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LOS ESTACIONEROS DE ÑEMBY. UNA HISTORIA QUE CAMINAEn Ñemby, hay sonidos que solo se escuchan una vez al año, pero que pa...
17/04/2025

LOS ESTACIONEROS DE ÑEMBY. UNA HISTORIA QUE CAMINA

En Ñemby, hay sonidos que solo se escuchan una vez al año, pero que parecen venir desde muy lejos. Son las voces de los estacioneros, hombres que caminan lentamente por las calles durante la Semana Santa, cantando con el alma rota. Sus cantos, sin instrumentos ni acompañamientos, atraviesan la noche y las casas en silencio, recordando la pasión de Cristo. Llevan una cruz, un estandarte y faroles encendidos. No necesitan nada más. Con sus voces basta.

Los estacioneros llevan este nombre porque recorren simbólicamente las 14 estaciones del Calvario de Jesús. Su paso es lento, solemne, como si cada uno cargara su propia cruz. Su jornada más intensa es el Jueves Santo, aunque ya comienzan el miércoles. Ese día salen a recorrer los barrios desde las seis de la tarde hasta la madrugada del viernes, visitando capillas y casas que han preparado un calvario. Este calvario es un arco adornado con hojas de pindó o de caña, ramas de ka’avove’í o de otros árboles, donde se coloca una cruz, una imagen sagrada, flores y una vela encendida. En algunas paradas, los dueños de casa salen con velas encendidas para recibir a los estacioneros y se arrodillan. Los maestros también se arrodillan frente al calvario familiar, mientras los estacioneros entonan un canto breve y dolido. Al finalizar el ritual, los anfitriones agradecen la visita ofreciéndoles chipa, sopa o cigarro, y como se hacía antiguamente, también caña. Además, entregan una vela sin encender para reponer la del farol del grupo, y los cantores siguen su camino. Muchos vecinos apagan sus radios o televisores, interrumpen sus quehaceres, y se asoman a sus ventanas o salen de sus casas para observar en silencio el paso apesadumbrado de los estacioneros.

El Viernes Santo participan en la lectura de las 7 palabras en la iglesia de Ñemby. Después de cada palabra, entonan lamentos desgarradores. Acompañan el tradicional «Tupaitû» mientras el cuerpo de Jesús está cubierto por una sábana blanca. Luego acompañan la procesión con el cuerpo presente de Cristo, cantando amargamente. Por la noche, continúan visitando casas y cantando hasta aproximadamente medianoche. Así se despiden, hasta su reaparición en el Curuzú Ára, o en otras fechas como los novenarios o el Día de los Difuntos.

¿DE DÓNDE VIENEN LOS ESTACIONEROS?

Es difícil decir con exactitud cuándo nació esta tradición. Hasta bien entrada la primera mitad del siglo XX no hay documentos que lo confirmen, ni fotografías ni retratos en la pintura costumbrista, donde sí aparecen aguateros, lavanderas, burreritas, serenateros o naranjeras. Tampoco figuran en textos históricos ni revistas de la época. Para rastrear su origen, revisamos más de 140 ediciones de La Tribuna, El País y El Pueblo, entre 1939 y 1945, en plenas fechas de Semana Santa, en la hemeroteca Carlos Antonio López de Asunción. No encontramos una sola mención a los estacioneros. Ni siquiera aparecen en los artículos religiosos o en los programas litúrgicos. Es como si, antes de 1950, no hubieran existido en el registro escrito.

Lo que sí se sabe es que su espíritu viene de lejos. Entre los primeros testimonios escritos sobre la Pasión de Cristo se encuentra el de una viajera llamada Egeria, una peregrina que partió desde la actual Galicia hacia Jerusalén entre los años 381 y 384. En su diario —conocido como Itinerario de Egeria— relató cómo, en la Semana Santa, los fieles recorrían los lugares sagrados mientras leían y cantaban pasajes del Evangelio (Muncharaz, 2012). Se trataba de una forma sencilla de conmemorar el sufrimiento de Jesús, con oraciones, himnos y figuras simbólicas. Claro que Egeria no menciona nada parecido a los estacioneros, pero ese espíritu de caminar rezando, en colectividad, acompañando a Cristo, ya estaba presente hace más de 1600 años.

Con el tiempo, esa costumbre fue tomando forma en Europa, especialmente en España, donde surgió el Cantus Passionis o Canto de la Pasión (González Valle, 1992). Se cantaba a capela, sin instrumentos, con un tono triste y profundo, y con varios cantores que asumían distintos roles: uno narraba, otro representaba a Jesús, y un coro hacía de pueblo. Durante siglos, este canto se realizó en iglesias durante la Semana Santa, con dramatización, luces tenues y una profunda carga emocional. El objetivo era claro: conmover y enseñar. Este Cantus Passionis era muy común en regiones como Castilla, de donde procedían muchos de los misioneros franciscanos y jesuitas que vinieron al Paraguay en los siglos XVI y XVII. Hay consenso entre los estudiosos en que los franciscanos trajeron el rito del Vía Crucis, y los jesuitas introdujeron la educación musical y el canto gregoriano en las reducciones indígenas (Fahrenkrog 2020). Los franciscanos, en especial, trajeron una forma de vivir la fe muy cercana a la gente. Promovían una religiosidad simple, enfocada en la vida de Jesús, la Virgen y los santos. Por eso muchas tradiciones que hoy nos resultan familiares en Paraguay, como los pesebres, las novenas, las procesiones o las fiestas patronales, tienen que ver con ellos. No era solo enseñar desde un púlpito, sino compartir, celebrar y rezar con la comunidad.

De ahí que se tienda a afirmar que los estacioneros son herederos de las prácticas introducidas por estas órdenes religiosas. A primera vista, parecería que lo que antes se cantaba en latín y bajo el control de la Iglesia en Europa, se transformó aquí en una expresión en guaraní y jopará, nacida del pueblo y para el pueblo. Sin embargo, lo curioso es que, a pesar de las similitudes, no contamos con registros que permitan entender claramente cómo se produjo esa evolución, si es que realmente ocurrió. ¿Cómo pasamos del canto sacro europeo al grupo de hombres humildes que hoy recorren las calles cantando las estaciones del Vía Crucis?

Un documento que ayuda a imaginar los antiguos ritos religiosos en Paraguay es el informe del teniente gobernador Gonzalo de Doblas, escrito en 1785. En él describe con detalle cómo se vivía la Semana Santa en los pueblos guaraníes. No habla de estacioneros, pero sí de ciertos grupos de niños que, por su forma de participar, recuerdan vagamente a ellos. Este es un fragmento de lo que escribió sobre el Miércoles Santo: “Dispuestas las imágenes que han de salir en la procesión, y pronta la música en el medio de la iglesia, van entrando por la puerta, que cae al patio del colegio, varios muchachos vestidos con sotanillas y roquetes de los acólitos, con los instrumentos y signos de la pasión de Cristo. Entra uno de estos con la linterna, y dos a su lado con dos faroles hechos con telas de las entraña de los toros, puestos en la punta de cañas largas; se hincan de rodillas delante de la imagen que está en medio de la iglesia y, entre tanto, canta la música un motete en guaraní, que expresa aquel paso, el que concluido se levantan todos los muchachos, y siguen a ponerse en orden de la procesión, y entran otros con otra insignia; y así van siguiendo, hasta que concluyen todos, que son tal vez 20 o más, y las insignias que llevan son tan toscas..(…). Luego que acaban de pasar, se levanta el cura y los demás que han estado sentados entretanto, y sigue la procesión, que sale y anda alrededor de la plaza, que esta iluminada, y dispuestos en las cuatro esquinas altares para hacer paradas” (Doblas, 1785, citado en Gómez-Perasso y Szarán, 1978). A primera vista, podría parecer una versión muy temprana y distinta de lo que más tarde serían los estacioneros: niños vestidos con sotanas, llevando elementos hechos rústicamente con los materiales que tenían a mano: insignias, faroles de cuero y caña, y cantando motetes en guaraní. Además, la procesión salía a la plaza, donde se hacían paradas frente a altares, lo que recuerda un poco a las estaciones de hoy. Pero hay diferencias importantes: los protagonistas eran niños organizados por la iglesia, todo partía desde el templo y estaba dirigido por el cura. Muy lejos aún de los grupos autónomos y callejeros que hoy recorren Ñemby.

Aquí en Ñemby, usamos el nombre “estacioneros” para referirnos a estos grupos. Ese es el único nombre que usamos, sin vueltas ni variantes. En otros rincones del país también se los llama “pasioneros”, “procesioneros” y, en menor medida, “pasionistas” o “faroleros”. Según cuenta Ramiro Domínguez, en el esquema del Guairá —que abarca Guairá, Caazapá y Caaguazú—, no aparece la palabra “estacionero” en los estudios del antropólogo León Cadogan. Él sostiene que es un término exclusivo del entorno de Asunción (Domínguez, 1993). Y como la expresión estacionero solo usamos en Paraguay, rastreamos el significado de las palabras pasionista y pasionario en antiguos textos de España, para ver si existía alguna relación con nuestra tradición. Así descubrimos que los pasionistas eran una congregación religiosa fundada por el sacerdote Pablo de la Cruz en 1720, cuya misión era mantener viva la memoria del sufrimiento y el amor de Jesús crucificado. También encontramos que en el siglo XVII, en Salamanca, se usaba el término pasionero para referirse a clérigos encargados de los oficios religiosos de la Semana Santa (Pinar, 2010). La Real Academia Española definía en 1780 al «pasionero» como aquel que “canta la Pasión en los Oficios Divinos de la Semana Santa” (Diccionario de la lengua castellana, 1780). Esto indica que los pasionistas y pasioneros antiguos eran en realidad clérigos y no personas del común. Difícil, entonces, trazar una línea directa entre ellos y nuestros estacioneros, que surgieron fuera del ámbito clerical y sin formación religiosa. Más allá de la similitud en los nombres, parece que sus caminos fueron totalmente distintos.

Ya en la época de la independencia, alrededor de 1820, el comerciante inglés John Parish Robertson fue testigo de los ritos de Semana Santa en Asunción. En su relato tampoco aparece nada que se parezca a los estacioneros. Lo que sí describe es al pueblo recorriendo las iglesias y rezando en cada una de ellas, una costumbre que hoy también nos resulta familiar. Decía, por ejemplo: “El Jueves Santo toda la población de la ciudad estaba en movimiento rezando las estaciones o recorriendo distintas iglesias y repitiendo en cada una de ellas un cierto número de plegarias” (Robertson, 1838, citado en Gómez-Perasso y Szarán, 1978).

Incluso, en las primeras décadas de ese siglo todavía hay vacíos: ni siquiera en tiempos de Emiliano R. Fernández parece existir el término “estacionero” ni se insinúa la existencia de grupos similares. Se suele decir que el “poeta del pueblo” estuvo ligado a esta tradición, pero no hay pruebas que lo confirmen. Lo más probable es que haya sido después de su muerte, en 1949, cuando los estacioneros empezaron a musicalizar sus poemas, como “Ojope Kangy” y “Semana Santa”, para cantarlos en sus recorridos. En el poema “Semana Santa”, Emiliano describe toda la celebración, desde el Domingo de Ramos hasta el Sábado de Gloria. Si los estacioneros ya existían, uno pensaría que los habría mencionado. Pero no lo hace. Eso sí, en la parte XV del poema dice en guaraní que el vecindario “está en estación”, pero evidentemente se refiere a los vecinos participando en las estaciones del Vía Crucis, no a los estacioneros como los entendemos hoy. Aquí el fragmento:

«Tape ykére kurusu
Rehecháma oñembo-calvario
Ha estación-pe vecindario
Oñembo’éma a Jesús”.

Puede que los estacioneros ya existieran hacia el final de la vida de Emiliano, pero como recién estaban surgiendo, no llegaron a ser visibles para él. Si los hubiera conocido, estamos seguros que su profunda fe y su rol como ñembo’e ýva lo habrían llevado a escribir sobre ellos y, tal vez, a ser uno de ellos.

Lo más probable es que los primeros grupos de estacioneros hayan surgido en la primera mitad del siglo XX, entre las décadas de 1920 y 1940. El grupo de estacioneros más antiguo registrado en Ñemby es la Sociedad Católica Amparo Seguro de los Cristianos, formada el 8 de abril de 1948 en el barrio Rincón, y ligado a la capilla Santísima Cruz del mismo barrio. Los estacioneros de la capilla San Francisco de Asís de Cañadita afirman que en 1941 comenzaron los primeros pasos para la creación del grupo. Estas fechas coinciden más o menos con la aparición de otros grupos en distintas ciudades: los estacioneros de la capilla Santa Catalina en la Zona Sur de Fernando de la Mora afirman haber empezado en 1928; los de Loma San Jerónimo de Asunción, en 1935; los de Ysaty de Asunción, en 1949; los de Mbocayaty de Villa Elisa, en 1959; los de María Auxiliadora de San Antonio, en 1968; y los de Reducto de San Lorenzo, en 1983. Estos son los más antiguos, pero es recién entre mediados de los años 80 y durante la década del 90 que aparecen muchos más grupos.

Entonces, ¿por qué se cree que esta tradición viene desde la época de las misiones? Tal vez porque el canto suena a siglos pasados. Tal vez porque muchos estacioneros aprendieron de sus padres y abuelos, y eso crea una sensación de antigüedad. Porque antes caminaban descalzos, por caminos de tierra y monte, en noches oscuras, con cruces talladas por ellos mismos y con ropas hechas en casa. Daban la impresión de salir de otro siglo. O de otro mundo. Como si vinieran del tiempo de Jesús, con la misma fe sencilla, la misma forma de andar. Los propios grupos ayudan a reforzar esta idea de antigüedad. Cándido Ortiz, el estacionero más veterano de la capilla Inmaculada Concepción de María de Cañadita, tiene 78 años y afirma haber heredado la tradición de su padre, lo que indica que comenzó a participar alrededor de 1960, cuando tenía unos 13 años. Es posible que el padre de Ortiz haya heredado la tradición de su propio padre (el abuelo de Ortiz), quien probablemente fue uno de los primeros en practicarla, más o menos entre 1920 y 1940, cuando la tradición todavía estaba comenzando o en proceso de consolidación. En una época en que los hombres eran padres a edades más tempranas, las generaciones se acortaban, lo que puede generar una ilusión de mayor antigüedad. Además, la foto más antigua oficialmente registrada de un grupo de estacioneros en Paraguay fue tomada en Ñemby en 1963, y refuerza la idea de que la tradición no es tan antigua como se cree. Curiosamente, fue recién a finales de la década de 1960, con la llegada del diario ABC Color, cuando los estacioneros —especialmente los de Ñemby— comenzaron a aparecer en reportajes de Semana Santa.

Para entender el surgimiento de los estacioneros, también es importante mirar el contexto cultural y religioso entre 1920 y 1940. Fue un periodo en el que resurgieron el teatro y la poesía en guaraní (Meliá, 1992), y al mismo tiempo, la Iglesia atravesaba una profunda crisis. Había escasez de sacerdotes y la formación religiosa de la población era muy limitada. Según el estudio de Banducci Júnior y Amizo, desde la independencia el Estado fue debilitando el poder de la Iglesia, lo que afectó gravemente la transmisión de la fe. A mediados del siglo XIX, había apenas un sacerdote para cada 8.000 personas, y para 1914 la situación empeoró: solo quedaban 101 sacerdotes en todo el país, lo que significaba uno por cada 16.000 habitantes. Con tan pocos curas, muchas comunidades quedaron a la deriva, y la gente empezó a organizarse por su cuenta para mantener vivas sus creencias y tradiciones religiosas. En ese contexto, los laicos asumieron un papel más activo, tomando el control de las ceremonias, peregrinaciones, rezos y otras expresiones de fe. Así nacieron formas de religiosidad popular, muchas veces espontáneas, que no siempre eran bien vistas por la Iglesia. Como parte de este proceso de apropiación popular de la religión, podrían haber surgido los estacioneros.

Un ejemplo muy claro de esa religiosidad popular, que antecede directamente a los estacioneros, aparece en el recuerdo de Ramiro Domínguez. Según él, hacia la década de 1940, existían los purahéi ñembo’e o ñembo’e purahéi, cantos religiosos del pueblo que también se conocían como loadas. Él recuerda que, de niño, cuando iba con sus padres a la estancia, era muy común escuchar las loadas del sábado ka’aru. Domínguez explica que la palabra loada viene de “loar”, que significa alabar, y que es un arcaísmo que se conservó en el habla paraguaya. También cuenta algo que coincide con lo que venimos observando: como había muy pocos sacerdotes, la gente se organizaba por su cuenta y se reunía en torno a alguna capilla o pequeño oratorio para rezar y cantar. A veces hacían el rosario cantado; otras veces, rezaban primero y después venían los cantos: las loadas o ñembo’e purahéi. Todavía no existía un nombre especial como “estacioneros” para quienes cantaban. Era simplemente el pueblo reunido. Casi siempre había alguien que guiaba el rezo, el llamado ñembo’e yvâ (Domínguez, 1993). Teresa Méndez-Faith también destaca esta continuidad entre los antiguos cantos religiosos del pueblo y los grupos de estacioneros, aunque los vincula con la tradición jesuítica. Dice: “En el teatro jesuítico tuvo mucha preponderancia el purahei ñembo’e (rezo cantado), origen de los estacioneros” (Méndez-Faith, 2001).

Banducci Júnior y Amizo explican que el clero, al querer imponer un orden moral más estricto, no supo entenderse con estas formas espontáneas de fe, a las que miraba con recelo. Según los autores, no fue sino hasta las décadas de 1950 y 1960, con las reformas del Concilio Vaticano II, cuando la Iglesia empezó a abrirse más al mundo moderno y a aceptar mejor las tradiciones populares (Banducci Júnior & Amizo, 2011). Aun así, la aceptación no fue completa y, de hecho, los estacioneros seguían siendo mal vistos. Considerados más como expresiones populares que como parte de lo religioso, la sociedad misma los consideraba poco importantes. En 1975, durante el II Encuentro sobre Religiosidad Popular y Liturgia realizado en Asunción por el Consejo Episcopal Latinoamericano, se llegó a sugerir que los cantos de los estacioneros fueran reemplazados por otros “más comprensibles”. En las conclusiones del encuentro, se recomendaba que la Iglesia debía “propiciar, promover y si fuera posible auspiciar la creatividad musical y religiosa para la Semana Santa, que reemplace al canto hoy no comprendido de ciertos ‘estacioneros‘” (CELAM, 1978).

Pero, al final, los estacioneros resistieron. Hoy, aunque sus orígenes sigan siendo un misterio, existen, caminan y cantan. No necesitan pruebas ni documentos. Su presencia es real, viva, y profundamente humana. Se ha dicho que sus vestimentas y rituales recuerdan a las cofradías de Sevilla, que también portan cruces, estandartes y entonan cantos gregorianos. Es posible que esas imágenes hayan inspirado a alguien, en algún rincón del Paraguay –¿por qué no en Ñemby?–, hace cien años o menos. Quizás todo empezó con un pequeño grupo, un canto aprendido de oído, una cruz improvisada, y una noche de Jueves Santo. De ahí en más, la tradición caminó sola.

Freddy Ovelar

Referencias en la última imagen agregada.

CINCO FOTOS QUE CUENTAN EL DOMINGO DE RAMOS EN ÑEMBYHay imágenes que no se borran, aunque pasen los años. El Domingo de ...
13/04/2025

CINCO FOTOS QUE CUENTAN EL DOMINGO DE RAMOS EN ÑEMBY

Hay imágenes que no se borran, aunque pasen los años. El Domingo de Ramos en Ñemby es uno de esos días que siempre deja postales llenas de fe, alegría y algo muy nuestro. En esta nota, repasamos cinco fotos que hablan por sí solas.

La primera es de 1991. Frente a la iglesia, entre palmas levantadas al cielo, aparece Jesús montado sobre un b***o, rodeado de vecinos que lo reciben con emoción. Es una escena que parece sacada directamente del Evangelio, pero ocurrió acá, en Ñemby, hace más de treinta años.

Luego saltamos a 2015. En una de las fotos el pa’i Tadeo está bendiciendo las palmas de la gente. Padres con sus hijos en hombros alzan ramas de pindó, mientras reciben esa bendición que cada año marca el inicio de la Semana Santa. Otra imagen de ese mismo año nos lleva al portón de la iglesia, donde bajo la lluvia la gente se acerca a comprar palmas, con sombrillas en mano. Porque ni el mal tiempo impide cumplir con la costumbre.

La más reciente es de 2022. Un grupo de mujeres, vestidas como en los tiempos de Jesús, alza sus palmas con fuerza y devoción.

Estas cinco fotos son pedacitos de Ñemby, de su gente y de una tradición que, pase lo que pase, sigue viva cada Domingo de Ramos.

EL INFORME FORENSE DE LA MUERTE DE CECILIA CUBASHoy, 16 de febrero de 2025, se cumplen 20 años desde el desgarrador hall...
16/02/2025

EL INFORME FORENSE DE LA MUERTE DE CECILIA CUBAS

Hoy, 16 de febrero de 2025, se cumplen 20 años desde el desgarrador hallazgo del cuerpo de Cecilia Cubas en una casa del barrio Mbocayaty. El 21 de septiembre de 2004, Cecilia fue secuestrada al llegar a su casa en San Lorenzo. Los secuestradores dispararon a las ruedas de su Nissan Patrol y la arrastraron, mientras ella pedía auxilio desesperadamente. En la casa de Ñemby, durante varios meses, fue sometida a torturas físicas y psicológicas, y abusos sexuales. Durante este tiempo, los secuestradores exigieron un rescate de 3 millones de dólares, pero la familia de Cecilia solo pudo reunir 300.000. En medio de la angustia, Cecilia escribió una carta a sus padres, pidiéndoles ayuda y apurándolos a actuar. Pero, finalmente, el 16 de febrero de 2005, su cuerpo fue encontrado en esa misma casa, en Mbocayaty, donde había estado retenida todo el tiempo.

EL INFORME FORENSE DEL MINISTERIO PÚBLICO

El informe forense reveló varios detalles sobre cómo ocurrió la muerte de Cecilia Mariana Cubas Gusinky y cómo fue hallada. Su cuerpo fue encontrado en una cripta subterránea; estaba enterrado en un túnel artificial, a una profundidad considerable, que conducía a una pequeña cavidad de tierra. Aunque ya estaba bastante descompuesto, hubo algo preocupante: no había signos comunes de descomposición, como larvas de insectos. Esto indicó que Cecilia fue enterrada poco después de su muerte, antes de que pudiera aparecer la fauna cadavérica.

La causa de la muerte de Cecilia fue confirmada como asfixia mecánica, lo que significa que murió por falta de oxígeno. El principal factor que contribuyó a esto fue una mordaza de cinta adhesiva gris que cubría su nariz y boca, impidiendo que pudiera respirar. Además, en su cuello se observó cianosis, una coloración azulada que indica que no recibió suficiente oxígeno. También se encontró el signo de Tardieu, una marca que se forma en el cuerpo cuando se produce asfixia. Todos estos hallazgos confirmaron que la vida de Cecilia fue arrebatada de manera brutal.

Para identificar su cuerpo, los forenses utilizaron varios métodos, como la comparación de prótesis mamarias y un tatuaje en la región lumbar, que finalmente confirmaron que era Cecilia Cubas. El informe también estimó que su muerte ocurrió entre 30 y 60 días antes de que fuera encontrada, con un promedio de 45 días, basándose en el tipo de descomposición observada, que es común en lugares húmedos y sin circulación de aire.

LOS RESPONSABLES DEL SECUESTRO Y MUERTE DE CECILIA

Osmar Martínez y otros siete miembros de la banda que secuestró y asesinó a Cecilia fueron condenados a 25 años de prisión, con una pena adicional de 10 años como medida preventiva. Sin embargo, varios de los cabecillas más peligrosos de la banda, como Osvaldo Villalba, Manuel Cristaldo Mieres y Magna Meza, siguen prófugos.

*ACLARACIÓN

Esta publicación tiene un propósito informativo e histórico y busca mantener viva la memoria de los hechos ocurridos hace 20 años. No pretendemos alimentar el morbo ni vulnerar la privacidad de nadie, sino ofrecer un relato basado en datos forenses y judiciales. Creemos que conocer la verdad es fundamental para que hechos como este no se repitan.

** DECISIÓN POR RESPETO A LA MEMORIA DE CECILIA CUBAS Y SU FAMILIA

En respeto a la memoria de Cecilia Cubas y a su familia, hemos decidido retirar las imágenes de su cuerpo tras consultar con referentes del periodismo paraguayo. No obstante, mantendremos aquellas que aportan al conocimiento del caso sin afectar la dignidad de la víctima. Nuestro compromiso sigue siendo informar con responsabilidad y preservar la memoria histórica.

EL FRIGORÍFICO IPC DE SAN ANTONIO, EL MÁS MODERNO DE AMÉRICA DEL SUREl interés por la industrialización de la ganadería ...
02/02/2025

EL FRIGORÍFICO IPC DE SAN ANTONIO, EL MÁS MODERNO DE AMÉRICA DEL SUR

El interés por la industrialización de la ganadería en Paraguay comenzó en 1915, en pleno contexto de la Primera Guerra Mundial. El empresario estadounidense George Lewis Rickard propuso la construcción de un frigorífico al sur de Asunción con capacidad para procesar 300 cabezas de ganado al día. Este proyecto fue aprobado por el Congreso y ratificado por el Presidente el 14 de julio de 1915, con un capital inicial de 1.500.000 dólares oro. A la empresa se le otorgaron importantes beneficios y condiciones, incluyendo la obligación de comenzar a operar en un plazo de dos años. Pero Rickard no cumplió con los requisitos para establecer la planta de procesamiento debido principalmente a la dificultad de conseguir materiales durante el conflicto bélico mundial. Por esta razón, según la Ley 241 del 30 de mayo de 1917, las garantías de Rickard fueron transferidas a la empresa Central Products Co., que era una empresa perteneciente a la International Products Co.. La Central Products Co. y la International Products Co se registraron juntas bajo la ley paraguaya como «Compañía Internacional de Productos» (IPC) (Halsey & Sherwell, 1926). El negocio de extracto de quebracho (tanino) lo manejaba la International Products Co., mientras que la empresa subsidiaria se encargaba del empaque de carne, gestionando 150.000 cabezas de ganado en Puerto Pinasco. Ambas empresas tenían el mismo gerente general. Con la promulgación de la Ley Nº 241 de 1917, se le otorgó a la IPC una concesión por 20 años para establecer un frigorífico en el pueblo de San Antonio, con varias condiciones y beneficios. Entre los más destacados estaba la instalación de un matadero para ganado vacuno, lanar, porcino y caprino, construcción de infraestructuras propias, como muelles, y el mantenimiento de embarcaciones, exoneración de impuestos aduaneros para la maquinaria, útiles y artículos necesarios para la instalación y operación del frigorífico, además de la libre introducción de ganado y la exención de impuestos municipales y fiscales sobre la producción y exportación, incentivos para la mejora ganadera, como la posibilidad de cultivar praderas y practicar la mestización para mejorar la calidad del ganado, la concesión especificaba que la empresa debía instalar el frigorífico con capacidad para faenar 500 animales al día en un plazo máximo de cinco años, bajo pena de caducidad, la empresa estaba sujeta a regulaciones de sanidad animal y de control de la producción de alimentos. Algunos historiadores cometen el error de afirmar que las actividades del frigorífico ya estaban en marcha en 1917, incluso antes, en 1916 o 1915, pero esto no es correcto. Un informe del 1 de septiembre de 1918, publicado en Commerce Reports por el agregado comercial Robert S. Barrett desde Buenos Aires, lo aclara. En el índice de dicho informe aparece el título: “Paraguay tiene su primera empresa de ventas estadounidense”. Más adelante, en el cuerpo del artículo, bajo el subtítulo “Empresa estadounidense inicia operaciones en Paraguay”, se detalla la siguiente información: “Se ha completado prácticamente la instalación de la gran planta de envasado de la International Products Co cerca de Asunción, y se espera que el sacrificio de ganado comience durante la primera semana de octubre (de 1918). Al principio, se sacrificará alrededor de 50 cabezas de ganado diariamente, pero este número aumentará gradualmente. Para finales de año, se espera que el sacrificio diario alcance las 400 cabezas, que es la capacidad actual de la planta. Aunque la planta está preparada para enviar carne enfriada, por el momento sus operaciones se limitarán al enlatado. La producción será enviada a Buenos Aires por las propias barcazas de la compañía y luego transferida a barcos de v***r para los puertos de Europa y Estados Unidos. La planta (…) ha estado en construcción durante el último año y se dice que es uno de los establecimientos más modernos de su tipo en América del Sur” (Commerce Reports, 1918). Esto demuestra que las operaciones de este frigorífico comenzaron más tarde de lo que algunos piensan, ya que su construcción se terminó a finales de 1918, no antes. Aunque en principio en Paraguay las plantas procesadoras de carne eran llamadas «frigoríficos», en realidad no eran instalaciones de congelación, sino que se dedicaban al enlatado de carne. Fue la IPC de San Antonio la que, en 1920, comenzó a instalar las máquinas necesarias para empezar con la refrigeración (Schurz, 1920).

PREPARACIÓN DEL TERRENO Y CONSTRUCCIÓN DE INFRAESTRUCTURA (1917-1920)

La ubicación del frigorífico fue cuidadosamente seleccionada: «San Antonio está ubicada en el río, a unas millas por debajo de Asunción, casi directamente frente a la desembocadura del Pilcomayo» (Schurz, 1920). En una zona de “matorrales” la empresa comenzó la limpieza del terreno para la construcción de la planta. «El terreno ha sido limpiado y se ha comenzado la construcción de un muelle» (Brock, 1919). Este terreno elegido para la planta estaba «bien por encima de la marca de inundación del río Paraguay y poseía uno de los mejores puertos del río». En 1920, el edificio principal era una estructura de tres pisos de hormigón armado, y se estaba trabajando en la construcción de un segundo edificio de cinco pisos dedicado específicamente a la preparación de carne refrigerada. Además, la planta estaba equipada con talleres de maquinaria completamente estadounidense, almacenes, una planta de hielo, hornos de ladrillo y una planta de luz eléctrica, utilizando tecnología moderna en todas las fases del proceso de producción. La compañía tenía su propia flota de remolcadores y barcazas, con la cual transportaba su ganado río abajo y llevaba los productos terminados a Buenos Aires. Instaló oficinas administrativas en Asunción, mientras que el departamento de contabilidad y otras oficinas administrativas generales se ubicaron en San Antonio. Las operaciones internacionales se gestionaban desde sus oficinas en Buenos Aires y Nueva York. En sus primeros años, la empresa empleó a alrededor de 1.400 personas, tanto hombres como mujeres (Rivarola, 1993), construyendo un nuevo núcleo urbano en torno al frigorífico. La mayoría de los funcionarios administrativos de la compañía y los empleados de oficina eran estadounidenses. Estos extranjeros vivían en San Antonio y disponían de modernas y atractivas casas de ladrillo, construidas especialmente para ellos. Los demás empleados vivían en cómodas y limpias casas de madera, que se les proporcionaban sin costo alguno. Las proyecciones de películas y la escuela nocturna eran parte de la política de la compañía para cuidar a sus trabajadores (Schurz, 1920).

IMPORTANCIA DEL FRIGORÍFICO Y SUS SECCIONES

La fábrica de la IPC era el corazón del pueblo de San Antonio, y su funcionamiento era fundamental para la vida de la comunidad. El período de trabajo empezaba con la zafra ganadera, que se prolongaba durante seis meses. Durante ese tiempo, la planta funcionaba a todo ritmo, pero al finalizar la temporada, el frigorífico prácticamente cerraba sus puertas, y los empleados se quedaban sin trabajo durante el resto del año. Esta falta de estabilidad afectaba especialmente a las familias de San Antonio y Ñemby. En 1977, el periodista y escritor Alcibíades González Delvalle destacó cómo la prosperidad de San Antonio dependía directamente de la fábrica: “San Antonio, ubicada aproximadamente a 25 kilómetros de la capital, a orillas del río Paraguay, es la típica localidad que vive pendiente de un solo factor: la fábrica. Como le va a esta, le va también al pueblo. El frigorífico rige la vida de la comunidad. La atrapa. La envuelve. La seduce. Ejerce una extraña fascinación. En época de receso —que suele durar hasta seis meses— sus empleados encuentran buenos trabajos, con mejor remuneración incluso, pero apenas la empresa llama a inscripción y dejan todo para regresar” (Abc color, 1977). Por su parte, Óscar Brito, cofundador de El nuevo paraguayo, ofrece un testimonio único sobre el frigorífico. Brito vivió sus primeros cinco años de vida en uno de los chalets ubicados detrás de lo que fue el hotel de la IPC, una estructura que aún permanece en pie aunque ya en estado semi-ruinoso. Más adelante, ya de adulto, trabajó en el frigorífico, lo que le permitió conocer de cerca el funcionamiento de esta gigantesca planta industrial. A pedido nuestro, Brito compartió un entrañable relato en el que describe con detalle las diferentes secciones del frigorífico que él conoció: “¿Cuál era el lugar central de los viejos pueblos del Paraguay? Eran la iglesia y su plaza alrededor de las cuales estaban ubicados los edificios públicos: la comisaría, la municipalidad, el correo, juzgado de paz, registro civil, etcétera. En ese sentido, el pueblo de San Antonio era igual a los demás, excepto en que su zona de interés y desarrollo no eran ni la iglesia ni el centro del pueblo sino la gigantesca planta industrial del frigorífico San Antonio; porque era en los alrededores de dicho complejo donde se daba el mayor crecimiento edilicio y movimiento comercial del pueblo. La fábrica estaba situada a la vera del río Paraguay y contaba con su propio puerto de embarque en el que atracaban sin problemas los más grandes buques para cargar sus productos de exportación. Los vehículos llegaban a la planta por un camino empedrado bordeado de paraísos, a cuyo costado corría también otra calzada peatonal cubierta por grandes baldosas de piedra. Después, a la izquierda de estas avenidas, se encontraba la carnicería de la fábrica que surtía a sus empleados, y también la plaza del mercado, y luego, a la derecha, se hallaba un gran barrio de obreros al que llamaban «Casillas». Al trasponer el portón principal del inmenso predio, se podía ver a la izquierda una gran edificación con un nombre raro, se llamaba: «Oficina de Tiempo», donde se controlaban los relojes marcadores y las tarjetas de los dos mil obreros y empleados que trabajaban en la planta. A la derecha estaba una sección llamada «Latería». En ese lugar se recibían grandes planchas de hojalata que luego eran cortadas y moldeadas con máquinas para convertirlas en los envases que más tarde contendrían los diversos tipos de carne en conserva. Más a la derecha estaba la «Tripería”, donde caían los intestinos vacunos, y se separaban la diversas menudencias: el mondongo, el librillo, el chinchulín, para ser vendidos a los chureros; y también las menudencias de lujo como el hígado, la lengua, las sesos y los riñones, que eran destinados exclusivamente a la exportación. Encima de todo este conjunto se hallaba la «Playa de matanzas” donde las reses eran sacrificadas, desolladas y destazadas por los más hábiles cuchilleros del pueblo. La razón por la que este trabajo se hacía en el piso más alto era para que las diversas partes del animal fueran descendiendo por simple gravedad a sus respectivos lugares de procesamiento. Más atrás y hacia el río, estaba la «Cocina» donde se cocían y envasaban los productos. Después estaba la sección más grande y más poblada del personal a la que llamaban «Pintada», que era el lugar donde se etiquetaban los productos enlatados para la exportación. En ese lugar, las latas aún sin etiquetar permanecían en estacionamiento durante un mes con el objeto de descubrir los envases cuyo contenido estuviera contaminado con bacterias. Estas latas eran descubiertas porque se hinchaban como globos, y después eran retiradas y arrojadas a la basura. Pero el lugar más interesante de la planta era la «Sala de máquinas», donde se generaba toda la energía eléctrica que alimentaba al inmenso complejo, a las casas aledañas a la fábrica y al alumbrado público de las calles adyacentes, porque en aquel tiempo el país no estaba aún electrificado. En ese lugar cuatro gigantescas máquinas de v***r alimentadas con fuel-oil, y cuyos engranajes eran tan grandes como la altura de casas producían toda la energía necesaria y aún sobraba. En dicha fábrica se producía exclusivamente para el mercado norteamericano. Los productos eran abundantes pero no variados. Ellos consistían de «corned beef» (vaca`í), carne con caldo en latas cilíndricas de seis libras, picadillo de carne y carne congelada. El trabajo en la fábrica no era continuo durante todo el año, sino que se realizaba por zafras. En los años cincuenta y sesenta se trabajaba seis meses al año, pero con el correr de los años dicho tiempo de trabajo fue reduciéndose hasta que en los últimos años, dicho tiempo laboral se redujo a sólo dos meses. Pero lo que más vivifica la nostalgia de esos buenos años es el recuerdo de la belleza de las chicas trabajadoras con sus uniformes de blanco purísimo y sus botitas del mismo color. Hoy San Antonio ya no es una gran villa industrial, sino que se convirtió en una más de los ciudades dormitorio que rodean la capital, y la que fue la fábrica todavía exhibe su inmensa mole blanquecina recortándose contra el cielo, recordándonos que el modesto pueblo de San Antonio fue una vez uno de los grandes motores de trabajo, prosperidad y riqueza del Paraguay”. Para 1977, la IPC empleaba a hombres, mujeres, estudiantes e incluso a niños. Las mujeres “changadoras” llegaban a la fábrica a las cuatro de la mañana con la esperanza de ocupar un puesto temporal si alguna trabajadora faltaba. Algunas, demasiado jóvenes para trabajar legalmente, mentían sobre su edad y soportaban semanas sin hacer nada, volviendo a sus casas sin haber logrado trabajar. Los estudiantes secundarios tenían que levantarse entre las dos y las tres de la madrugada para cumplir con sus turnos, que comenzaban a las cuatro de la mañana y terminaban al mediodía. Después, a la una de la tarde, ya estaban en el colegio, prácticamente sin tiempo para descansar o tener actividades recreativas. Los niños más pequeños también tenían responsabilidades. Los empleados y obreros del frigorífico recibían una tarjeta especial para retirar carne en la carnicería de la empresa, y el costo se les descontaba directamente de sus sueldos. A algunos niños se les pagaba 300 guaraníes al mes por ayudar en esta tarea en la carnicería.

EL DECLIVE, CIERRE Y TRANSFORMACIÓN DEL FRIGORÍFICO

Hacia mediados de la década de 1970, la industria cárnica comenzó a enfrentar un fuerte declive debido al cierre del Mercado Común Europeo a la producción paraguaya. La IPC no pudo resistir esta crisis y finalmente cerró sus operaciones en 1978 (Parquet, 1987).En los años 80, la planta fue adquirida por un grupo liderado por Alberto Antebi, quien la renombró Frigorífico San Antonio (FRISA). Sin embargo, la fábrica nunca recuperó su antiguo esplendor y funcionaba con una capacidad muy reducida, empleando a solo 350 obreros en esa década. Además, la empresa enfrentó numerosas denuncias por irregularidades laborales y abusos. El 7 de septiembre de 1989, un gran incendio en la planta causó la muerte de 10 obreros por asfixia o intoxicación. La tragedia dejó en evidencia graves negligencias: el frigorífico no contaba con un departamento de seguridad, los trabajadores laboraban sin equipo de protección adecuado y la planta ni siquiera estaba habilitada por la Dirección de Higiene y Seguridad Ocupacional del Ministerio de Justicia y Trabajo (Abc color, 1989). Actualmente, el frigorífico sigue operando bajo el nombre de Minerva Foods, gestionado por una empresa de capital brasileño. Paralelamente, un grupo de ciudadanos busca preservar el antiguo hotel de empleados de la IPC como patrimonio histórico, social y cultural de San Antonio.

Fragmento extraído de la obra “Historia General de San Antonio: Evolución de Caybá a Puerto Naranja y más allá” de Freddy Ovelar

Referencias en la última imagen agregada.

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