
17/04/2025
LOS ESTACIONEROS DE ÑEMBY. UNA HISTORIA QUE CAMINA
En Ñemby, hay sonidos que solo se escuchan una vez al año, pero que parecen venir desde muy lejos. Son las voces de los estacioneros, hombres que caminan lentamente por las calles durante la Semana Santa, cantando con el alma rota. Sus cantos, sin instrumentos ni acompañamientos, atraviesan la noche y las casas en silencio, recordando la pasión de Cristo. Llevan una cruz, un estandarte y faroles encendidos. No necesitan nada más. Con sus voces basta.
Los estacioneros llevan este nombre porque recorren simbólicamente las 14 estaciones del Calvario de Jesús. Su paso es lento, solemne, como si cada uno cargara su propia cruz. Su jornada más intensa es el Jueves Santo, aunque ya comienzan el miércoles. Ese día salen a recorrer los barrios desde las seis de la tarde hasta la madrugada del viernes, visitando capillas y casas que han preparado un calvario. Este calvario es un arco adornado con hojas de pindó o de caña, ramas de ka’avove’í o de otros árboles, donde se coloca una cruz, una imagen sagrada, flores y una vela encendida. En algunas paradas, los dueños de casa salen con velas encendidas para recibir a los estacioneros y se arrodillan. Los maestros también se arrodillan frente al calvario familiar, mientras los estacioneros entonan un canto breve y dolido. Al finalizar el ritual, los anfitriones agradecen la visita ofreciéndoles chipa, sopa o cigarro, y como se hacía antiguamente, también caña. Además, entregan una vela sin encender para reponer la del farol del grupo, y los cantores siguen su camino. Muchos vecinos apagan sus radios o televisores, interrumpen sus quehaceres, y se asoman a sus ventanas o salen de sus casas para observar en silencio el paso apesadumbrado de los estacioneros.
El Viernes Santo participan en la lectura de las 7 palabras en la iglesia de Ñemby. Después de cada palabra, entonan lamentos desgarradores. Acompañan el tradicional «Tupaitû» mientras el cuerpo de Jesús está cubierto por una sábana blanca. Luego acompañan la procesión con el cuerpo presente de Cristo, cantando amargamente. Por la noche, continúan visitando casas y cantando hasta aproximadamente medianoche. Así se despiden, hasta su reaparición en el Curuzú Ára, o en otras fechas como los novenarios o el Día de los Difuntos.
¿DE DÓNDE VIENEN LOS ESTACIONEROS?
Es difícil decir con exactitud cuándo nació esta tradición. Hasta bien entrada la primera mitad del siglo XX no hay documentos que lo confirmen, ni fotografías ni retratos en la pintura costumbrista, donde sí aparecen aguateros, lavanderas, burreritas, serenateros o naranjeras. Tampoco figuran en textos históricos ni revistas de la época. Para rastrear su origen, revisamos más de 140 ediciones de La Tribuna, El País y El Pueblo, entre 1939 y 1945, en plenas fechas de Semana Santa, en la hemeroteca Carlos Antonio López de Asunción. No encontramos una sola mención a los estacioneros. Ni siquiera aparecen en los artículos religiosos o en los programas litúrgicos. Es como si, antes de 1950, no hubieran existido en el registro escrito.
Lo que sí se sabe es que su espíritu viene de lejos. Entre los primeros testimonios escritos sobre la Pasión de Cristo se encuentra el de una viajera llamada Egeria, una peregrina que partió desde la actual Galicia hacia Jerusalén entre los años 381 y 384. En su diario —conocido como Itinerario de Egeria— relató cómo, en la Semana Santa, los fieles recorrían los lugares sagrados mientras leían y cantaban pasajes del Evangelio (Muncharaz, 2012). Se trataba de una forma sencilla de conmemorar el sufrimiento de Jesús, con oraciones, himnos y figuras simbólicas. Claro que Egeria no menciona nada parecido a los estacioneros, pero ese espíritu de caminar rezando, en colectividad, acompañando a Cristo, ya estaba presente hace más de 1600 años.
Con el tiempo, esa costumbre fue tomando forma en Europa, especialmente en España, donde surgió el Cantus Passionis o Canto de la Pasión (González Valle, 1992). Se cantaba a capela, sin instrumentos, con un tono triste y profundo, y con varios cantores que asumían distintos roles: uno narraba, otro representaba a Jesús, y un coro hacía de pueblo. Durante siglos, este canto se realizó en iglesias durante la Semana Santa, con dramatización, luces tenues y una profunda carga emocional. El objetivo era claro: conmover y enseñar. Este Cantus Passionis era muy común en regiones como Castilla, de donde procedían muchos de los misioneros franciscanos y jesuitas que vinieron al Paraguay en los siglos XVI y XVII. Hay consenso entre los estudiosos en que los franciscanos trajeron el rito del Vía Crucis, y los jesuitas introdujeron la educación musical y el canto gregoriano en las reducciones indígenas (Fahrenkrog 2020). Los franciscanos, en especial, trajeron una forma de vivir la fe muy cercana a la gente. Promovían una religiosidad simple, enfocada en la vida de Jesús, la Virgen y los santos. Por eso muchas tradiciones que hoy nos resultan familiares en Paraguay, como los pesebres, las novenas, las procesiones o las fiestas patronales, tienen que ver con ellos. No era solo enseñar desde un púlpito, sino compartir, celebrar y rezar con la comunidad.
De ahí que se tienda a afirmar que los estacioneros son herederos de las prácticas introducidas por estas órdenes religiosas. A primera vista, parecería que lo que antes se cantaba en latín y bajo el control de la Iglesia en Europa, se transformó aquí en una expresión en guaraní y jopará, nacida del pueblo y para el pueblo. Sin embargo, lo curioso es que, a pesar de las similitudes, no contamos con registros que permitan entender claramente cómo se produjo esa evolución, si es que realmente ocurrió. ¿Cómo pasamos del canto sacro europeo al grupo de hombres humildes que hoy recorren las calles cantando las estaciones del Vía Crucis?
Un documento que ayuda a imaginar los antiguos ritos religiosos en Paraguay es el informe del teniente gobernador Gonzalo de Doblas, escrito en 1785. En él describe con detalle cómo se vivía la Semana Santa en los pueblos guaraníes. No habla de estacioneros, pero sí de ciertos grupos de niños que, por su forma de participar, recuerdan vagamente a ellos. Este es un fragmento de lo que escribió sobre el Miércoles Santo: “Dispuestas las imágenes que han de salir en la procesión, y pronta la música en el medio de la iglesia, van entrando por la puerta, que cae al patio del colegio, varios muchachos vestidos con sotanillas y roquetes de los acólitos, con los instrumentos y signos de la pasión de Cristo. Entra uno de estos con la linterna, y dos a su lado con dos faroles hechos con telas de las entraña de los toros, puestos en la punta de cañas largas; se hincan de rodillas delante de la imagen que está en medio de la iglesia y, entre tanto, canta la música un motete en guaraní, que expresa aquel paso, el que concluido se levantan todos los muchachos, y siguen a ponerse en orden de la procesión, y entran otros con otra insignia; y así van siguiendo, hasta que concluyen todos, que son tal vez 20 o más, y las insignias que llevan son tan toscas..(…). Luego que acaban de pasar, se levanta el cura y los demás que han estado sentados entretanto, y sigue la procesión, que sale y anda alrededor de la plaza, que esta iluminada, y dispuestos en las cuatro esquinas altares para hacer paradas” (Doblas, 1785, citado en Gómez-Perasso y Szarán, 1978). A primera vista, podría parecer una versión muy temprana y distinta de lo que más tarde serían los estacioneros: niños vestidos con sotanas, llevando elementos hechos rústicamente con los materiales que tenían a mano: insignias, faroles de cuero y caña, y cantando motetes en guaraní. Además, la procesión salía a la plaza, donde se hacían paradas frente a altares, lo que recuerda un poco a las estaciones de hoy. Pero hay diferencias importantes: los protagonistas eran niños organizados por la iglesia, todo partía desde el templo y estaba dirigido por el cura. Muy lejos aún de los grupos autónomos y callejeros que hoy recorren Ñemby.
Aquí en Ñemby, usamos el nombre “estacioneros” para referirnos a estos grupos. Ese es el único nombre que usamos, sin vueltas ni variantes. En otros rincones del país también se los llama “pasioneros”, “procesioneros” y, en menor medida, “pasionistas” o “faroleros”. Según cuenta Ramiro Domínguez, en el esquema del Guairá —que abarca Guairá, Caazapá y Caaguazú—, no aparece la palabra “estacionero” en los estudios del antropólogo León Cadogan. Él sostiene que es un término exclusivo del entorno de Asunción (Domínguez, 1993). Y como la expresión estacionero solo usamos en Paraguay, rastreamos el significado de las palabras pasionista y pasionario en antiguos textos de España, para ver si existía alguna relación con nuestra tradición. Así descubrimos que los pasionistas eran una congregación religiosa fundada por el sacerdote Pablo de la Cruz en 1720, cuya misión era mantener viva la memoria del sufrimiento y el amor de Jesús crucificado. También encontramos que en el siglo XVII, en Salamanca, se usaba el término pasionero para referirse a clérigos encargados de los oficios religiosos de la Semana Santa (Pinar, 2010). La Real Academia Española definía en 1780 al «pasionero» como aquel que “canta la Pasión en los Oficios Divinos de la Semana Santa” (Diccionario de la lengua castellana, 1780). Esto indica que los pasionistas y pasioneros antiguos eran en realidad clérigos y no personas del común. Difícil, entonces, trazar una línea directa entre ellos y nuestros estacioneros, que surgieron fuera del ámbito clerical y sin formación religiosa. Más allá de la similitud en los nombres, parece que sus caminos fueron totalmente distintos.
Ya en la época de la independencia, alrededor de 1820, el comerciante inglés John Parish Robertson fue testigo de los ritos de Semana Santa en Asunción. En su relato tampoco aparece nada que se parezca a los estacioneros. Lo que sí describe es al pueblo recorriendo las iglesias y rezando en cada una de ellas, una costumbre que hoy también nos resulta familiar. Decía, por ejemplo: “El Jueves Santo toda la población de la ciudad estaba en movimiento rezando las estaciones o recorriendo distintas iglesias y repitiendo en cada una de ellas un cierto número de plegarias” (Robertson, 1838, citado en Gómez-Perasso y Szarán, 1978).
Incluso, en las primeras décadas de ese siglo todavía hay vacíos: ni siquiera en tiempos de Emiliano R. Fernández parece existir el término “estacionero” ni se insinúa la existencia de grupos similares. Se suele decir que el “poeta del pueblo” estuvo ligado a esta tradición, pero no hay pruebas que lo confirmen. Lo más probable es que haya sido después de su muerte, en 1949, cuando los estacioneros empezaron a musicalizar sus poemas, como “Ojope Kangy” y “Semana Santa”, para cantarlos en sus recorridos. En el poema “Semana Santa”, Emiliano describe toda la celebración, desde el Domingo de Ramos hasta el Sábado de Gloria. Si los estacioneros ya existían, uno pensaría que los habría mencionado. Pero no lo hace. Eso sí, en la parte XV del poema dice en guaraní que el vecindario “está en estación”, pero evidentemente se refiere a los vecinos participando en las estaciones del Vía Crucis, no a los estacioneros como los entendemos hoy. Aquí el fragmento:
«Tape ykére kurusu
Rehecháma oñembo-calvario
Ha estación-pe vecindario
Oñembo’éma a Jesús”.
Puede que los estacioneros ya existieran hacia el final de la vida de Emiliano, pero como recién estaban surgiendo, no llegaron a ser visibles para él. Si los hubiera conocido, estamos seguros que su profunda fe y su rol como ñembo’e ýva lo habrían llevado a escribir sobre ellos y, tal vez, a ser uno de ellos.
Lo más probable es que los primeros grupos de estacioneros hayan surgido en la primera mitad del siglo XX, entre las décadas de 1920 y 1940. El grupo de estacioneros más antiguo registrado en Ñemby es la Sociedad Católica Amparo Seguro de los Cristianos, formada el 8 de abril de 1948 en el barrio Rincón, y ligado a la capilla Santísima Cruz del mismo barrio. Los estacioneros de la capilla San Francisco de Asís de Cañadita afirman que en 1941 comenzaron los primeros pasos para la creación del grupo. Estas fechas coinciden más o menos con la aparición de otros grupos en distintas ciudades: los estacioneros de la capilla Santa Catalina en la Zona Sur de Fernando de la Mora afirman haber empezado en 1928; los de Loma San Jerónimo de Asunción, en 1935; los de Ysaty de Asunción, en 1949; los de Mbocayaty de Villa Elisa, en 1959; los de María Auxiliadora de San Antonio, en 1968; y los de Reducto de San Lorenzo, en 1983. Estos son los más antiguos, pero es recién entre mediados de los años 80 y durante la década del 90 que aparecen muchos más grupos.
Entonces, ¿por qué se cree que esta tradición viene desde la época de las misiones? Tal vez porque el canto suena a siglos pasados. Tal vez porque muchos estacioneros aprendieron de sus padres y abuelos, y eso crea una sensación de antigüedad. Porque antes caminaban descalzos, por caminos de tierra y monte, en noches oscuras, con cruces talladas por ellos mismos y con ropas hechas en casa. Daban la impresión de salir de otro siglo. O de otro mundo. Como si vinieran del tiempo de Jesús, con la misma fe sencilla, la misma forma de andar. Los propios grupos ayudan a reforzar esta idea de antigüedad. Cándido Ortiz, el estacionero más veterano de la capilla Inmaculada Concepción de María de Cañadita, tiene 78 años y afirma haber heredado la tradición de su padre, lo que indica que comenzó a participar alrededor de 1960, cuando tenía unos 13 años. Es posible que el padre de Ortiz haya heredado la tradición de su propio padre (el abuelo de Ortiz), quien probablemente fue uno de los primeros en practicarla, más o menos entre 1920 y 1940, cuando la tradición todavía estaba comenzando o en proceso de consolidación. En una época en que los hombres eran padres a edades más tempranas, las generaciones se acortaban, lo que puede generar una ilusión de mayor antigüedad. Además, la foto más antigua oficialmente registrada de un grupo de estacioneros en Paraguay fue tomada en Ñemby en 1963, y refuerza la idea de que la tradición no es tan antigua como se cree. Curiosamente, fue recién a finales de la década de 1960, con la llegada del diario ABC Color, cuando los estacioneros —especialmente los de Ñemby— comenzaron a aparecer en reportajes de Semana Santa.
Para entender el surgimiento de los estacioneros, también es importante mirar el contexto cultural y religioso entre 1920 y 1940. Fue un periodo en el que resurgieron el teatro y la poesía en guaraní (Meliá, 1992), y al mismo tiempo, la Iglesia atravesaba una profunda crisis. Había escasez de sacerdotes y la formación religiosa de la población era muy limitada. Según el estudio de Banducci Júnior y Amizo, desde la independencia el Estado fue debilitando el poder de la Iglesia, lo que afectó gravemente la transmisión de la fe. A mediados del siglo XIX, había apenas un sacerdote para cada 8.000 personas, y para 1914 la situación empeoró: solo quedaban 101 sacerdotes en todo el país, lo que significaba uno por cada 16.000 habitantes. Con tan pocos curas, muchas comunidades quedaron a la deriva, y la gente empezó a organizarse por su cuenta para mantener vivas sus creencias y tradiciones religiosas. En ese contexto, los laicos asumieron un papel más activo, tomando el control de las ceremonias, peregrinaciones, rezos y otras expresiones de fe. Así nacieron formas de religiosidad popular, muchas veces espontáneas, que no siempre eran bien vistas por la Iglesia. Como parte de este proceso de apropiación popular de la religión, podrían haber surgido los estacioneros.
Un ejemplo muy claro de esa religiosidad popular, que antecede directamente a los estacioneros, aparece en el recuerdo de Ramiro Domínguez. Según él, hacia la década de 1940, existían los purahéi ñembo’e o ñembo’e purahéi, cantos religiosos del pueblo que también se conocían como loadas. Él recuerda que, de niño, cuando iba con sus padres a la estancia, era muy común escuchar las loadas del sábado ka’aru. Domínguez explica que la palabra loada viene de “loar”, que significa alabar, y que es un arcaísmo que se conservó en el habla paraguaya. También cuenta algo que coincide con lo que venimos observando: como había muy pocos sacerdotes, la gente se organizaba por su cuenta y se reunía en torno a alguna capilla o pequeño oratorio para rezar y cantar. A veces hacían el rosario cantado; otras veces, rezaban primero y después venían los cantos: las loadas o ñembo’e purahéi. Todavía no existía un nombre especial como “estacioneros” para quienes cantaban. Era simplemente el pueblo reunido. Casi siempre había alguien que guiaba el rezo, el llamado ñembo’e yvâ (Domínguez, 1993). Teresa Méndez-Faith también destaca esta continuidad entre los antiguos cantos religiosos del pueblo y los grupos de estacioneros, aunque los vincula con la tradición jesuítica. Dice: “En el teatro jesuítico tuvo mucha preponderancia el purahei ñembo’e (rezo cantado), origen de los estacioneros” (Méndez-Faith, 2001).
Banducci Júnior y Amizo explican que el clero, al querer imponer un orden moral más estricto, no supo entenderse con estas formas espontáneas de fe, a las que miraba con recelo. Según los autores, no fue sino hasta las décadas de 1950 y 1960, con las reformas del Concilio Vaticano II, cuando la Iglesia empezó a abrirse más al mundo moderno y a aceptar mejor las tradiciones populares (Banducci Júnior & Amizo, 2011). Aun así, la aceptación no fue completa y, de hecho, los estacioneros seguían siendo mal vistos. Considerados más como expresiones populares que como parte de lo religioso, la sociedad misma los consideraba poco importantes. En 1975, durante el II Encuentro sobre Religiosidad Popular y Liturgia realizado en Asunción por el Consejo Episcopal Latinoamericano, se llegó a sugerir que los cantos de los estacioneros fueran reemplazados por otros “más comprensibles”. En las conclusiones del encuentro, se recomendaba que la Iglesia debía “propiciar, promover y si fuera posible auspiciar la creatividad musical y religiosa para la Semana Santa, que reemplace al canto hoy no comprendido de ciertos ‘estacioneros‘” (CELAM, 1978).
Pero, al final, los estacioneros resistieron. Hoy, aunque sus orígenes sigan siendo un misterio, existen, caminan y cantan. No necesitan pruebas ni documentos. Su presencia es real, viva, y profundamente humana. Se ha dicho que sus vestimentas y rituales recuerdan a las cofradías de Sevilla, que también portan cruces, estandartes y entonan cantos gregorianos. Es posible que esas imágenes hayan inspirado a alguien, en algún rincón del Paraguay –¿por qué no en Ñemby?–, hace cien años o menos. Quizás todo empezó con un pequeño grupo, un canto aprendido de oído, una cruz improvisada, y una noche de Jueves Santo. De ahí en más, la tradición caminó sola.
Freddy Ovelar
Referencias en la última imagen agregada.