26/06/2025
No ayudaba en nada. Nada.
Mi hijo se pasaba el día tirado en la cama, con los auriculares puestos, mientras yo me rompía el lomo trabajando, cocinando, limpiando, lavando.
“¡Mamá, haceme un sándwich!”
“¡Mamá, no hay más Coca!”
“¡Mamá, no tengo medias limpias.”
¿Y yo? ¿Quién me hacía un sándwich a mí?
A veces me lo quedaba mirando desde la puerta. Alto, sano, fuerte… y tan cómodo. Era como tener un inquilino que no pagaba ni colaboraba.
Hasta que un día, llegó.
Con ella.
Una chica jovencita, nerviosa, abrazando una mochila y una panza.
—Mamá, tenemos que hablar —dijo, como si fuera el dueño de casa—. Ella se va a quedar un tiempo acá.
—¿Qué? —le pregunté, sin entender.
—Va a tener un bebé. Mi bebé —me dijo, sonriendo, como si me estuviera dando una buena noticia.
—¿Y qué parte pensás hacer vos? ¿Vas a cambiar pañales? ¿Vas a trabajar? ¿Vas a cuidar? Porque hasta ahora no sos capaz ni de levantar tu ropa del piso —le dije, cruzada de brazos.
—Bueno, vos también me tuviste joven, y mi abuela te ayudó —me contestó, en un tono que no me gustó nada.
Ahí me temblaron las manos. Porque sí, es cierto, yo lo crié sola, con esfuerzo. Pero justo por eso, esperaba que él fuera distinto.
—No. No. No me compares con vos. Yo me rompí el alma para darte todo. ¿Y vos qué hacés? ¿Repetís la historia, pero sin siquiera moverte de la cama?
—¿Entonces qué? ¿Nos vas a dejar en la calle? —dijo la chica, con los ojos llenos de lágrimas.
Y ahí me quebré un poco. No por él. Por ella. Por el bebé.
Pero me mantuve firme.
—Yo a vos no te conozco, y no es tu culpa. Pero si él quiere formar una familia, que se haga cargo como un hombre. Este no es un hotel. Y no soy la empleada de nadie.
Agarré una mochila.
Le puse sus cosas.
Y se la tiré en la vereda.
—O aprendés a ser responsable, o seguís tu camino solo. Pero acá, no más.
Cerré la puerta. Me apoyé en ella. Y lloré.
Porque a veces, amar a un hijo también es decirle basta.