22/04/2025
—¡Deshazte de él inmediatamente! —me dijo refiriéndose a mi gato, con el que llevaba viviendo diez años.
Hace poco, mi novia Lucía y yo decidimos irnos a vivir juntos. Nos conocíamos desde hacía casi ocho meses y todo iba fenomenal, así que le propuse que se mudara a mi casa. Íbamos a tener un pequeño nido para los tres: Lucía, yo y mi fiel compañero, el gato Pancho.
Pancho llevaba conmigo una década. Me lo llevé de casa de mis padres al mudarme a otra ciudad.
Se había convertido en parte de mi vida. Juntos habíamos pasado soledades, éxitos e incluso amores fallidos. Siempre me esperaba en la puerta, dormía a mi lado y ronroneaba en los días difíciles. No era solo un gato para mí: era familia.
Al principio, Lucía no mostraba rechazo. Al contrario, hasta acariciaba a Pancho y decía que era “mono”. Pensé que habíamos tenido mucha suerte, que los tres viviríamos en armonía. Pero la felicidad duró poco.
A las dos semanas, Lucía empezó con síntomas raros: mocos constantes, ojos rojos, tos y dolores de cabeza. Le sugerí ir al médico. El diagnóstico fue como un rayo en pleno día: alergia al pelo de gato.
—¿Cómo es posible? —pregunté desconcertado—. Antes había estado con gatos, incluso jugaba con Pancho…
—Señor, las alergias son traicioneras —respondió el médico con seriedad—. El efecto puede acumularse. Mientras solo se veían, su novia no tenía contacto continuo con el alérgeno. Pero ahora convive con él. La reacción empeora y podría ser peligrosa.
Me sentí destrozado. Me debatía entre la lógica y el dolor en el pecho. Quería a Lucía, pero ¿qué haría con Pancho, el ser que había estado a mi lado cuando nadie más lo estaba?
De vuelta a casa, ya pensaba en llevarlo temporalmente a mis padres. Estaba dispuesto a sacrificar parte de mí misma por la salud de Lucía. Pero nada más cruzar la puerta, ella, sin siquiera quitarse el abrigo, soltó:
—Bueno, ¿cuándo te deshaces de él?
—¿Qué quieres decir con “deshacerte”? —repliqué, confundido.
—Acabamos de llegar, al menos hablemos…
—No hay nada que hablar —dijo fría.
— Cada día estoy peor. ¿Quieres que me ahogue?
Me quedé helado. Por su tono, por sus palabras. Hasta ese momento, estaba preparado para ceder. Pero esa palabra, “deshacerte”, me cortó como un cuchillo. Ella no veía en mi amigo a un ser vivo al que quería con el alma. Para ella era basura, un estorbo.
—Si alguien tiene que irse, eres tú —dije en voz baja—. Pancho se queda. Punto.
Lucía se quedó callada unos segundos, luego, sin decir más, empezó a recoger sus cosas. En un par de horas, no quedó ni rastro de ella.
Al principio, sentí un vacío. Pero luego vino un alivio extraño. Comprendí que quien exige borrar una parte de tu vida no te quiere de verdad. Sí, podríamos haber buscado un compromiso, convencerla de quedarse. Pero, ¿para qué? ¿Para caminar de puntillas y temer su próxima “alergia”?
No me arrepiento. A veces, los animales son más leales que las personas. Esa noche, mientras me servía un té bien cargado y miraba por la ventana, Pancho estaba a mi lado, ronroneando como diciendo: “Estoy aquí. Todo irá bien”.
Y tenía razón. La vida no acaba con un amor. Pero si alguien te pide que borres de tu vida a quien estuvo contigo en los peores momentos, eso no es amor. Es egoísmo.
Ahora vuelvo a vivir solo con Pancho. Quizá algún día llegue alguien que entienda que mi familia no soy solo yo. También es mi viejo, sabio y peludo amigo.
