol, sino la memoria viva de su abuelo, de su gente, de un tiempo en el que incluso las monedas necesitaban aire fresco y un poco de luz para no ser olvidadas.
Años después, cuando Don Aurelio ya no estaba, Emiliano heredó la cajita. Y cada domingo, sin falta, sacaba las monedas a orear, no por superstición, sino por amor. Porque entendió que en cada una de ellas aún vibraban las voces del pasado.