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TuxiMiki "Proyecto dedicado al misterio, leyendas, sucesos paranormales y terror desde un enfoque cultural y narrativo."

🕯️ NUEVO RELATO EN EL CANAL 🕯️Ya está disponible en YouTube “Las Risas de la Anaya”, una historia real de terror ocurrid...
10/07/2025

🕯️ NUEVO RELATO EN EL CANAL 🕯️
Ya está disponible en YouTube “Las Risas de la Anaya”, una historia real de terror ocurrida en los años 90 en un conjunto habitacional de Puebla…
Dicen que la risa es buena… pero no todas lo son.

🎬 Dale play aquí:
👉 https://www.youtube.com/watch?v=YGpAtMa7VXU

Si te gustan las historias paranormales, esta te va a dejar pensando dos veces antes de dormir…

Cuando se apagan los pasos.Muchas veces imaginamos que lo sobrenatural y las cosas de la oscuridad solo suceden a quiene...
02/07/2025

Cuando se apagan los pasos.
Muchas veces imaginamos que lo sobrenatural y las cosas de la oscuridad solo suceden a quienes viven alejados de la fe o del camino recto. Sin embargo, esta anécdota nos obliga a cuestionar tal idea. Le ocurrió a un joven seminarista, un jesuita de fervor inquebrantable, nacido en el seno de una familia devota y cercana a Dios.
Su nombre era Bernabé. Años después, aún recordaría aquella experiencia como una cicatriz invisible que le erizaba la piel cada vez que la relataba. En aquellos días, recién había respondido al llamado de su vocación y comenzaba su larga formación religiosa, esa senda que requiere disciplina, paciencia y sobre todo, fe inquebrantable.
El camino de un jesuita no es sencillo. El proceso de formación puede durar más de una década, y durante esos años los seminaristas deben, día tras día, reafirmar su entrega a Dios, cultivando la castidad, la pobreza y la obediencia, conocidos como “votos perpetuos”. No basta la buena voluntad: es necesaria la disciplina, la oración constante, el apostolado en comunidad y un vínculo profundo con Cristo para discernir, al final, si se es digno del llamado.
En aquel tiempo, Bernabé vivía en un seminario antiguo, uno de esos edificios coloniales que guardan siglos de secretos entre sus muros de piedra. Se decía que sus cimientos databan de mediados del siglo XVI, cuando llegaron las primeras misiones de San Ignacio de Loyola. Tenía corredores extensos, techos inclinados cubiertos de tejas musgosas, patios centrales bordeados por corredores de columnas y gruesas puertas de madera que conservaban el aroma de siglos de incienso y humedad.
Cada tarde, después de sus estudios y de las visitas de apostolado, Bernabé regresaba junto a sus compañeros para compartir la cena. Al anochecer, la rutina era siempre la misma: algunos se quedaban conversando en murmullos piadosos, otros se dispersaban para rezar en soledad o escribir reflexiones. Al final, todos volvían a sus habitaciones, alineadas a lo largo de un pasillo largo y silencioso, iluminado apenas por candelabros colgados junto a cada puerta. La luz era escasa, parpadeante, suficiente solo para adivinar las siluetas y las viejas grietas de los muros.
Aquel pasillo tenía algo de túnel de susurros: se podía escuchar cómo resonaba el eco bajo los pasos, cómo silbaba el viento entre las rendijas y cómo, de vez en cuando, flotaba un tenue aroma a velas consumidas y a incienso rancio, impregnando el aire con un dejo de solemnidad y misterio.
La habitación de Bernabé se encontraba casi al final del pasillo. Cada noche debía recorrerlo entero, escuchando el eco de sus zapatos y la leve intermitencia de las lámparas que lo seguía de puerta en puerta. Tras su aseo y un breve momento de escritura, se sentaba junto a la cabecera para rezar con su rosario entre las manos, buscando en esas cuentas la paz que la oscuridad parecía robarle.
Pero una noche, cuando el sueño ya le vencía y su respiración se hacía lenta, un sonido desconocido lo arrancó de su modorra. Eran pasos. Pasos que venían de lejos, resonando en las baldosas con un ritmo que al principio parecía normal, como si uno de sus compañeros regresara tarde. Sin embargo, pronto ese caminar se volvió más lento y pesado, arrastrado, como si un niño travieso jugara a marchar marcando el paso en la penumbra.
No era la primera vez que escuchaba pasos: en esos muros viejos todo sonido se amplifica. Pero algo en aquel ritmo irregular y pesado le erizó la piel y le heló la sangre. Un miedo inexplicable le atenazó el pecho. Con manos temblorosas, tanteó la cabecera y encontró su rosario. Lo apretó contra sus labios y comenzó a rezar, sin apartar la vista de la puerta. Poco a poco, los pasos se desvanecieron, tragados por el silencio del pasillo.
El miedo se disolvió en la penumbra, rendido ante el cansancio. Bernabé, exhausto, se quedó dormido con el rosario aún enredado entre sus dedos.
Al amanecer, la rutina borró el recuerdo como un sueño confuso. El día transcurrió entre clases, labores comunitarias y oraciones colectivas. Al anochecer, la idea de aquellos pasos apenas era un eco lejano.
Pero la segunda noche, sin buscarlo, la misma sensación volvió a apoderarse de su espíritu. Cuando su cabeza descansaba sobre la almohada, y el murmullo de sus oraciones se apagaba, un leve crujir en el pasillo anunció el regreso de lo inexplicable. Esta vez no se sobresaltó de inmediato: quiso creer que era su imaginación. Pero el ritmo, lento y firme, era inconfundible. Eran los mismos pasos, marcando un compás ominoso que se acercaba, cada vez más cerca de su puerta.
El corazón le retumbaba en el pecho. El aire se sentía pesado, cargado de ese mismo olor a incienso viejo que parecía más intenso, como si la oscuridad respirara con él. Apretó con fuerza el rosario, musitando oraciones hasta que, por fin, el silencio volvió a reinar.
Así sucedió noche tras noche. Con cada nueva visita, los pasos parecían acercarse más, jugando a acecharlo desde el pasillo, rozando la madera justo frente a su puerta. El corredor, tan familiar en el día, se transformaba al anochecer en un túnel interminable, donde la fe de Bernabé se ponía a prueba entre sombras y ecos.
La quinta noche, Bernabé sintió que su valor estaba a punto de quebrarse. Había terminado su jornada y, vencido por el agotamiento, se recostó con la convicción de resistir, aunque sus párpados pesaban como losas.
Apenas cerró los ojos, un crujido quebró el silencio. Los pasos regresaron. Primero suaves, luego lentos y aplastantes, como si arrastraran algo pesado por el suelo. Por un segundo, el joven jesuita sintió un temblor recorrerle la espalda: esta vez no podía distinguir si estaban afuera… o adentro.
No abrió los ojos de inmediato. Se cubrió hasta la coronilla con su frazada, mientras murmuraba oraciones entre dientes. Cada latido retumbaba en sus sienes. De pronto, con una mano temblorosa, tanteó el apagador que rozaba desde su cama. Un chasquido, y la luz inundó la habitación.
Nada. No había nada. El aire olía a cera derretida y a su propio miedo. Buscó su rosario en la cabecera para aferrarse a su única arma de fe… pero no estaba. Revisó bajo la almohada, entre las sábanas. Nada.
Sintió un frío recorrerle la espalda, un frío que parecía emanar de los muros mismos. A pesar del terror que le atenazaba las piernas, decidió asomarse al pasillo. Giró el pestillo y abrió la puerta apenas unos centímetros, lo suficiente para asomar la cabeza. Un viento helado le acarició el rostro. El corredor lucía interminable, más oscuro que nunca, aunque las luces danzaban en cada candil.
No había nadie. Ni un solo susurro, ni un crujir. Solo su respiración entrecortada y el leve parpadeo de las lamparillas. Dio un paso afuera para cerciorarse de que no se tratara de una broma de algún compañero… y entonces lo vio.
Allí, colgado del candil sobre su puerta, pendía su rosario, balanceándose suavemente, como si una mano invisible lo hubiera dejado allí para burlarse de su fe.
Bernabé sintió que el corazón se le congelaba en el pecho. Con un cuidado reverente, tomó el rosario, sintiendo cómo su pulso temblaba en cada cuenta. Entró de nuevo a su habitación, cerró la puerta con cuidado y, con la espalda apoyada en la madera, respiró profundo.
Aquella noche, vencido por el cansancio y la certeza de que su fe era su único escudo, se recostó abrazando el rosario contra su pecho. Jamás volvió a escuchar esos pasos. Jamás supo por qué aquella presencia lo eligió para acecharlo en la oscuridad. Quizá fue una prueba. Quizá un juego cruel del mal para quebrar su espíritu.
Pero Bernabé nunca cedió. Años después, convertido en sacerdote, aún recuerda esas noches con un escalofrío en la piel… y con la certeza de que, incluso en el silencio, hay pasos que se acercan solo para medir la fuerza de nuestra fe.

01/07/2025
29/06/2025
Las risas de la Anaya.El siguiente relato es enviado por nuestro amigo Josué López. Nos cuenta una anécdota que se desar...
26/06/2025

Las risas de la Anaya.
El siguiente relato es enviado por nuestro amigo Josué López. Nos cuenta una anécdota que se desarrolla en la ciudad de Puebla, más específicamente en la colonia Rivera Anaya.
Fue cuando cursaba el cuarto año de primaria cuando aprendí que no todas las sonrisas son buenas… Sucedió allá por la década de los noventa, hace algunos años ya, entre tasos y Pepsilindros —la gente de México sabrá a lo que me refiero—, tardes de tareas después de comer y caricaturas del canal 5.
Era común que mi hermana y yo, después de hacer nuestros deberes, nos desapareciéramos a jugar por las tardes con nuestros vecinos. Nos divertíamos bastante: jugábamos de todo, las escondidas, fútbol, básquetbol... Nos escapábamos a la tiendita por un helado, o unas Sabritas y, con el cambio, jugábamos maquinitas. Lo recuerdo con nostalgia y cariño.
Todo ocurría con normalidad: la escuela, los deberes, los juegos... Pero en las noches era otra cosa. La calma del día se veía empañada por varios sucesos paranormales que no tenían explicación alguna. Nosotros vivíamos en la segunda planta de un edificio de cuatro pisos, y algo que recuerdo de manera muy presente es el rechinido de los dos viejos portones metálicos de acceso, que sonaban como lamentos eternos cada que se abrían, generando un aura inquietante y tenebrosa. Por las noches a la hora de dormir, todo se ponía en silencio, nuestros padres y los de nuestros vecinos no nos dejaban jugar a deshoras, pero a pesar de eso se escuchaban muchos ruidos que resultaban molestos, parecía como si varios niños estuvieran jugando con sus patines, o como si lanzaran canicas en el piso de los departamentos de la parte alta. Lo más extraño era que estos ruidos se manifestaban hasta altas horas de la noche, lo que generaba molestia en las familias del complejo. Entre los afectados estábamos nosotros —más que nada mis papás—, porque nosotros, a pesar del ruido, siempre lográbamos conciliar el sueño.
Un buen día, ya harta de los ruidos, mi mamá decidió ir con los vecinos de la planta alta para comentarles la situación y pedirles que pusieran orden con sus hijos, para que no jugaran tan tarde, o al menos no lanzaran canicas ni usaran los patines a esas horas. Pero lo que contestó la vecina los dejó más confundidos que al principio. Resulta que la vecina le juró que sus hijos no hacían esos ruidos, que ellos también los escuchaban... pero los escuchaban en la planta de arriba, es decir, en el cuarto piso. Era muy extraño, porque en nuestro departamento del segundo piso se escuchaban como si los ruidos vinieran de la tercera planta. En el último piso hasta donde teníamos entendido solo vivía una niña pequeña que era muy tranquila, los demás eran adultos. Pero de cualquier forma los ruidos de monedas y canicas ya eran demasiado y la vecina subió al ultimo piso para comentarle la situación, quizás de ese modo se solucionaría el problema.
Pero para su sorpresa, la señora del cuarto piso respondió exactamente lo mismo: que su hija no hacía ruidos a esas horas, que tenía prohibido jugar tan tarde y mucho menos con patines dentro del departamento.
Esto se volvió algo común en todo el edificio. Absolutamente todos los vecinos reportaban esos ruidos: patines, canicas, monedas, juguetes cayendo sobre el piso... Todos en el complejo departamental estaban con esta problemática, con excepción de los vecinos de la última planta.
Eso era algo con lo que todos tuvimos que aprender a vivir.
Una tarde como tantas ya eran como las seis o siete de la tarde, yo jugaba a las escondidas en el estacionamiento. El cielo estaba teñido de rosa, la tarde tibia. De pronto vi a mi mamá salir del departamento. Tenía la cara pálida y los ojos como si acabara de ver algo terrible.
Me vio buscando mi escondite detrás de un coche, se acercó y me dijo:

—Hijo, ahorita vengo, voy a platicar con Gina… —me dijo casi sin mirarme.
Me pareció raro, porque ella no era de salir a chismear. Pero yo, niño al fin, no le di importancia y volví a esconderme tras del coche sin pensarlo más.

Años después, ya viviendo en Tepic, una tarde cualquiera conversando salió ese tema a colación y mi mamá soltó la verdad mientras platicábamos. Fue como abrir una ventana sellada hace mucho.
—Josué… —empezó, bajando la voz—. ¿Te acuerdas cuando vivíamos en la Rivera Anaya? Esa vez que salí y te dije que iba con Gina…
—Sí me acuerdo, ma.
Suspiró. La vi volver a ser aquella mujer de ojos espantados.
—Ese día, ustedes estaban jugando afuera. Yo aproveché para bañarme tranquila. Pero cuando me metí al baño y abrí la regadera, escuché unas risas de niños... claritas, se escuchaba como si vinieran de la sala. Grité: “¡Karen! ¡Josué! ¿Son ustedes?”
Pero nadie contestó. Me puse la toalla, salí a ver… y no había nadie. Todo en silencio. Volví al baño, abrí el agua… y otra vez, esas risas. Eran risas de niños, pero, hijo, yo sé distinguir la risa de mis niños… esas no eran de ustedes.
Se le notaba el miedo aún. Yo sentí un escalofrío.
—Me apuré a bañarme, pero las risas seguían. Ahora estaban fuera del baño. Les grité que dejaran de jugar conmigo, que me los iba a chingar si seguían… pero las risas se burlaban, Josué. No eran risas alegres: eran burlonas, como de chiquillos traviesos que saben que no los puedes encontrar.
Salí, revisé la sala, la cocina… y detrás de la mampara de la cocina escuché cómo se contenían la risa, tapándose la boca…
“¡Ya los encontré!” —grité.
Abrí de golpe… y no había nadie. Ni rastro.
Sentí un frío tan feo que no pensé nada más: agarré lo primero que vi, salí y fue cuando te encontré. Te dije que iba con Gina… pero lo único que quería era huir de esa cosa que no sé qué era, pero no era nada bueno.
Me quedé mudo. Toda mi infancia recordaba ese día como una simple tarde de juegos… sin saber que mi mamá se había tragado su miedo para protegernos.
Hoy entiendo por qué la amo tanto: porque soportó entre otras tantas cosas, las risas de aquellos niños que definitivamente no éramos nosotros… y jamás nos lo dijo.
A veces, cuando recuerdo ese momento de infancia, me pregunto:
¿Quiénes seguían riendo allá arriba, cuando todos ya estábamos dormidos?

25/06/2025

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Ya está arriba el formato largo de nuestra historia "Los niños del Cuarto" Si quieren verlos primero que nadie vayan a v...
25/06/2025

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24/06/2025

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Compilado de historias de terror:  Puga Nayarit – Narraciones de OrnelasTercer historia: "Nunca te voy a dejar”Esta hist...
23/06/2025

Compilado de historias de terror: Puga Nayarit – Narraciones de Ornelas
Tercer historia: "Nunca te voy a dejar”

Esta historia se desarrolló en Francisco I. Madero Puga, Sucedió a finales de los años setenta, principios de los ochenta, cuando la oscuridad en las calles era tan densa como los secretos que a veces se escondían en las casas humildes del pueblo.
La protagonista lleva por nombre Sandra Orozco, una joven originaria de Puga que por esos años estudiaba la carrera de Enfermería en la Universidad Autónoma de Nayarit. Era una muchacha seria, aplicada en sus estudios, como cualquier otra, una chica normal… salvo por una costumbre inquietante que pocos conocían.
Sandra sentía una atracción difícil de explicar por lo oculto, por lo prohibido. Tenía en su poder una tabla Ouija, y desde que descubrió ese mundo se jugar con ella se había convertido en un ritual muy habitual. En el trascurso del día mientras hacia sus actividades contaba los minutos para llegar a su casa y por las noches, luego de cenar y encerrarse en su cuarto, encendía una vela, se sentaba en el piso y colocaba el tablero, allí en la penumbra y al amparo de la luz de su tenue veladora… comenzaba a invocar a quien fuera que se prestara a contactar, Ella no sabía de los peligros, como una joven inexperta para ella solo era un juego, y como tal así iniciaba sus sesiones comenzaba diciendo:
—¿Ouija, quieres jugar conmigo? —preguntaba siempre, casi como un rezo.
Al principio no sucedía nada, sus peticiones eran ignoradas, pero a poco comenzaron las respuestas, comenzó con movimientos suaves del puntero, respuestas vagas y sin sentido. Pero con el tiempo, las manifestaciones comenzaron a intensificarse: ruidos inexplicables, objetos que se caían por sí solos, súbitamente su vela se apagaba y la penumbra se instalaba en su habitación, para ella era el comienzo, después canicas rebotando en el piso sin que nadie las lanzara… Susurros que le erizaban la piel y esa sensación constante de que algo la observaba desde las sombras.
Una noche, sin saber que marcaría su vida para siempre, Después de varios intentos Sandra tuvo éxito y lo logró, pudo contactar de manera más directa, el puntero se giró y comenzó a danzar sobre la tabla, y se dibujó un “Hola” ¿Cómo te llamas? Sandra contestó: Soy Sandra y tú ¿Quién eres?
Y entonces recibió una respuesta clara:
El puntero comenzó a moverse y una a una se fueron uniendo las letras, hasta que se completó la frase
—Yo soy Teresa Soto.
Después de esa tenebrosa presentación con un ente del más allá se marcó un parteaguas, Sus conversaciones duraban hasta entrada la madrugada, el ente logro generar mucha confianza en Sandra se sentía en confianza y de todo hablaban. Algo la empujaba a seguir conversando con ese ser, con Teresa Soto. Teresa, la manifestación se abrió también y le contaba cosas: Le platicaba que ella hacía muchos años que había vivido allí, en Puga. que murió joven, Y que tenía mucha rabia con su familia, ya que ninguno ni parientes cercanos ni lejanos la habían despedido como merecía. Sandra, sin notarlo, se volvió dependiente de esas conversaciones. Teresa Soto desde otra dimensión se convirtió en su mejor confidente… era su amiga, pero Sandra no tenía idea de lo que hacía, No sabía las intenciones de ese ser, pero algo era claro con su compañía Sandra alimentaba a Teresa… Un gran error.
Hasta que un día, en plena sesión, la conversación se tornó extraña, Teresa Soto cambió el tono, y dijo:
Oye, Sandra tengo una inquietud y te quiero preguntar
—¿No me quieres conocer en persona?
Sandra se sobresaltó, sintió como un aliento terroso y frio se escurría por su espalda y hasta los pies. Rápidamente respondio:
—¡No! ¿Cómo crees? ¿Para qué? —respondió con la voz quebrada y su corazón agolpado en el pecho.
La respuesta fue inquietante se hizo dueño el silencio:
Entonces, fue evidente la molestia de “Teresa Soto”, Se comenzó a dibujar en el tablero letra a letra las palabras: ¡Pensé que éramos amigas!... respondió el espíritu, y se recorrió violentamente una silla hasta el extremo del cuarto rompiéndose al chocar con la pared y las cortinas ondearon como banderas al viento, y entonces Teresa Soto dijo:
—Pues no me interesa sino me quieres ver. Yo a ti sí te quiero ver. Bastante me han ignorado en vida tú no lo harás ahora, y me manifestaré, tenlo por seguro tus ojos me van a ver. De día o de noche, pero me vas a ver.
Con el rostro pálido y las manos temblorosas, Sandra cerró la sesión y guardó la tabla. No sabía que hacer, intentó deshacerse de la tabla, pero siempre regresaba, si la tiraba en un baldío al día siguiente estaba sobre su cama como si nada, Intentó quemarla, romperla, pero nada, hasta que supo que no había manera de deshacerse de ella, después un compañero de clase le dijo: si quieres deshacerte de ella, debes regalarla, a alguien o al menos eso tenía entendido. Pero lo que Sandra no sabía… es que ya era demasiado tarde.
Las noches siguientes, Teresa comenzó a meterse en sus sueños. Sandra no había visto su rostro, pero sabía que era ella: una mujer vestida de negro, con el cabello largo y oscuro como la noche misma, flotando en sus pesadillas como una sombra que se negaba a irse. Nunca le mostraba el rostro, pero la presencia era sofocante. Una energía maligna, densa… familiar.
Una noche, tras salir de clases, Sandra abordó el último transporte rumbo a Puga. Eran cerca de las 8:00 p. m., y cuando llegó a la parada del pueblo eran casi a las nueve de la noche. El cielo estaba estrellado, en los pueblos en esos años las personas no salían mucho de noche, por lo que la calle estaba vacía, y aunque había algunas farolas, su luz apenas alumbraba unos metros. Las aceras de adoquín estaban solas y silenciosas. Sandra caminó por ellas con paso rápido, sentía algo raro, no sabía qué, pero algo en el ambiente se sentía mal… como si el pueblo entero contuviera la respiración.
Fue al llegar a las vías del tren, justo detrás del edificio del sindicato, una construcción vieja de cantera, iba aprestando el paso cuando la vio.
Allí, de pie, en medio de las vías, como si ya la estuviera esperando estaba una mujer vestida de negro, con el cabello ondulando como si flotara en agua, sus ropas se suspendían y bailaban de un lado a otro como si el viento soplara. Pero no había ninguna brisa, y el silencio se manifestó como un gigante.
Sandra se detuvo inmediatamente. La respiración se aceleró, su corazón palpitaba recio, y se sentía desvanecer.
—¡Teresa Soto! — Balbuceo bajito.
La mujer como si la hubiese escuchado giró lentamente… y aunque no tenía rostro visible, Sandra supo que la estaba mirando directo. Una sonrisa espeluznante, torcida y antinatural, apareció donde debía estar la boca.
La aparición, al ver el rostro desdibujado de Sandra mostró una mueca de satisfacción, se volteó y comenzó a alejarse, flotando sobre las vías, sin tocar el suelo, hasta llegar al muro del edificio del sindicato. Y ahí… se desvaneció, como si se hubiera fundido con la pared.
Sandra temblaba. Con el rostro desencajado, apretó los dientes y corrió a casa sin mirar atrás.
Apenas y saludo a sus padres, no quiso cenar, se dirigió a su habitación, y ya estando ahí, entre lágrimas y rabia, hizo lo impensable. Como si el miedo le diera valor, sacó la tabla Ouija. Se preparó puso su vela. Colocó sus manos sobre el puntero y comenzó a gritar:
—¡¿Por qué lo hiciste Teresa?! ¡Te dije que no quería verte! ¡! ¡Lárgate de mi casa y de mi vida!
El puntero se movió suavemente. Una respuesta fría apareció:
—Solo quería que me vieras. Te dije que me verías, pero mejor dime: ¿Te gustó mi vestido? Está bonito con ese me sepultaron hace muchos años.
Sandra palideció. Siguió preguntando, suplicando:
—¿Por qué apareces en mis sueños? ¿Por qué no me dejas en paz?
La última respuesta la dejó helada:
—Porque tú ya eres mía… y a pesar de todos y de todo yo nunca te voy a dejar.
Sandra cerró la sesión entre gritos y llanto. Su padre, alarmado, entró a su habitación. Al ver lo que sucedía le arrebato el tablero de la Ouija. Intentó quemarlo, pero fue en vano, Al día siguiente, bendijeron la casa y siguiendo la recomendación buscaron a alguien para regalarle el tablero, unos vecinos que no sabían lo que estaban llevando consigo, se la quedaron…
Pero Sandra, hasta el día de hoy, no sabe si Teresa realmente se fue. Lo que sí, de pronto, le quita el sueño, es la sensación de terror que siente cuando recuerda las palabras de Teresa Soto:
—A pesar de todo y de todos… yo nunca te voy a dejar.

© Oscar Vélez (Velezaurio) 2025

22/06/2025

Ya arriba la segunda Parte de la anécdota compartida desde Puga Nayarit.

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