07/08/2025
Cada madrugada, antes que el sol asome por los cerros de Lima, Doña Marta encendía su pequeña hornilla para preparar el emoliente. Hervía la linaza, la cebada, el boldo, la cola de caballo. Agregaba canela y clavo para dar ese aroma que hacía que los vecinos se asomaran somnolientos a su carrito verde, el mismo que empujaba desde hacía más de quince años por las calles de Villa El Salvador.
Doña Marta había aprendido a callar muchas cosas. No hablaba de su dolor de espalda, ni del cansancio que la acompañaba desde el amanecer. Pero sobre todo, no hablaba de su vergüenza. No de su trabajo —porque sabía que era honesto y necesario—, sino del miedo constante de que su hija, Luciana, se avergonzara de ella.
Luciana había ingresado a la universidad con beca completa. Era la primera en su familia en lograrlo. Estudiaba Derecho y soñaba con ser defensora pública, “para que la justicia también llegue a la gente como nosotras”, decía. Sin embargo, Marta nunca dejaba que la acompañara a vender. Nunca le permitía cargar el carrito ni estar cerca cuando sus compañeros pasaban por la zona. Tenía miedo de que la vieran y pensaran menos de ella.
A veces, Luciana insistía:
—Mamá, ¿te ayudo a empujar el carrito?
—No, hijita. Anda, estudia. Eso es lo importante.
Y aunque Luciana aceptaba con una sonrisa, por dentro le dolía que su madre no entendiera que para ella no había vergüenza, sino admiración.
Pasaron los años. Marta seguía vendiendo emolientes con manos curtidas, con la frente en alto pero con el alma cargada de silencios. Hasta que llegó el gran día: la graduación de Luciana.
Marta no sabía qué ponerse. Con su mejor blusa planchada y su falda azul marino, se sentó tímida en la parte trasera del auditorio. Se sentía fuera de lugar entre tanto traje y vestido elegante. Pensaba irse en silencio luego de aplaudir a su hija. Pero no esperaba lo que vino después.
Luciana subió al estrado para dar unas palabras como alumna destacada. Tomó el micrófono con seguridad y buscó a su madre con la mirada. Cuando la encontró, sus ojos se humedecieron.
—Quiero dedicar este logro a la mujer más fuerte que conozco —dijo—. A mi mamá, Marta. La que cada madrugada empuja un carrito de emolientes para que yo pueda estudiar. Ella me enseñó que la dignidad no se mide por un título, sino por el amor y el esfuerzo. Nunca me dio lujos, pero me dio algo más valioso: su fe en mí.
El auditorio se quedó en silencio. Luego vino un aplauso que no parecía terminar nunca. Marta, con las manos temblorosas y lágrimas en los ojos, se cubría el rostro. Por primera vez, no se sintió pequeña. Se sintió grande. Orgullosa.
Luciana bajó del estrado, se quitó el birrete y se lo puso a su madre.
—Este título también es tuyo, mamá.
Y allí, entre lágrimas y abrazos, Doña Marta entendió que nunca había sido una vergüenza. Había sido una inspiración.
Desde ese día, no volvió a esconderse detrás del carrito. Ahora, al servir su emoliente caliente, lo hacía con una sonrisa nueva. Con la frente aún más alta. Porque sabía que su hija —la doctora Luciana Vargas— no solo era abogada. Era el reflejo de todo lo que una madre valiente y trabajadora puede lograr.
📎 ́nreal