29/09/2025
Una maestra descubre que la niña más aplicada de su clase duerme en la calle junto a su madre.
Siempre llegaba primera. Sofía se sentaba en la primera fila, con su uniforme impecable —aunque ya mostraba signos de desgaste— y sus cuadernos perfectamente forrados con papel de diario. Sus tareas estaban completas cada mañana, su letra era la más clara del salón, y cuando hacía preguntas, eran las que yo habría hecho si fuera alumna.
—Señorita Clara, ¿puedo quedarme después de clases para terminar el proyecto de ciencias? —me preguntó ese martes, como tantas otras veces.
—Por supuesto, Sofía. Pero ¿no tienes que llegar temprano a casa?
Se encogió de hombros con una sonrisa que ahora entiendo era demasiado madura para sus ocho años.
—No hay problema. A mamá no le molesta.
Me quedé con ella hasta las seis de la tarde. Terminamos el proyecto sobre el sistema solar, y lo decoró con un cuidado que me partía el corazón. Usaba los lápices de colores hasta que ya no se podían sostener, los sacaba punta hasta convertirlos en pequeños pedacitos de madera.
—¿Necesitas que llame a tu mamá para avisarle que sales tarde?
—No tiene teléfono, señorita. Pero la voy a encontrar en el mismo lugar de siempre.
Algo en esa frase me inquietó. "El mismo lugar de siempre" sonaba extraño para hablar de una casa.
La seguí. Sé que no debía hacerlo, pero algo maternal en mí no me dejó tranquila. La vi caminar seis cuadras hasta llegar al parque central. Allí, bajo un frondoso ceibo, estaba su madre. Tendría unos treinta años, pero se veía mayor. Estaba organizando unas mantas sobre el pasto.
—¡Mami! —corrió Sofía hacia ella con la misma alegría con la que cualquier niña correría hacia su hogar.
—¿Cómo te fue en la escuela, mi amor?
—¡Terminé el proyecto! Mira, la señorita Clara me ayudó. Dice que va a estar hermoso en la feria de ciencias.
Me acerqué despacio, el corazón latiéndome con fuerza.
—¿Disculpe? Soy Clara, la maestra de Sofía.
La mujer se incorporó rápidamente, con una mezcla de sorpresa y temor en los ojos.
—Buenas tardes, señorita. ¿Pasó algo? ¿Sofía se portó mal?
—No, no. Todo lo contrario. Su hija es la mejor alumna que he tenido. Yo solo... —me quedé sin palabras, mirando las mantas, la pequeña mochila que servía de almohada, el termo oxidado—. ¿Ustedes viven aquí?
Los ojos de la mujer se llenaron de lágrimas, pero mantuvo la compostura.
—Perdimos la casa hace cuatro meses. Mi marido se fue y no pude pagar el alquiler con lo que gano limpiando casas. Pero Sofía no puede faltar a la escuela, ¿entiende? Ella es muy inteligente. No es como yo.
Sofía me miraba con esos ojos enormes, como si esperara que yo fuera a arruinar su mundo perfecto.
—Mami siempre dice que estudiar es lo más importante —intervino la niña—. Por eso me despierta temprano para que pueda lavarme la cara en la fuente antes de ir a clases. Y por eso usa el dinero de su trabajo para comprarme los útiles en lugar de comprarse zapatos nuevos.
Miré los pies de la madre: sandalias rotas, sostenidas con alambre.
—¿Por qué no pidió ayuda en la escuela? Tenemos programas, hay asistencia social...
—No quería que Sofía fuera señalada. No quería que la trataran distinto por ser... por nuestra situación.
Esa noche no pude dormir. Pensé en todos los días que había elogiado el mérito de Sofía, su dedicación, su responsabilidad. Nunca imaginé el heroísmo que había detrás de cada tarea completada, de cada día que llegaba puntual y presentable.
Al día siguiente, llegué temprano a la escuela y llamé a la directora.
—Necesitamos hablar sobre Sofía Martínez. Y necesitamos actuar rápido.
Tres semanas después, Sofía y su madre estaban viviendo en un pequeño departamento que conseguimos a través del programa municipal de vivienda de emergencia. Su madre encontró trabajo estable en la cocina de la escuela. Sofía siguió siendo la primera de la clase, pero ahora su sonrisa era la de una niña de ocho años, no la de alguien que carga el mundo sobre sus hombros.
El día de la feria de ciencias, cuando Sofía presentó su sistema solar y ganó el primer premio, me acerqué a ella.
—¿Sabes qué es lo que más me impresiona de ti, Sofía?
—¿Que soy buena estudiante?
—No. Que nunca usaste tu situación como excusa. Pero también aprendí que el mérito no es solo tuyo. Es de tu mamá, que sacrificó todo por tu educación. Y es de una sociedad que debería asegurarse de que ningún niño tenga que ser tan valiente como fuiste tú.
Sofía me abrazó fuerte.
—Señorita Clara, ¿sabe qué es lo mejor de tener casa?
—¿Qué, mi amor?
—Que ahora cuando hago la tarea, mami puede descansar en lugar de cuidar nuestras cosas en la calle.
Esa tarde entendí que había estado midiendo el mérito con la vara equivocada toda mi vida. El verdadero mérito no estaba solo en las notas perfectas de Sofía, sino en la dignidad con la que una madre y su hija habían enfrentado la adversidad, y en la responsabilidad que todos tenemos de que ningún niño tenga que elegir entre estudiar y tener un hogar.
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