04/09/2025
El abuelo que en el asilo escribe cartas que nunca manda, hasta que un enfermero empieza a responderlas como si fueran de su hija.
Don Aurelio tenía las manos temblorosas, pero su letra seguía siendo impecable. Cada mañana, después del desayuno de avena aguada y café sin sabor, se sentaba en la mesa junto a la ventana de su cuarto y desplegaba el papel carta que guardaba como un tesoro en el cajón de su mesa de noche.
"Querida Elena", comenzaba siempre igual. Y luego le contaba a su hija todo lo que había pasado en su día, en su semana, en los largos meses que llevaba en el asilo San Francisco.
—Hoy amaneció lloviendo y me acordé de cuando eras pequeña y te gustaba salir a mojarte al patio. Tu madre se enojaba conmigo porque te dejaba, pero yo veía tanta alegría en tus ojos... El jardín de aquí está bonito, han plantado rosas rojas como las que tenía tu mamá.
Escribía durante horas, con esa caligrafía perfecta que había aprendido en su juventud, cuando ser maestro rural significaba escribir en la pizarra con tiza blanca y enseñar a leer a niños descalzos. Le contaba de los otros residentes, de la señora Carmen que siempre perdía sus lentes, del señor Rodrigo que tocaba guitarra en las tardes, de las enfermeras que a veces tenían prisa pero otras veces se quedaban a conversar.
Terminaba cada carta igual: "Te amo mucho, hija. Espero verte pronto. Tu papá que no te olvida."
Pero las cartas nunca salían de su cuarto. Las doblaba con cuidado, las metía en sobres que había pedido prestados, escribía una dirección que ya no existía, y las guardaba en una caja de zapatos bajo su cama.
Andrés era enfermero desde hacía cinco años, pero llevaba apenas dos meses trabajando en el asilo San Francisco. Era un trabajo duro, mal pagado, pero necesitaba el dinero para terminar sus estudios de medicina. Al principio, los residentes eran solo nombres en expedientes, medicamentos por administrar, rutinas por cumplir.
Pero don Aurelio le llamó la atención desde el primer día.
—¿Por qué escribe tanto? —le preguntó a su supervisora, la enfermera Marta, una mujer mayor que conocía a cada residente como si fueran su propia familia.
—Cartas a su hija —respondió Marta, con una tristeza en la voz que Andrés no entendió—. Lleva haciéndolo desde que llegó, hace dos años.
—¿Y ella no le responde?
Marta lo miró con esos ojos que había visto demasiado.
—Elena murió en un accidente hace tres años, hijo. Don Aurelio lo sabe, estuvo en el funeral. Pero su mente... a veces se protege de maneras extrañas.
Andrés sintió un n**o en el estómago. Durante las siguientes semanas observó a don Aurelio escribir sus cartas diarias, verlo esperar alguna respuesta que nunca llegaría, escucharlo preguntarle al cartero imaginario si había algo para él.
Una tarde, mientras limpiaba el cuarto de don Aurelio, vio la caja de zapatos entreabierta. Decenas de cartas, todas dirigidas a Elena Morales, todas con la dirección de una casa que ya no era suya, todas con el sello de un amor que se negaba a aceptar la despedida.
Esa noche, Andrés no pudo dormir. Pensó en su propia abuela, que había mu**to cuando él tenía quince años. Pensó en todas las conversaciones que nunca tuvieron, en todas las cartas que él nunca le escribió.
Al día siguiente, después de su turno, Andrés hizo algo que sabía que podría meterlo en problemas. Tomó papel y pluma, y comenzó a escribir:
"Querido papá, perdóname por no haberte escrito antes..."
No fue fácil. ¿Cómo imaginar la voz de una hija que ya no estaba? ¿Cómo responder a un amor tan puro sin mentir, pero sin lastimar? Andrés recordó las conversaciones que había escuchado entre don Aurelio y sus compañeros de cuarto, las historias que el viejo contaba sobre Elena cuando era niña, sus anécdotas sobre la época en que ella estudió enfermería, como él.
La primera carta la dejó en el buzón improvisado que tenían en la recepción del asilo, dirigida a don Aurelio.
Al día siguiente, durante su ronda de medicamentos, vio a don Aurelio sentado en su cama, con una carta en las manos y lágrimas rodando por sus mejillas.
—¿Está todo bien, don Aurelio? —preguntó Andrés, fingiendo preocupación.
—¡Mi Elena me escribió! —exclamó el anciano, con una sonrisa que Andrés no le había visto antes—. Mira, mira lo que dice: "Papá, estoy bien, muy ocupada con el trabajo en el hospital, pero siempre pienso en ti. Me da mucha alegría saber que estás cuidándote y que has hecho amigos ahí."
Andrés sintió un calor extraño en el pecho.
—Qué bueno, don Aurelio. ¿Le va a responder?
—¡Por supuesto! Tengo tanto que contarle.
Y así comenzó una correspondencia imposible. Don Aurelio escribía sus cartas llenas de amor y nostalgia, y Andrés respondía como Elena, imaginando a una hija cariñosa que trabajaba como enfermera en un hospital de la capital, que estaba enamorada de un doctor bueno, que pensaba en casarse pero quería que su papá conociera primero al novio.
—¿Sabes qué me escribió Elena hoy? —le contó don Aurelio a la señora Carmen durante el almuerzo—. Que va a venir a visitarme el mes que viene. ¡Hace tanto que no la veo!
Andrés, que servía la comida en esa mesa, sintió una punzada de pánico. ¿Qué pasaría cuando llegara el mes que viene y Elena no apareciera?
Esa noche escribió una carta más larga:
"Papá querido, lamento decirte que no voy a poder ir este mes como te prometí. Han surgido emergencias en el hospital y no puedo tomarme días libres. Pero quiero que sepas que aunque no esté físicamente ahí, mi corazón siempre está contigo. Cada día pienso en las historias que me contabas cuando era pequeña, en las canciones que me cantabas, en todo lo que me enseñaste. Eres el mejor papá del mundo."
Cuando don Aurelio leyó esa carta, no se veía triste. Se veía en paz.
—Mi Elena es muy trabajadora —le dijo a Andrés—. Igual que su madre. Siempre poniendo a los demás antes que a ella misma.
Los meses pasaron. Andrés perfeccionó su escritura femenina, aprendió a imitar el tipo de papel que usaría una enfermera joven, incluso conseguía estampillas de diferentes ciudades para hacer más creíble la correspondencia.
Le contaba a don Aurelio, a través de las cartas de Elena, sobre su trabajo en el hospital, sobre el doctor Miguel con quien estaba saliendo, sobre los pacientes que la hacían reír, sobre cómo extrañaba la comida que él le preparaba cuando era niña.
—¿Sabes qué? —le dijo don Aurelio una tarde mientras Andrés le tomaba la presión—. Creo que Elena se va a casar pronto. En su última carta me contó que Miguel le pidió permiso para pedirle la mano.
—¿Y qué le va a responder usted?
—Que sí, por supuesto. Mientras la haga feliz... Aunque me da un poco de tristeza que ya no sea mi niña pequeña.
Andrés sonrió, pensando en la carta que escribiría esa noche, donde Elena le contaría a su papá sobre la propuesta de matrimonio, sobre lo nerviosa que estaba, sobre cómo quería que él la acompañara al altar.
Pero una mañana, don Aurelio no se levantó para el desayuno. Andrés lo encontró en su cama, con una sonrisa pacífica, sosteniendo la última carta de Elena entre sus manos. La carta donde ella le decía cuánto lo amaba, donde le agradecía por haberle enseñado a ser fuerte, donde le prometía que lo llevaría siempre en su corazón.
En el funeral de don Aurelio, Andrés conoció a los pocos familiares que tenía: unos sobrinos que vivían lejos y que apenas lo visitaban. Cuando le preguntaron sobre sus pertenencias, Andrés pensó en la caja de zapatos llena de cartas.
—Solo tenía algunas cartas —les dijo—. Nada de valor.
Esa noche, en su cuarto, Andrés leyó todas las cartas que don Aurelio había escrito a Elena. Historias de amor paternal, recuerdos de una infancia feliz, la soledad de un hombre que nunca dejó de ser padre aunque su hija ya no estuviera.
Y también leyó sus propias cartas, las respuestas que había escrito como Elena. Se dio cuenta de que, sin saberlo, había aprendido a amar como ama un padre. Había descubierto la generosidad de un amor que no espera nada a cambio, que se da completamente sin condiciones.
Al final de la caja, encontró una carta que don Aurelio había empezado a escribir el día antes de morir, pero que no había terminado:
"Querida Elena, hoy soñé contigo. Estabas vestida de blanco, como el día de tu primera comunión, y me sonreías. Sé que pronto vamos a estar juntos otra vez. Mientras tanto, quiero que sepas que estos últimos años, recibir tus cartas me ha hecho el hombre más feliz del mundo. Gracias por no olvidar a tu viejo papá. Gracias por..."
Andrés cerró la carta sin terminar y lloró por primera vez desde que era niño. Lloró por don Aurelio, por Elena, por todos los padres e hijos que se aman a la distancia, por todas las cartas que nunca se escriben, por todas las palabras que nunca se dicen.
Al día siguiente, Andrés renunció al asilo. No porque el trabajo fuera duro, sino porque había entendido algo fundamental: tenía que llamar a sus propios padres, tenía que escribirles cartas reales, tenía que decirles que los amaba antes de que fuera demasiado tarde.
Pero antes de irse, escribió una última carta:
"Querido don Aurelio, soy Elena. Gracias por amarme tanto. Gracias por enseñarme que el amor verdadero no conoce fronteras, ni siquiera la muerte. Nos vemos pronto, papá. Su hija que lo ama eternamente."
La dejó sobre la tumba de don Aurelio, junto a un ramo de rosas rojas como las que tenía su esposa en el jardín de la casa donde Elena creció, donde fue feliz, donde aprendió que ser amado es el regalo más grande que puede recibir una persona.
El viento se llevó la carta esa misma tarde, como si fuera un mensaje que finalmente había llegado a su destino.
Crédito a su autor