10/10/2025
Las vírgenes del sol, o acllas, fueron mucho más que figuras religiosas: eran instrumentos de poder, símbolos de pureza estatal y guardianas del orden cósmico en el Imperio Inca.
En el corazón del Tahuantinsuyo, el culto al Sol no se sostenía solo con templos y ofrendas. Se sostenía con cuerpos, con disciplina, con mujeres elegidas desde niñas para encarnar la voluntad divina. Las acllas, conocidas como vírgenes del sol, eran seleccionadas por su belleza, nobleza y habilidades, y llevadas a los acllahuasi —casas de las escogidas— donde eran entrenadas en canto, tejido, cocina ceremonial y rituales religiosos.
Pero su función iba más allá de lo espiritual. Las acllas eran una herramienta política. Al ser tomadas de pueblos conquistados, su selección reforzaba la subordinación de las élites locales al poder central. Convertir a la hija de un curaca en servidora del Sol era convertir a toda su comunidad en tributaria del Inca. Era una forma de absorber lo ajeno sin violencia, de transformar lo diverso en unidad imperial.
Dentro del acllahuasi, las vírgenes vivían enclaustradas, bajo la vigilancia de las mamacunas, antiguas acllas convertidas en maestras. Algunas eran destinadas al servicio del templo, otras como esposas secundarias de nobles, y unas pocas como ofrendas humanas en rituales de gran importancia como el Capac Cocha. El cuerpo de la mujer se volvía territorio sagrado, moneda diplomática, y canal de comunicación con los dioses.
La imagen de mujeres caminando en fila, vestidas con sobriedad, guiadas por una figura con bastón, puede evocar ese tránsito ritual: el paso de lo individual a lo colectivo, de lo humano a lo divino. No era una procesión cualquiera. Era el traslado de poder, de obediencia, de destino.
Hoy, hablar de las vírgenes del sol no es solo recordar una práctica religiosa. Es entender cómo el Imperio Inca tejía su autoridad en lo íntimo, en lo simbólico, en lo femenino. Y cómo, incluso en el silencio de los acllahuasi, se escribía la historia del poder.