18/05/2025
LA ACADEMIA BLACKWOOD.
El Conserje Nocturno de la Academia
Elías conocía la Academia Blackwood mejor que nadie. Cada crujido del parqué antiguo, cada rincón oscuro donde la luz fluorescente parpadeaba con resignación. Llevaba quince años cerrando puertas y apagando luces en este laberinto de aprendizaje, pero las últimas semanas, el silencio nocturno había adquirido un matiz distinto, uno que helaba la sangre más que el aire gélido del invierno.
Comenzó con pequeños detalles: una puerta de aula que dejaba cerrada, pero que al cabo de un rato encontraba entreabierta; el débil olor a tiza y polvo en pasillos que ya había limpiado a fondo; el eco distante de lo que sonaban como pasos infantiles en el piso de arriba, incluso después de haber revisado cada aula vacía. Al principio, lo achacó a la fatiga o a la vetustez del edificio. La madera se asienta, el viento silba.
Pero la inquietud creció, alimentada por la persistencia. Las luces de ciertas aulas parpadeaban con una intención malsana cuando él pasaba, no como un fallo eléctrico, sino como un saludo burlón desde la negrura. Los susurros se hicieron más claros, apenas audibles, como secretos compartidos en un rincón, y parecían seguirlo.
Anoche, mientras pulía el suelo del pasillo principal, una sensación helada se posó sobre su nuca. Se giró. La oscuridad al final del corredor parecía más profunda de lo normal, casi tangible. Y allí, en el límite entre la luz y la sombra, vio algo. No era una figura definida, sino una distorsión del aire, una silueta delgada y elongada que se retorcía sobre sí misma, como si intentara tomar forma de algo que la realidad rechazaba. No tenía rostro, solo la implacable sensación de una mirada.
Un ruido sordo proveniente del aula de música rompió el trance. Elías, con el corazón desbocado, se dirigió hacia allí, linterna en mano. La puerta estaba cerrada. La abrió con cautela. El cuarto estaba oscuro, silencioso. Encendió la luz. Todo parecía normal. Instrumentos cubiertos, sillas apiladas. Pero el piano de cola, solitario en el centro, tenía la tapa de las teclas ligeramente levantada. Y sobre las teclas blancas, como si alguien las hubiera colocado con cuidado, había un pequeño montón de... dientes. Pequeños, irregulares, como los de un niño.
Elías soltó la linterna, que rodó por el suelo, proyectando sombras danzantes que hicieron que las esquinas cobraran vida. El silencio se rompió no con un ruido, sino con un coro helado de susurros infantiles provenientes de todas partes a la vez, no diciendo palabras, sino un sonido sibilante y hambriento que lo envolvió. Comprendió que la Academia no estaba vacía por la noche. Estaba habitada. Y ellos no querían que él se fuera.