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12/03/2022

Unfair hero - arena of valor

06/03/2022

Arena of valor - game play Roxie - MVP

26/10/2021

Hijo de Satanás - Bukowski

Yo tenía once años y mis dos compinches, Hass y Morgan, tenían doce. Era verano, no había colegio y nos sentábamos en la hierba que estaba detrás del garaje de mi padre y fumábamos ci*******os.

– Mi**da -dije. Estaba sentado bajo un árbol. Morgan y Hass estaban sentados con la espalda contra el garaje.

– ¿Qué te pasa? -preguntó Morgan.

– Tenemos que cogerlo -dije-. ¡Es una vergüenza para este barrio!

– ¿A quién? -preguntó Hass.

– A Simpson -dije.

– Sí -dijo Hass-, tiene demasiadas pecas. Me pone nervioso.

– No, no es eso -dije.

– ¿Ah, no? -dijo Morgan.

– No. Simpson asegura que la semana pasada se folló a una chica debajo de mi casa. ¡Es mentira! -dije.

– Seguro que sí -dijo Hass.

– No sabe -dijo Morgan.

– Lo que sí sabe es decir mentiras -dije.

– No aguanto a los mentirosos -dijo Hass, soltando un aro de humo.

– No me gusta oír esas tonterías de un tipo con pecas -dijo Morgan.

– Bueno, entonces quizá deberíamos ir a verle -sugerí.

– ¿Por qué no? -dijo Hass.

– Vamos -dijo Morgan.

Bajamos por la calle de Simpson y allí estaba, jugando al balonmano contra la puerta del garaje.

– Eh -dije-, ¡mirad quién está jugando consigo mismo!

Simpson cogió la pelota al rebote y se volvió hacia nosotros.

– ¿Qué hay, chicos?

Lo rodeamos.

– ¿Te has follado a alguna chica debajo de alguna casa últimamente? -le preguntó Morgan.

– Nnno, no.

– ¿Cómo que no? -preguntó Hass.

– No, no lo sé.

– No creo que nunca te hayas hecho a alguien más que a ti mismo -dije.

– Tengo que entrar -dijo Simpson-. Mi madre ha dicho que tengo que lavar los platos.

– Tu madre tiene platos ahí donde no le da el sol -dijo Morgan.

Nos reímos. Nos acercamos un poco a Simpson y sin más le propiné un fuerte derechazo en el estómago. Se dobló hacia adelante, sujetándose la tripa. Se quedó así medio minuto, luego se enderezó.

– Mi papá volverá a casa de un momento a otro -nos dijo.

– ¿Ah, sí? ¿Y tu papá también se folla niñas debajo de las casas? – pregunté.

– No.

Nos reímos.

Simpson no decía nada.

– Mirad esas pecas -dijo Morgan-. Cada vez que se folla a alguien debajo de una casa le sale una peca nueva.

Simpson no decía nada. Parecía más asustado.

– Yo tengo una hermana -dijo Hass-. ¿Cómo sé que no intentarás fo**arte a mi hermana debajo de alguna casa?

– Nunca haría eso, Hass, ¡te lo juro!

– ¿Ah, sí?

– Sí, ¡lo digo en serio!

– Bueno, ¡éste es sólo para que no lo hagas!

Hass le dio un fuerte puñetazo a Simpson en el estómago. Simpson volvió a doblarse. Hass se agachó, cogió un puñado de tierra y se lo metió a Simpson por el cuello de la camisa. Simpson se enderezó. Tenía los ojos llenos de lágrimas. ¡Qué mariquita!

– Dejadme que me vaya, chicos, por favor!

– ¿A dónde vas a ir? -le pregunté-. ¿A esconderte debajo de las faldas de tu madre mientras los platos le caen del chocho?

– Tú nunca te has follado a nadie -dijo Morgan-, ¡ni siquiera tienes pito! ¡Tú meas por la oreja!

– Como te vea alguna vez mirando a mi hermana -dijo Hass-, ¡te vas a llevar una paliza que te vas a quedar hecho una peca como una catedral!

– Dejadme que me vaya, por favor! Tuve ganas de dejarle ir. A lo mejor no se había follado a nadie. A lo mejor sólo había estado soñando despierto. Pero yo era el joven líder. No podía demostrar compasión.

– Tú te vienes con nosotros, Símpson.

– ¡No!

– ¿No? ¡Y un cojón! ¡Tú te vienes con nosotros! ¡En marcha! ¡Ya! Me puse detrás de él y le di una patada en el trasero, bien fuerte. Pegó un chillido.

– ¡CÁLLATE! -grité-. ¡CÁLLATE O TE VAS A GANAR UNA PEOR! ¡EN MARCHA! ¡YA!

Lo sacamos por el camino de su casa, cruzamos el jardín, entramos en el camino de la mía y lo llevamos a mi patio de atrás.

-¡Firme! ¡Ar! -dije-. ¡Manos a los costados! ¡Vamos a formar un consejo de guerra!

Me volví hacia Morgan y Hass y dije:

– Todos los que crean que este hombre ha mentido al decir que se ha follado a una niña debajo de mi casa, que digan ahora «culpable»!

– Culpable -dijo Hass.

– Culpable -dijo Morgan.

– Culpable -dije yo.

Me volví hacia el prisionero.

– Simpson, ¡se te ha declarado culpable! Entonces sí que empezaron a caerle lágrimas de verdad a Simpson.

– Yo no he hecho nada! -decía sollozando.

– Pues de eso es de lo que eres culpable -dijo Hass-. ¡De mentir!

– Pero si vosotros siempre estáis mintiendo!

– Pero no en lo de fo**ar -dijo Morgan.

– De eso es de lo que más mentís, de vosotros lo he aprendido!

– Cabo -me volví hacia Hass-, ¡amordace al prisionero! ¡Estoy harto de sus jodidas mentiras!

– ¡Sí, señor! Hass corrió hacia el tendedero. Cogió un pañuelo y un trapo de cocina. Mientras sosteníamos a Simpson, le metió el pañuelo en la boca y después lo amordazó con el trapo de cocina. Simpson hizo unos ruidos como de arcadas y cambió de color.

– ¿Creéis que puede respirar? -preguntó Morgan.

– Puede respirar por la nariz -dije.

– Sí -corroboró Hass.

– ¿Y ahora qué hacemos? -preguntó Morgan.

– El prisionero es culpable, ¿no? -pregunté.

– Sí.

– Bueno, ¡como juez lo sentencio a ser colgado por el cuello hasta morir! Simpson emitió unos ruidos por debajo de la mordaza. Sus ojos nos miraban, suplicantes. Corrí al garaje y cogí la cuerda. Había un buen trozo cuidadosamente enrollado y colgando de un enorme clavo en la pared del garaje. No tenía ni idea de por qué tenía mi padre aquella cuerda. Que yo supiera, nunca la había usado. Ahora iba a ser utilizada. Salí con la cuerda. Simpson echó a correr. Hass salió disparado tras él. Le hizo un placaje y lo tiró al suelo. Lo giró sobre sus espaldas y comenzó a pegarle en la cara. Corrí hacia ellos y con el extremo de la cuerda crucé fuertemente la cara de Hass. Éste dejó de pegar. Levantó la mirada hacia mí.

– Hijo de p**a, ¡te voy a romper el c**o a patadas!

– Como juez, mi veredicto ha sido que se cuelgue a este hombre! ¡Y así será! ¡SUELTEN AL PRISIONERO!

– ¡Te voy a romper el c**o a patadas!

– Primero vamos a colgar al prisionero! ¡Después tú y yo arreglaremos cuentas!

– De eso puedes estar seguro -dijo Hass.

– ¡Póngase en pie el prisionero! -dije. Hass se quitó de encima y Simpson se puso de pie. Tenía la nariz ensangrentada y la pechera de la camisa manchada. La sangre era de un rojo muy brillante. Simpson parecía resignado. Ya no lloriqueaba, pero su mirada era de terror, era horrible de ver.

­– Dame un ci******lo -le dije a Morgan. Me puso uno en la boca.

– Enciéndemelo -dije. Morgan encendió el ci******lo y di una calada. Entonces, manteniendo el ci******lo entre los labios, eché el humo por la nariz, mientras hacía un n**o corredizo en el extremo de la cuerda.

– Poned al prisionero en el porche! -ordené. Había un porche trasero. Encima del porche había un saliente. Lancé la cuerda por encima de una viga, luego tiré del n**o corredizo, que quedó frente a la cara de Simpson. Yo no quería continuar con aquello ni un minuto más. Creía que Simpson ya había sufrido bastante, pero yo era el líder e iba a tener que pelear con Hass después y no podía demostrar debilidad.

– Tal vez no debiéramos -dijo Morgan.

– Este hombre es culpable! -grité.

– ¡Exacto! -gritó Hass-. ¡Vamos a colgarlo!

– Mirad, se ha meado encima -dijo Morgan. Era verdad, había una mancha oscura en la parte delantera de los pantalones de Símpson e iba creciendo.

– No tiene agallas -dije. Pasé la soga por la cabeza de Simpson. Di un tirón a la cuerda y levanté a Simpson hasta que quedó de puntillas. Después cogí el otro extremo de la cuerda y lo até a un grifo que había a un lado de la casa. Hice un n**o bien fuerte y grité:

– ¡Vámonos!

Miramos a Simpson colgado allí de puntillas. Giraba muy lentamente y tenía ya aspecto de mu**to. Eché a correr. Morgan y Hass salieron corriendo conmigo. Corrimos a lo largo de la entrada y luego Morgan se separó rumbo a su casa y Hass rumbo a la suya. Me di cuenta de que yo no tenía adónde ir. Hass, pensé, o te has olvidado de la pelea o no querías pelear. Me quedé de pie en la acera durante un minuto aproximadamente, luego volví corriendo al patio trasero. Simpson seguía girando. Muy levemente. Nos habíamos olvidado de atarle las manos. Las tenía levantadas, intentando aliviar la presión de la soga en el cuello, pero le resbalaban. Corrí hacia el grifo, desaté la cuerda y la solté. Símpson golpeó el suelo del porche, luego rodó hasta el césped. Quedó boca abajo. Le di la vuelta y le desaté la mordaza. Tenía mal aspecto. Parecía como si fuera a morirse. Me incliné sobre él.

– Oye, hijo de p**a, no te mueras, yo no quería matarte, de verdad. Si te mueres, lo siento. ¡Pero si no te mueres y alguna vez se lo cuentas a alguien, entonces seguro que te rompo el c**o! ¿entendido?

Simpson no le contestó. Simplemente me miró. Tenía un aspecto horrible. Tenía la cara púrpura y quemaduras de soga en el cuello. Me levanté. Lo miré durante un rato. No se movía. Tenía mal aspecto. Creí que me iba a desmayar, pero me recompuse. Respiré profundamente y subí por el camino. Eran alrededor de las cuatro de la tarde. Eché a andar. Bajé hacia el bulevar y seguí andando. Iba pensando. Me sentía como si mi vida hubiese acabado. Simpson había sido siempre un solitario. Probablemente un tipo que estaba solo. Nunca se mezclaba con nosotros, los otros chicos. Era raro en ese sentido. Tal vez fuera eso lo que nos molestaba de él.

Sin embargo, había algo agradable en él. Por un lado, me sentía como si hubiese hecho algo muy malo, y por otro no. Sobre todo tenía esa sensación de vacío que se concentra en el estómago. Anduve y anduve. Fui hasta la autopista y volví. Los zapatos me estaban destrozando los pies. Mis padres siempre me compraban zapatos baratos. El buen aspecto les duraba alrededor de una semana más o menos, después el cuero se cuarteaba y las uñas comenzaban a asomar a través de las suelas. De todas formas, seguí andando. Cuando llegué a mi casa era casi de noche. Bajé lentamente por el camino de entrada hacia el patio trasero. Simpson no estaba allí. Y la cuerda había desaparecido. Tal vez estuviese mu**to. Tal vez estuviese en otro sitio. Eché una mirada alrededor. El rostro de mi padre apareció enmarcado por la puerta de tela metálica.

– Entra -dijo.

Subí los escalones del porche y pasé por delante de él.

– Tu madre no ha regresado todavía. Afortunadamente. Vete a tu habitación. Quiero tener una pequeña charla contigo. Entré en mi habitación, me senté en el borde de la cama y bajé la mirada hacia mis zapatos baratos. Mi padre era un hombre grande, 1,89 m. Tenía una cabeza grande y unos ojos que colgaban bajo unas cejas tupidas. Tenía los labios gruesos y las orejas grandes. Era despreciable sin siquiera proponérselo.

– ¿Dónde estabas? -preguntó.

– Andando.

– Andando. ¿Por qué?

– Me gusta andar.

– ¿Desde cuándo?

– Desde hoy.

Hubo un largo silencio. Después volvió a hablar.

– ¿Qué ha pasado hoy en nuestro patio?

– ¿Está mu**to?

– ¿Quién?

– Le advertí que no hablara. Si lo ha hecho es que no está mu**to.

– No, no está mu**to. Y sus padres iban a llamar a la policía. Me costó mucho rato convencerlos de que no lo hicieran. ¡Si hubiesen llamado a la policía tu madre se habría mu**to del disgusto! ¿Te das cuenta? No contesté.

– Tu madre se habría mu**to del disgusto.¿Te das cuenta? No contesté.

– He tenido que darles dinero para que no dijeran nada. Además, tendré que pagar la cuenta del médico. ¡Te voy a dar la paliza de tu vida! ¡Ahora vas a aprender! ¡No voy a criar un hijo que ni siquiera sabe vivir entre personas! Estaba allí de pie, en la puerta, sin moverse. Miré sus ojos bajo aquellas cejas, aquel corpachón.

– Quiero que venga la policía -dije-. No quiero saber nada de ti. Llama a la policía.

Vino lentamente hacia mí.

– La policía no entiende a la gente como tú. Me levanté de la cama y cerré los puños.

– Venga -dije-. ¡Vamos a pelear! Se echó sobre mí de repente. Sentí un destello de luz cegadora y un golpe tan fuerte que, en realidad, no lo sentí. Estaba en el suelo. Me levanté.

– Más vale que me mates -le dije-, porque si no, cuando yo sea suficientemente mayor te mataré! El siguiente golpe me mandó rodando debajo de la cama. Parecía un buen sitio donde estar. Levanté la vista hacia los muelles y sentí que nunca había visto nada tan amistoso y maravilloso como aquellos muelles de allí arriba. Entonces me reí, era una risa de puro miedo, pero me reí y me reí porque de pronto se me ocurrió que tal vez Símpson si se había follado a una niña debajo de mi casa.

– ¿De qué te ríes? -gritó mi padre-. ¡Tú debes de ser Hijo de Satanás, tú no eres hijo mío! Vi su enorme mano metiéndose debajo de la cama, buscándome. Cuando la tuve cerca la cogí con las dos manos y la mordí con todas mis fuerzas. Se oyó un aullido feroz y la mano se retiró. Mi boca tenía un sabor a carne fresca, escupí. Entonces me di cuenta de que aunque Simpson no estaba mu**to era muy probable que yo sí lo estuviera muy pronto.

– Muy bien -oí decir a mi padre por lo bajo-, ahora sí que te la has ganado y te juro que te la vas a llevar. Esperé, y mientras esperaba lo único que oía eran ruidos extraños. Oía pájaros, oía el ruido de los coches que pasaban, oía incluso mi corazón palpitando y la sangre circulando por todo el cuerpo. Oía a mi padre respirar, entonces me arrastré hasta quedar exactamente debajo del centro de la cama y esperé a ver qué pasaba.

https://youtu.be/75FN4MNQ99g
14/03/2021

https://youtu.be/75FN4MNQ99g

Hola, subo un cuento todos los días por la noche.Guy de Maupassant (1850-1893) nació en una familia de la alta burguesíafrancesa. A los dieciocho años fue ex...

A copy ...
22/11/2020

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20/11/2020

Un fragmento de Blake (tomado de The Marriage of heaven and hell):

"Los Poetas de la antigüedad animaron todos los objetos sensibles con Dioses o Genios, nombrándolos y adornándolos con las propiedades de bosques, ríos, montañas, lagos, ciudades, naciones, y todo lo que sus dilatados y numerosos sentidos podían percibir.
"Particularmente, estudiaron el genio de cada ciudad y país, colocándolo bajo la potestad de su deidad espiritual.
"Hasta que se estableció un sistema, del que algunos sacaron provecho, y esclavizaron al vulgo con el intento de dar realidad o abstraer las deidades mentales de sus objetos: así comenzó el Sacerdocio, escogiendo formas de culto de entre los relatos poéticos.
"Finalmente, dictaminaron que los Dioses mismos así lo habían dispuesto.
"Así fue como los hombres olvidaron que Todas las deidades residen en el corazón humano."

10/11/2020
12/10/2020
09/10/2020

La gallina degollada
Por:

Horacio Quiroga

Todo el día, sentados en el patio en un banco, estaban los cuatro hijos id**tas del matrimonio Mazzini-Ferraz. Tenían la lengua entre los labios, los ojos estúpidos y volvían la cabeza con la boca abierta.

El patio era de tierra, cerrado al oeste por un cerco de ladrillos. El banco quedaba paralelo a él, a cinco metros, y allí se mantenían inmóviles, fijos los ojos en los ladrillos. Como el sol se ocultaba tras el cerco, al declinar los id**tas tenían fiesta. La luz enceguecedora llamaba su atención al principio, poco a poco sus ojos se animaban; se reían al fin estrepitosamente, congestionados por la misma hilaridad ansiosa, mirando el sol con alegría be***al, como si fuera comida.

Otras veces, alineados en el banco, zumbaban horas enteras, imitando al tranvía eléctrico. Los ruidos fuertes sacudían asimismo su inercia, y corrían entonces, mordiéndose la lengua y mugiendo, alrededor del patio. Pero casi siempre estaban apagados en un sombrío letargo de idiotismo, y pasaban todo el día sentados en su banco, con las piernas colgantes y quietas, empapando de glutinosa saliva el pantalón.

El mayor tenía doce años, y el menor ocho. En todo su aspecto sucio y desvalido se notaba la falta absoluta de un poco de cuidado maternal.

Esos cuatro id**tas, sin embargo, habían sido un día el encanto de sus padres, A los tres meses de casados, Mazzini y Berta orientaron su estrecho amor de marido y mujer, y mujer y marido, hacia un porvenir mucho más vital, un hijo. ¿Qué mayor dicha para dos enamorados que esa honrada consagración de su cariño, libertado ya del vil egoísmo de un mutuo amor sin fin ninguno y, lo que es peor para el amor mismo, sin esperanzas posibles de renovación?

Así lo sintieron Mazzini y Berta, y cuando el hijo llegó, a los catorce meses de matrimonio, creyeron cumplida su felicidad. La criatura creció, bella y radiante, hasta que tuvo año y medio. Pero en el vigésimo mes sacudiéronlo una noche convulsiones terribles, y a la mañana siguiente no conocía más a sus padres. El médico lo examinó con esa atención profesional que está visiblemente buscando las causas del mal en las enfermedades de los padres.

Después de algunos días los miembros paralizados recobraron el movimiento, pero la inteligencia, el alma, aun el instinto, se habían ido del todo, había quedado profundamente id**ta, baboso, colgante, mu**to para siempre sobre las rodillas de su madre.

—¡Hijo, mi hijo querido! —sollozaba ésta, sobre aquella espantosa ruina de su primogénito.

El padre, desolado, acompañó al médico afuera.

—A usted se le puede decir, creo que es un caso perdido. Podrá mejorar, educarse en todo lo que le permita su idiotismo, pero no más allá.

—¡Sí! ¡sí! —asentía Mazzini—. Pero dígame. ¿Usted cree que es herencia, que?…

—En cuanto a la herencia paterna, ya le dije lo que creía cuando vi a su hijo. Respecto a la madre, hay allí un pulmón que no sopla bien. No veo nada más, pero hay un soplo un poco rudo. Hágala examinar bien.

Con el alma destrozada de remordimiento, Mazzini redobló el amor a su hijo, el pequeño id**ta que pagaba los excesos del abuelo. Tuvo asimismo que consolar, sostener sin tregua a Berta, herida en lo más profundo por aquel fracaso de su joven maternidad. Como es natural, el matrimonio puso todo su amor en la esperanza de otro hijo. Nació éste, y su salud y limpidez de risa reencendieron el porvenir extinguido. Pero a los dieciocho meses las convulsiones del primogénito se repetían, y al día siguiente amanecía id**ta.

Esta vez los padres cayeron en honda desesperación. ¡Luego su sangre, su amor estaban malditos! ¡Su amor, sobre todo! Veintiocho años él, veintidós ella, y toda su apasionada ternura no alcanzaba a crear un átomo de vida normal. Ya no pedían más belleza e inteligencia como en el primogénito: ¡pero un hijo, un hijo como todos!

Del nuevo desastre brotaron nuevas llamaradas de dolorido amor, un loco anhelo de redimir de una vez para siempre la santidad de su ternura. Sobrevinieron mellizos, y punto por punto repitióse el proceso de los dos mayores.

Mas, por encima de su inmensa amargura, quedaba a Mazzini y Berta gran compasión por sus cuatro hijos. Hubo que arrancar del limbo de la más honda animalidad, no ya sus almas, sino el instinto mismo abolido. No sabían deglutir, cambiar de sitio, ni aun sentarse. Aprendieron al fin a caminar, pero chocaban contra todo, por no darse cuenta de los obstác**os. Cuando los lavaban mugían hasta inyectarse de sangre el rostro. Animábanse sólo al comer, o cuando veían colores brillantes u oían truenos. Se reían entonces, echando afuera lengua y ríos de baba, radiantes de frenesí be***al. Tenían, en cambio, cierta facultad imitativa, pero no se pudo obtener nada más.

Con los mellizos pareció haber concluido la aterradora descendencia. Pero pasados tres años desearon de nuevo ardientemente otro hijo, confiando en que el largo tiempo transcurrido hubiera aplacado a la fatalidad.

No satisfacían sus esperanzas. Y en ese ardiente anhelo que se exasperaba, en razón de su infructuosidad, se agriaron. Hasta ese momento cada cual había tomado sobre sí la parte que le correspondía en la miseria de sus hijos, pero la desesperanza de redención ante las cuatro bestias que habían nacido de ellos, echó afuera esa imperiosa necesidad de culpar a los otros, que es patrimonio específico de los corazones inferiores.

Iniciáronse con el cambio de pronombres: tus hijos. Y como a más del insulto había la insidia, la atmósfera se cargaba.

—Me parece —díjole una noche Mazzini, que acababa de entrar y se lavaba las manos— que podrías tener más limpios a los muchachos.

Berta continuó leyendo como si no hubiera oído.

—Es la primera vez —repuso al rato— que te veo inquietarte por el estado de tus hijos.

Mazzini volvió un poco la cara a ella con una sonrisa forzada.

—De nuestros hijos, ¿me parece?

—Bueno; de nuestros hijos. ¿Te gusta así? —alzó ella los ojos.

Esta vez Mazzini se expresó claramente.

—¿Creo que no vas a decir que yo tenga la culpa, no?

—¡Ah, no! —se sonrió Berta, muy pálida— ¡pero yo tampoco, supongo!… ¡No faltaba más!… —murmuró.

—¿Qué, no faltaba más?

—¡Que si alguien tiene la culpa, no soy yo, entiéndelo bien! Eso es lo que te quería decir.

Su marido la miró un momento, con brutal deseo de insultarla.

—¡Dejemos! —articuló, secándose por fin las manos.

—Como quieras; pero si queres decir…

—¡Berta!

—¡Como quieras!

Este fue el primer choque y le sucedieron otros. Pero en las inevitables reconciliaciones, sus almas se unían con doble arrebato y locura por otro hijo.

Nació así una niña. Vivieron dos años con la angustia a flor de alma, esperando siempre otro desastre. Nada acaeció, sin embargo, y los padres pusieron en ella toda su complacencia, que la pequeña llevaba a los más entremos límites del mimo y la mala crianza.

Si aún en los últimos tiempos Berta cuidaba siempre de sus hijos, al nacer Bertita olvidóse casi del todo de los otros. Su solo recuerdo la horrorizaba, como algo atroz que la hubieran obligado a cometer. A Mazzini, bien que en menor grado, pasábale lo mismo.

No por eso la paz había llegado a sus almas. La menor indisposición de su hija echaba ahora afuera, con el terror de perderla, los rencores de su descendencia podrida. Habían acumulado hiel sobrado tiempo para que el vaso no quedara distendido, y al menor contacto el veneno se vertía afuera. Desde el primer disgusto empozoñado habíanse perdido el respeto, y si hay algo a que el hombre se siente arrastrado con cruel fruición, es, cuando ya se comenzó, a humillar del todo a una persona. Antes se contenían por la mutua falta de éxito, ahora que éste había llegado, cada cual, atribuyéndolo a sí mismo, sentía mayor la infamia de los cuatro engendros que el otro habíale forzado a crear.

Con estos sentimientos, no hubo ya para los cuatro hijos mayores afecto posible. La sirvienta los vestía, les daba de comer, los acostaba, con visible brutalidad. No los lavaban casi nunca. Pasaban casi todo el día sentados frente al cerco, abandonados de toda remota caricia.

De este modo Bertita cumplió cuatro años, y esa noche, resultado de las golosinas que era a los padres absolutamente imposible negarle, la criatura tuvo algún escalofrío y fiebre. Y el temor a verla morir o quedar id**ta, tornó a reabrír la eterna llaga.

Hacía tres horas que no hablaban, y el motivo fue, como casi siempre, los fuertes pasos de Mazzini.

—¡Mi Dios! ¿No puedes caminar mas despacio? ¿Cuántas veces?

—Bueno, es que me olvido; ¡se acabó! No lo hago a propósito.

Ella se sonrió, desdeñosa:

—¡No, no te creo tanto!

—Ni yo, jamás, te hubiera creído tanto a ti, ¡tisiquilla!

—¡Qué! ¿Qué dijiste?…

—¡Nada!

—¡Sí, te oí algo! Mira, ¡no se lo que dijiste; pero te juro que prefiero cualquier cosa a tener un padre como el que has tenido tú!

Mazzini se puso pálido.

—¡Al fin! —murmuró con los dientes, apretados—. ¡Al fin, víbora, has dicho lo que querías!

—¡Sí, víbora, sí! Pero yo he tenido padres sanos, ¿oyes?, ¡sanos! ¡Mi padre no ha mu**to de delirio! ¡Yo hubiera tenido hijos como los de todo el mundo! ¡Esos son hijos tuyos, los cuatro tuyos!

Mazzini explotó a su vez.

—¡Víbora tísica! ¡Eso es lo que te dije, lo que te quiero decir! ¡Pregúntale, pregúntale al médico quién tiene la mayor culpa de la meningitis de tus hijos mi padre o tu pulmón picado, víbora!

Continuaron cada vez con mayor violencia, hasta que un gemido de Bertita selló instantáneamente sus bocas. A la una de la mañana la ligera indigestión había desaparecido, y como pasa fatalmente con todos los matrimonios jóvenes que se han amado intensamente una vez siquiera, la reconciliación llegó, tanto más efusiva cuanto hirientes fueran los agravios.

Amaneció un espléndido día, y mientras Berta se levantaba escupió sangre. Las emociones y mala noche pasada tenían, sin duda, gran culpa. Mazzini la retuvo abrazada largo rato, y ella lloró desesperadamente, pero sin que ninguno se atreviera a decir una palabra.

A las diez decidieron salir, después de almorzar. Como apenas tenían tiempo, ordenaron a la sirvienta que matara una gallina.

El día radiante había arrancado a los id**tas de su banco. De modo que mientras la sirvienta degollaba en la cocina al animal, desangrándolo con parsimonia (Berta había aprendido de su madre este buen modo de conservar frescura a la carne), creyó sentir algo como respiración tras ella. Volvióse, y vio a los cuatro id**tas, con los hombros pegados uno a otro, mirando estupefactos la operación. Rojo… rojo…

—¡Señora! Los niños están aquí, en la cocina.

Berta llegó; no quería que jamás pisaran allí. ¡Y ni aun en esas horas de pleno perdón, olvido y felicidad reconquistada, podía evitarse esa horrible visión! Porque, naturalmente, cuando más intensos eran los raptos de amor a su marido e hija, más irritado era su humor con los monstruos.

—¡Que salgan, María! ¡Échelos! ¡Échelos, le digo!

Las cuatro pobres bestias, sacudidas, brutalmente empujadas, fueron a dar a su banco.

Después de almorzar, salieron todos. La sirvienta fue a Buenos Aires, y el matrimonio a pasear por las quintas. Al bajar el sol volvieron, pero Berta quiso saludar un momento a sus vecinas de enfrente. Su hija escapóse enseguida a casa.

Entretanto los id**tas no se habían movido en todo el día de su banco. El sol había transpuesto ya el cerco, comenzaba a hundirse, y ellos continuaban mirando los ladrillos, más inertes que nunca.

De pronto, algo se interpuso entre su mirada y el cerco. Su hermana, cansada de cinco horas paternales, quería observar por su cuenta. Detenida al pie del cerco, miraba pensativa la cresta. Quería trepar, eso no ofrecía duda. Al fin decidióse por una silla desfondada, pero faltaba aún. Recurrió entonces a un cajón de kerosene, y su instinto topográfico hízole colocar vertical el mueble, con lo cual triunfó.

Los cuatro id**tas, la mirada indiferente, vieron cómo su hermana lograba pacientemente dominar el equilibrio, y cómo en puntas de pie apoyaba la garganta sobre la cresta del cerro, entre sus manos tirantes. Viéronla mirar a todos lados, y buscar apoyo con el pie para alzarse más.

Pero la mirada de los id**tas se había animado; una misma luz insistente estaba fija en sus pupilas. No apartaban los ojos de su hermana, mientras creciente sensación de gula be***al iba cambiando cada línea de sus rostros. Lentamente avanzaron hacia el cerco. La pequeña, que habiendo logrado calzar el pie, iba ya a montar a horcajadas y a caerse del otro lado, seguramente, sintióse cogida de la pierna. Debajo de ella, los ocho ojos clavados en los suyos le dieron miedo.

—¡Soltáme! ¡Déjame! —gritó sacudiendo la pierna. Pero fue atraída.

—¡Mamá! ¡Ay, mamá! ¡Mamá, papá! —lloró imperiosamente. Trató aún de sujetarse del borde, pero sintióse arrancada y cayó.

—¡Mamá! ¡Ay mama! —No pudo gritar más. Uno de ellos le apretó el cuello, apartando los bucles como si fueran plumas, y los otros la arrastraron de una sola pierna hasta la cocina, donde esa mañana se había desangrado a la gallina, bien sujeta, arrancándole la vida segundo por segundo.

Mazzini, en la casa de enfrente, creyó oir la voz de su hija.

—Me parece que te llama —le dijo a Berta.

Prestaron oído, inquietos, pero no oyeron más. Con todo, un momento después se despidieron, y mientras Berta iba a dejar su sombrero. Mazzini avanzó en el patio.

—¡Bertita!

Nadie respondió.

—¡Bertita! —alzó más la voz, ya alterada.

Y el silencio fue tan fúnebre para su corazón siempre aterrado, que la espalda se le heló de horrible presentimiento.

—¡Mi hija, mi hija! —corrió ya desesperado hacia el fondo. Pero al pasar frente a la cocina vio en el piso un mar de sangre. Empujó violentamente la puerta entornada, y lanzó un grito de horror.

Berta, que ya se había lanzado corriendo a su vez al oír el angustioso llamado del padre, oyó el grito y respondió con otro. Pero al precipitarse en la cocina, Mazzini, lívido como la muerte, se interpuso, conteniéndola:

—¡No entres! ¡No entres!

Berta alcanzó a ver el piso inundado de sangre. Sólo pudo echar sus brazos sobre la cabeza y hundirse a lo largo de él con un ronco suspiro.

09/10/2020

A la deriva

Horacio Quiroga

El hombre pisó algo blanduzco, y en seguida sintió la mordedura en el pie. Saltó adelante, y al volverse con un juramento vio una yaracacusú que, arrollada sobre sí misma, esperaba otro ataque.

El hombre echó una veloz ojeada a su pie, donde dos gotitas de sangre engrosaban dificultosamente, y sacó el machete de la cintura. La víbora vio la amenaza, y hundió más la cabeza en el centro mismo de su espiral; pero el machete cayó de lomo, dislocándole las vértebras.

El hombre se bajó hasta la mordedura, quitó las gotitas de sangre, y durante un instante contempló. Un dolor agudo nacía de los dos puntitos violetas, y comenzaba a invadir todo el pie. Apresuradamente se ligó el tobillo con su pañuelo y siguió por la picada hacia su rancho.

El dolor en el pie aumentaba, con sensación de tirante abultamiento, y de pronto el hombre sintió dos o tres fulgurantes puntadas que, como relámpagos, habían irradiado desde la herida hasta la mitad de la pantorrilla. Movía la pierna con dificultad; una metálica sequedad de garganta, seguida de sed quemante, le arrancó un nuevo juramento.

Llegó por fin al rancho y se echó de brazos sobre la rueda de un trapiche. Los dos puntitos violeta desaparecían ahora en la monstruosa hinchazón del pie entero. La piel parecía adelgazada y a punto de ceder, de tensa. Quiso llamar a su mujer, y la voz se quebró en un ronco arrastre de garganta reseca. La sed lo devoraba.

-¡Dorotea! -alcanzó a lanzar en un estertor-. ¡Dame caña1!

Su mujer corrió con un vaso lleno, que el hombre sorbió en tres tragos. Pero no había sentido gusto alguno.

-¡Te pedí caña, no agua! -rugió de nuevo-. ¡Dame caña!

-¡Pero es caña, Paulino! -protestó la mujer, espantada.

-¡No, me diste agua! ¡Quiero caña, te digo!

La mujer corrió otra vez, volviendo con la damajuana. El hombre tragó uno tras otro dos vasos, pero no sintió nada en la garganta.

-Bueno; esto se pone feo -murmuró entonces, mirando su pie lívido y ya con lustre gangrenoso. Sobre la honda ligadura del pañuelo, la carne desbordaba como una monstruosa morcilla.

Los dolores fulgurantes se sucedían en continuos relampagueos y llegaban ahora a la ingle. La atroz sequedad de garganta que el aliento parecía caldear más, aumentaba a la par. Cuando pretendió incorporarse, un fulminante vómito lo mantuvo medio minuto con la frente apoyada en la rueda de palo.

Pero el hombre no quería morir, y descendiendo hasta la costa subió a su canoa. Sentose en la popa y comenzó a palear hasta el centro del Paraná. Allí la corriente del río, que en las inmediaciones del Iguazú corre seis millas, lo llevaría antes de cinco horas a Tacurú-Pucú.

El hombre, con sombría energía, pudo efectivamente llegar hasta el medio del río; pero allí sus manos dormidas dejaron caer la pala en la canoa, y tras un nuevo vómito -de sangre esta vez- dirigió una mirada al sol que ya trasponía el monte.

La pierna entera, hasta medio muslo, era ya un bloque deforme y durísimo que reventaba la ropa. El hombre cortó la ligadura y abrió el pantalón con su cuchillo: el bajo vientre desbordó hinchado, con grandes manchas lívidas y terriblemente doloroso. El hombre pensó que no podría jamás llegar él solo a Tacurú-Pucú, y se decidió a pedir ayuda a su compadre Alves, aunque hacía mucho tiempo que estaban disgustados.

La corriente del río se precipitaba ahora hacia la costa brasileña, y el hombre pudo fácilmente atracar. Se arrastró por la picada en cuesta arriba, pero a los veinte metros, exhausto, quedó tendido de pecho.

-¡Alves! -gritó con cuanta fuerza pudo; y prestó oído en vano.

-¡Compadre Alves! ¡No me niegue este favor! -clamó de nuevo, alzando la cabeza del suelo. En el silencio de la selva no se oyó un solo rumor. El hombre tuvo aún valor para llegar hasta su canoa, y la corriente, cogiéndola de nuevo, la llevó velozmente a la deriva.

El Paraná corre allí en el fondo de una inmensa hoya, cuyas paredes, altas de cien metros, encajonan fúnebremente el río. Desde las orillas bordeadas de negros bloques de basalto, asciende el bosque, negro también. Adelante, a los costados, detrás, la eterna muralla lúgubre, en cuyo fondo el río arremolinado se precipita en incesantes borbollones de agua fangosa. El paisaje es agresivo, y reina en él un silencio de muerte. Al atardecer, sin embargo, su belleza sombría y calma cobra una majestad única.

El sol había caído ya cuando el hombre, semitendido en el fondo de la canoa, tuvo un violento escalofrío. Y de pronto, con asombro, enderezó pesadamente la cabeza: se sentía mejor. La pierna le dolía apenas, la sed disminuía, y su pecho, libre ya, se abría en lenta inspiración.

El veneno comenzaba a irse, no había duda. Se hallaba casi bien, y aunque no tenía fuerzas para mover la mano, contaba con la caída del rocío para reponerse del todo. Calculó que antes de tres horas estaría en Tacurú-Pucú.

El bienestar avanzaba, y con él una somnolencia llena de recuerdos. No sentía ya nada ni en la pierna ni en el vientre. ¿Viviría aún su compadre Gaona en Tacurú-Pucú? Acaso viera también a su ex patrón mister Dougald, y al recibidor del obraje.

¿Llegaría pronto? El cielo, al poniente, se abría ahora en pantalla de oro, y el río se había coloreado también. Desde la costa paraguaya, ya entenebrecida, el monte dejaba caer sobre el río su frescura crepuscular, en penetrantes efluvios de azahar y miel silvestre. Una pareja de guacamayos cruzó muy alto y en silencio hacia el Paraguay.

Allá abajo, sobre el río de oro, la canoa derivaba velozmente, girando a ratos sobre sí misma ante el borbollón de un remolino. El hombre que iba en ella se sentía cada vez mejor, y pensaba entretanto en el tiempo justo que había pasado sin ver a su ex patrón Dougald. ¿Tres años? Tal vez no, no tanto. ¿Dos años y nueve meses? Acaso. ¿Ocho meses y medio? Eso sí, seguramente.

De pronto sintió que estaba helado hasta el pecho.

¿Qué sería? Y la respiración…

Al recibidor de maderas de mister Dougald, Lorenzo Cubilla, lo había conocido en Puerto Esperanza un viernes santo… ¿Viernes? Sí, o jueves…

El hombre estiró lentamente los dedos de la mano.

-Un jueves…

Y cesó de respirar.

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